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Textos de la cosecha Papel Film en BastardillasImpresiones literizarras del celuloide. 

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by Jean-François Dupuis

A medio camino del equinoccio 
(El día de la marmota)
Lo que nunca supo Phil Connors fue que cada mañana la marmota despertaba en su mismo día loopeado. Porque lejos de tener la habilidad de pronosticar el fin del invierno, el animalejo tenía el poder de plegar el tiempo y el espacio de modo de hacerlo caber en su madriguera. Todo lo que quería era que nunca terminara su hibernación, quedar replegada en su escondrijo hasta que Dios se aburra y se muera, o hasta que los animales aprendan lo que es el suicidio. Pero cada vez que asomaba su hocico, la mínima anticipación de su sombra la obligaba a ejercer la cronomancia. Ha llegado a mis oídos la versión de todo se trata de múltiples marmotas asomándose para ver si les fue posible devenir Nada. Pero en su corazoncito de roedor, cada una sabe que al intentarlo se desdoblan, y que en eso consiste la expansión del universo. 

Pero en todas ellas ha de fallar 
(Coyote y correcaminos)
Interesado en conocer a su mejor cliente a fin de ofrecerle participar como pequeño accionista de ACME, el vendedor telefónico viajó al desierto a encontrarse con el Coyote. No sin esfuerzo y valiéndose de una mímica realmente ilustrada, el famélico canino expuso ante el capitalista que su propósito era ante todo alimenticio. El vendedor le propuso entonces instalar un local de hamburguesas ACME frente a su cueva, a lo que el Coyote se rehusó y pidió permiso para entrar en el depósito para buscar un obsequio. Salió unos minutos más tarde con un revólver y le puso tres tiros en la frente al vendedor. Luego puso el cuerpo en una caja con una estampilla y antes de mandarlo por correo al remitente escribió "Antes la inanición que la transculturación" en algún dialecto Quechua. 

Ruido Blanco 
(Contacto)
Fiel al despropósito de estar sola en el mundo, Eleanor pone toda su atención al silencio. Casi como por fuerza de su propia voluntad, resulta que hay ruido allá fuera. Como si al cerrar los ojos, comprimiendo con párpados pesados el poco mundo que la rodea, fuese capaz de dar vida en el vacío. Y eso que viaja desde el extremo cóncavo de una galaxia no es sino el mensaje de la niña que volvió la frente a las estrellas para dejar de oír el canturreo inhóspito de los sapos y los grillos. Se ha encontrado una cigarra en la nada y la ha hecho suya, como si no lo fuese (suya, digo), como si no fuese su ceño fruncido el demiurgo de toda vida extraterrestre. 

El pájaro que muere hasta cantar 
(El fantasma del Paraíso)
Cara de Pájaro espía desde un andamio que cuelga del techo de The Paradise. Su mirada hemisférica se posa sobre el monigote que ostenta glam y rock en el centro del escenario. Pero Winslow –cuyo nombre empieza y termina con la W de su creador– es un Fausto pentagramado y todavía cree que su poder no ha mermado con la firma del contrato. Se obstina en creer que sobrevivirá a los cisnes y a los payasos, pero mientras tanto se vuelve fantasma vengador, y juega a que todos le deben una. Interpreta su papel como un maestro, cumple su venganza y su trágica apoteosis. Tal vez sí sobreviva (quién te dice), pero habrá pasado su tiempo con un casco de pico puntiagudo que le abocina la voz y le oculta algunas teclas del piano: es difícil precisar si las blancas o las negras. 

Cadillacs y dinosaurios 
(Cabo de miedo)
En un rincón de su Cadillac, Max Cady lee alguna novela de John MacDonald. De pronto, mirando una página en blanco, se peina, se saca un pedazo de lechuga del colmillo y se decide. El humo de su habano va cobrando la forma de una cabeza con cuatro ojos. Y mientras tiene lugar esta metamorfosis, los párrafos siguientes del libro languidecen hasta palidecer por completo. Las páginas que siguen ya son blancas o siempre lo fueron. Y un reflejo de mueca cínica sobrepuebla las hojas. El humo se hizo calavera y Cady ya dejó de ser libre. 

Has bailado con el Diablo a la luz de la luna 
(Batman)
En la ciudad de las gárgolas y las cúpulas hay una marginalidad exquisita. Es la de los bellamente desquiciados, criaturas oblicuas que se definen por un puñado de rasgos en común, a saber, doble identidad, alguna máscara, un resentimiento eterno y la necesidad compulsiva de hacer algo con esa otra mayoría de la población: la que se reduplica a sí misma cada día, gente decolorada y de fondo, personajes apenas bocetados cuyas muecas nunca están del todo trazadas, salvo para el encuentro con los esquizos góticos. La Ley es el límite infranqueable que divide una sociedad en las proporciones de un iceberg: ocho novenas partes hundidas en lo indefinido y una fracción que, a flote, se enfrenta a sí misma para saberse existente, competitiva y autosuficiente. 

Conservas en ámbar 
(Jurassic Park)
Haber sido mosquito jurásico. Grande para ser mosquito pero ínfimo entre los titanes reptiloides, procuró valerse de una buena dosis de humor y hemoglobina inflando su fuelle hasta el límite de sus capacidades. No pudo volar muy lejos en estas condiciones; y si soñaba con poner sus huevitos en la bella araucaria, no pudo cumplirlo porque la resina es tan atrayente, tan pegajosa. Agotó sus últimas moléculas de oxigeno mientras luchaba remando a seis brazadas en la miel de los pinos. El aire se acaba, pero sus ojos, vidriosos en el ámbar fosilizado, nunca dejaron de ver. Así vio pasar generaciones de cocodrilos y tortugas, peces mamíferos caminando en la playa, enormes ratas de pelo negro, simios humanoides y hombres simiescos. Hasta que el ojo capitalista de McPato o del viejo Hammond vio al tiranosaurio a través del ojo del mosquito. Hoy descansa su mirada, finalmente, y su cuerpito de momia-insecto ya es constelación entre los grandes, porque será siempre como ahora, el Padre de los Titanes.
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Textos de la cosecha Papel Film en Bastardillas. Experimentos filogenéticos, o algo así.




Cuadrado de los catetos
(Pi, fe en el caos)
Sentado en su bañadera, hundiéndose lento y majestuoso como Febo en el océano, el maestro Sol recuerda la anécdota de Arquímedes: la clave está en la mujer. “Tomáte un baño”. Es una cuestión de perspectiva, como si la mujer tuviese una mejor capacidad para tomar distancia del problema. Pero Arquímedes, a punto de ahogarse, mira el color del agua desalojada y razona que tal vez su mujer sólo quería por una vez acostarse junto a un cuerpo limpio.
Max Cohen no se baña hace meses y se cree más cerca de Pitágoras, aunque en realidad solo se bañó una vez, como Heráclito. Cada mil años, un matemático pone el tacto en el agua, que no por casualidad y no por capricho tiene por símbolo un triángulo con el vértice hacia abajo.

Veo gente muerta
(Sexto sentido)
Cansado de escuchar lamentos sobre padres violentos, madres ausentes y madrastras asesinas, el Dr Malcom Crowe decidió retirarse de su profesión de caza-fantasmas-neuróticos y flotó hasta el campo en busca de paz. En el camino, se le apareció más gente muerta de la que podía soportar. Acudían a él por su consejo profesional, primero un espíritu de ojitos claros que quería recuperar a su novia Demi que se había hecho lesbiana con una medium negra llamada Whoopi después de una tremenda noche de trío en la que el invisible había quedado notablemente afuera de la fiestita.
Más tarde se topó con un arcaico espectro que todavía intentaba comunicarse con su hijo homónimo. También un ectoplasma maniático llamado Gozer el Destructor quien por algún trauma misterioso odiaba los campamentos y acariciaba una miniatura del hombre de Michelín.
Cuando el Dr. Crowe creyó haberse librado de todos los aparecidos y llegó finalmente a su rancho en el campo, la visión de una mujer lo conmovió un instante y lo horrorizó inmediatamente. La fantasma rubia de rulitos estaba desesperada, porque su ángel enamorado acababa renunciar a la inmortalidad para vivir con ella cerca del lago, y a la muy estúpida se le dio por andar en bici sin manos en medio de la ruta para dar de frente contra un camión.
Todavía, mientras escucha el llanto monótono de la blonda, se lamenta de seguir creyendo en la consciencia después de la muerte, instancia sin la cual se habría ahorrado los disgustos más grandes de su vida.

De profundis
(Alien el octavo pasajero)
Después de desintegrar la mesa, el piso, el primer nivel, el subsuelo, la osamenta y el casco de la nave, la sangre que saltó del octópodo alienígena que el oficial Kane tenía adherido a su cara siguió socavando la estructura misma del relato. El monstruo siempre viene de lejos (y como vimos, lejos es profundo). Como Drácula llega de las profundidades carpatianas para atormentar la moral victoriana, o Hyde llega desde lo profundo de un doctor desdoblado, el Octavo Pasajero viene del espacio insondable para detener el latido de un manojo de terrícolas xenofílicos.
H.R. Giger sintió los pinceles derretirse en su mano como relojes de Dalí, y Ridley Scott terminó descubriendo un hueco en el fondillo de su jean. El humo es un poco verde y se evapora rápidamente.

Un juguete para niños
(Toy Story)
No es que se haya desayunado que no hay propósito para su existencia, es que ser peón de ajedrez en un tablero de damas le resulta insoportable. Quijotea ansioso su sueño de guardián espacial, pero ya es un sueño vacío, y el que se ha sentado a jugar trae dados en su mano.
Lightyear grita que deberían ser sesenta y cuatro baldosas y no un centenar y que con dados no se juega. Pero apenas alcanza a ver al homúnculo (qué Dios detrás de Dios) que tensiona el brazo hacia atrás con el dado en el puño, y lo suelta como látigo para (la Trama empieza) incrustarlo entre su ojo amoratado y su casco astronáutico.

Los rulos de Sarah Connor
(Terminator)
En los argumentos con viajes en el tiempo suelen encontrarse paradojas. Algunas más literarias, otras simplemente falaces. Sin embargo, tal vez toda falacia sea potencialmente literaria, conforme el ojo con que se lee. La mayoría de las veces, el viaje al pasado genera un bucle en el curso temporal (siempre entendido como espacio, como línea). Esto es porque nadie viaja al pasado solo para mirar, y mucho menos cuando uno es enviado a proteger a esta rubia de rulos que se supone que es la madre de nuestro líder revolucionario en el futuro. Algo me atrae de ella, no puedo decir qué es, pero es una pulsión enajenante. Ahora estoy acostado sobre su cuerpo abierto para dejar en el fondo de su útero mi pequeño aporte a la causa. Ya no sé quién me envió, ya no soy el que vino, porque será otro hijo y amigo de otro que soy y que no soy. Sea lo que sea aquello para lo que fui enviado, he desertado para quedarme entre los bucles amarillos de un tiempo que ya no volverá a fluir.

Quieres ser Pinocho
(Quieres ser John Malkovich)
Después de nueve años y medio de ser John Horatio Malkovich, el voyeurista psíquico Craig Schwartz volvió a su antiguo trabajo en el taller de Geppetto, donde se dedicó por otros nueve años más a ahuecar la testa cóncava de Pinocchio. Entre el frontal y los parietales del títere montó un loft en el que cumple su condena de por vida, junto a una rubia sin tetas y dos docenas de animalitos de granja.
Por momentos, su mirada se pierde en el espacio vacío, recordando con melancolía el escrúpulo y metodología de Malkovich para anudarse la corbata y afeitarse la cabeza, y entreconsciente, susurra el nombre de Maxine.

Loop
(Matrix)
Cada vez que Míster Anderson despierta, suena la bocina de un camión que, como dominó sonoro, despierta las voces de las demás bocinas de un embotellamiento. Parece que cada campanazo estuviera gritando ¡Despertáte! como si se tratara de un sueño dentro de un sueño dentro de otro. Míster Anderson desconoce los músculos de su abdomen porque nunca llega a sentir ese hambre con el que uno suele amanecer, aunque bien trabajados están ya que su única actividad (hace siglos quizás) es despertarse sobresaltado e incorporarse en la cama. Una y otra vez, como una serie interminable de ejercicios abdominales. Cuando cree ya estar despierto del todo, el sonido de las bocinas se vuelve líquido hasta parecer un eco proveniente de un sueño. Y no termina de acostumbrarse a ese bienestar, que ya está despertándose otra vez, como impulsado por un resorte, emergiendo a esta otra realidad en la que la bocina de un camión comienza el coro urbano.
De todas las versiones del Mesías, este era uno que quedó loopeado en ese terrible momento en que ya dejó de ser él, pero todavía no es del todo aquél.

Paradoja
(Volver al Futuro)
No seremos tan necios de pensar que el tiempo solo existe para el que monta un Delorean. Para la subjetividad de Marty, sus padres se transformaron, mágicamente en una exitosa pareja, gracias a su aporte de ochentoso cool. Pero nadie se pregunta qué fue de esos pobres mediocres y aburridos que conocimos al principio de la película. Pues bien, a ellos se los comió una ola blanca, un tzunami que venía remontando desde 30 años atrás, pulverizando todo lo que habían tocado el viajero del tiempo y su traje antiradiación. Sucede la implosión primero y la explosión después, retuerce metales y cristales, degrada las partículas y alterna protones con neutrones y electrones. Y después de ese tormentoso enroque existencial, queda el desencorvado George que porta su raqueta de tennis y pellizca el culo dulce de Lorraine.
Nada de angustia. Nadie llora a los verdaderos padres muertos.
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Fogwill / Los pichiciegos

Una comunidad que apenas resplandeció en la madriguera y su horizonte neblinoso. No hay pasado común ni individual, no hay futuro colectivo: están puestos ahí para sobrevivir y morir. Pugnan identidad pasajera (doble y simbólica, con su correlato aquí afuera, donde el lector hace pie), y comunidad salvaje (duró lo que duró esa guerra y se esfumó). Guiados por el miedo, convertidos en sombras dentro de las sombras. Fantasmas reales, ecos en una grabación desgrabada. Fogwill construye así una leyenda fugaz, y simultáneamente moldea el propio Fogwill mítico, que nace al apagarse el fósforo azulado de sus pichiciegos.
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Wells / El país de los ciegos

Como un Gulliver sudamericano, Núñez desciende a nuestra aldea con su ciencia torpe y su cuento de un mundo horrible en el que los hombres ven. El país de los ciegos tiene la forma de una marmita. Sus habitantes, que duermen al abrigo del sol, gozan como si vivieran en un útero descomunal. Y Núñez, con mi envidia enajenada, no sufre su imposibilidad social ni amorosa sino que sufre no poder imponerse monarca de ignorantes. Así es como su breve aventura entre los invidentes no hizo más que reafirmar sus certezas estéticas y científicas, y en la disyuntiva entre perder sus ojos o su capricho, no se anima a preguntarse quién bajará a Bogotá de las montañas que no vemos para alucinar sentidos increíbles.
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Mientras espera que se llenen sus pulmones intangibles de aire o de esperanza, cierra los múltiples ojos y trae a su mentecita el recuerdo de aquél ritual de apareamiento que la había deslumbrado. Gozaba de sus movimientos, de su vuelo oscilante, del zumbido excitado, como si de eso se tratase existir. Ya recuperado su aliento, agitará cada músculo de su cuerpo para librarse del encordado viscoso en el que quedó atrapada hace un día –o una vida–. Se esfuerza, zumba, chilla descontrolada hasta vaciarse otra vez de energía.
Al ver que se acercan los ocho muslos peludos, toma aliento lentamente. Y es difícil precisar si lo hace para un nuevo intento de escape o para recordar en paz la danza que todavía le llena el pecho de vida.
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Borges / El Aleph

En el afiche, Darín fuma un Jockey y el tiempo pasa para Borges. A nadie le importa la ausencia que hasta él mismo transformará en olvido. Pero al bajar al sótano fantástico, a ese abismo de infinitas confluencias, el autor ya se sabe fingido y, por lo tanto, todo lo que lo rodea lo será.
Si el falso Borges caricaturizado por Borges juzgó falso al Aleph que le estaba mostrando sus propios glóbulos disiparse por sus arterias, fue porque no vio en el vórtice su único deseo, refractado en infinitos deseos idénticos. Quería ver al mundo detenerse, una huelga perpetua de publicistas, un culto a su Beatrice inmortal, un reloj de arena con tapón, un poema inmóvil.
Y quizás lo consiguiera superponiendo ficciones. Hueco sobre hueco sobre hueco hasta el infinito inabordable. Ser el Dante apoteótico en el extremo final del ovillo de Ariadna, o incluso el mismo Borges que leo, abismo sobre abismo simulado. 
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Me gusta espiarte mientras vos fingís desconocerme. La liviandad con que mirás el aire vacío cuando hacés de cuenta que no estoy detrás del ojo de la cerradura, del otro lado del aire refractado. Y me gusta verte pasear por la calle o la plaza. A veces tengo que morderme las manos para no tocarte, o la lengua para no gritarte y hacerte ver que todavía estoy en el revés de cada gota de oxígeno que rodea tu piel cubierta de maquillaje. Te vas deseando que al volver no sientas mi presencia, y yo me quedo esperando que vuelvas para morderme otra vez las manos de ectoplasma.

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Su mano temblorosa apaga el cigarrillo en el cenicero desbordado. La botella y una de las copas acababan de caerse y reventar en mil astillas de vidrio. Todavía resuenan en las cuatro pobres paredes de la habitación los ecos astillados por millones. Pero ella, ni una palabra: sus ojos se pierden en las vueltas del humo azul que brota de la colilla, vuelta a encender por la brisa, como una antorcha que la turba abandonó antes de la madrugada.
Parece mentira que el silencio ahora lo inunde todo tan voluptuosamente, cuando hace instantes nomás, el griterío incesante del instinto en las arterias lo colmaba todo. Una multitud de voces y gemidos revolucionarios habían sido mundo hace un segundo y ahora ya no eran ni los ecos de los vidrios de la copa rota. Ella seca una lágrima salada, prende otro cigarrillo y empina su copa exhausta ya hace tiempo. Sus manos abrazan el vidrio cálido y sus piernas se cruzan, se enciman y se vuelven a cruzar, indecisas.
Ahora dejó la copa en la mesa y va a cerrar, botón a botón, su blanca y finísima blusa. No hubo pintor que se haya animado jamás a dibujarla con su blusa abrochada, tanta es la potencia de sus pechos, que ante la sola idea de cubrirlos (aunque más no sea con esa fina blusa de lino) cualquier artista enloquecería, se arrancaría todo el pelo del cuerpo para precipitarse al vacío. Así y todo, ella cubrió sus pechos, botón por botón.
Él, por su parte, tiritando de frío, desnudo y flaco, apenas puede protegerse los hombros y un poco de la espalda con el manto rojo y harapiento, bandera desdichada. Sentado en el suelo, abraza sus propias rodillas heladas, inmóviles. Lee una y otra vez el falso mapa, repasa el recorrido, revisa su memoria con algo de vergüenza infantil. Suda y se pregunta porqué inútilmente. Sabe que es tarde, y no se atreve a mirarla. Sus ojos parecen querer, pero su corazón se lo impide. El corazón lee una y otra vez el falso mapa.

Hay un reloj de pie, aún en pie, a unos pasos. El péndulo va y vuelve sobre sus propios pasos. La brisa abrió la puertita de vidrio que lo cubre y el humo del tabaco se acerca y baila al ritmo. Ella mira el reloj. Sigue con los ojos el vaivén, de extremo a extremo, y cada extremo está inmóvil, estático por una fracción de segundo, para volver luego a acelerarse buscando la otra cima. Muy adentro, en su más profundo anhelo, ella desea que aquél péndulo se detenga, que un silencio quieto inunde la habitación y hasta el humo se solidifique.

Los pies de él sangran. Uno de los vidrios lo ha herido. Tal vez sufra su orgullo y sangre también. Hierve el sudor en su frente helada. La quiere: trata de mirarla pero no puede. O no quiere. Apenas unos segundos atrás, habían estado a punto de entreverarse en un arrebato de pasión, y ahora no podía ni mirarla. Ay, el paso atrás. Adónde fueron las voces de la rebelión. Adónde, y hasta cuándo.
La habitación se hace cada vez más fría. Las rejas de la ventana abierta de par en par parecen estalactitas de una caverna ártica. La puerta, entrecerrada, deja pasar una brisa enana que sopla por debajo de la mesa, roza y enfría los vidrios rotos, enfría la sangre de él, quien desde el suelo mira sólo el suelo. Arriba de su cabeza despeinada, el humo azul forma un velo que divide la habitación en dos estratos verticales, dos realidades apiladas.
Ella ha quedado en el piso superior. Mira por sobre el velo de su propio humo. Él ya ni intentará mirarla, aunque ya no pueda verla más.
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O la lucidez metonímica

Es más bien un despertar a tientas. Ese momento en que lo que estamos leyendo comienza a dibujarse en nuestro espacio imaginario pero todavía no se ha formado del todo. Con ciertos autores experimento una extrañeza agradable, un placer en eso oscuro e indefinido que no ha cobrado su forma transitoria ni definitiva. Esas primeras páginas que no parecen nada, donde no sabemos quién habla ni cuándo nació, ni qué edad tiene ni en qué idioma está hablando con quién. Esas calles sin extras y sin nombre, casas que son tal vez una pared, o un techo solo, partes de muebles y de cosas que apenas aparecen porque son nombradas por una voz que todavía no asumió sexo ni tono de gravedad. Su volumen es el de una hoja apenas desteñida por el tiempo.
Quisiera que esta novela no empiece nunca. Que nunca sepa cómo se llama el que acaba de salir a esa calle. Que nada cobre su forma.
Que todo sea la inespecífica sugerencia que me incomoda amablemente.
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Carver / Tres Rosas Amarillas

Leo realismo en la tapa, en la solapa, en la biografía de su autor y lo pienso como una torpe nomenclatura. El texto trata de cuidar por todos los medios la forma en que fueron dichos los hechos. Cuando la realidad no se plasma sino que se construye. Se forma con relatos. No es que el cuidado de Carver en las citas y la austeridad de las descripciones reflejen la realidad, por el contrario: generan realidad, como conglomerado de textos, construyen a partir de las formas del relato, incluso de esas formas elididas de las que se alimenta el minimalismo.

Publicado en La Comunidad Inconfesable Nº 19 (Enlace)

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O la experiencia cíclica en el mundo chato
Su abrazo también es imposible: la serpiente carece de brazos. Sólo le queda, no como única opción, sino más bien como destino fatal, perseguirse a sí misma y autocomplacerse. Saborear su propio cuerpo enroscada en el círculo perfecto a partir del cual el Infinito encontró su forma. El placer de su boca venenosa es también lo indiferenciado; volverse una consigo misma, recurrirse, recomenzarse, y de esa manera, nuestro reptil sin patas, consigue la inmortalidad. Sin dios mediante, sin ídolo y sin verdad última, la serpiente se basta por sí sola para ser infinita, para ser completa.
Dirán sus detractores que el veneno en su dentadura fue puesto ahí por el Demiurgo –aquél cínico omnipotente–, con el único fin de que, al encontrar el placer de lo eterno, la propia serpiente se envenene a sí misma y muera. ¡Pero morirá eterna! Dirán sus espléndidos defensores.
Yo, por mi parte, ni acusador ni abogado, sostengo que no morirá. Y que aunque sus dientes lograran introducir el veneno en su cola, la inmortalidad ya habrá surtido efecto. Porque lo indestructible y lo indiferenciado tienen lugar gracias al placer de alcanzarse uno mismo.
¡Benditas sean las colas de serpiente, porque de ellas es el reino de lo infinito!
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Leemos la sorpresa o la fascinación de Cortázar describiendo el mecanismo inconcebible en términos no científicos a través del cual el cuarteto de Bartok sufre sucesivas metamorfosis (o cambios de estado, como el agua) para llegar al vinilo, al diamante, al audífono. Nos sonreímos como si estuviésemos ante una anécdota infantil (mirá lo que le sorprendía al tipo que no llegó a ver ni siquiera el cd), como si no fuese más mágico el surco mecánico del vinilo que el clúster digital o las memorias blandas.
Incluso, nos simpatiza imaginar al escritor que no sabía decir la erre enredado en los cables de sus auriculares conectados directamente al combinado (en realidad llegó a ver los walkman y los cassettes). Pero el silencio del mp3 sigue siendo tan fosforescente como el del primer audífono. La burbuja afecta a más gente y más gente asiste a convenciones de burbujas que hablan con señas entre sí, que gritan porque no se oyen, que se miran y no miran, cada uno en su esfera confortable de microcanciones y alaridos a medida de cada caracol, yunque y martillo.
Así y todo, los gestos de ella mientras oye son los gestos de ella y mi fascinación es la misma. Muéculas apenas, inconcebibles en términos científicos.
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Supongamos que miramos el camino no como una recta sino como una curva que tiende casi imperceptiblemente hacia la izquierda, y que nuestro horizonte tampoco es horizontal sino levemente oblicuo. (Hablamos de una distorsión amigable, la ilusión de un narcótico que trasmueva los pilares del equilibrio)
Ahora bien, si la pendiente transversal de nuestro horizonte fuese directamente proporcional a la curva que traza nuestro paso, estaríamos andando alternativamente y sin saberlo en el derecho y el revés del mundo tal como lo hacen las hormigas de Moebius.
Si, llegado el caso, de esa peatonal se escribiese una bitácora, sería precisamente esta.
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Aventuro una metáfora de la que más de uno ha hecho abuso. A saber, la mirada oblicua. Más allá de que el acto de la escritura (físicamente hablando, la dirección del bolígrafo es diagonal) implica transversalidad con respecto al papel, la literatura en sí supone esta dirección. Así, oblicua es tanto la mirada del escritor como la del lector con respecto al texto. El sentido es quien atraviesa al sesgo las cosas como los libros. Y es esa proyección de la mirada lo que ya no puedo dejar de ver en todo hecho literario.
Será que yo mismo quedé atravesado. 
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Nin / La mujer en las dunas

El relato también se sostiene en la falta. En esta pieza de sus Pajaritos, el insomne tiene dos experiencias extraordinarias durante su incorregible excitación. Por un lado, es testigo del goce ajeno (la nariz contra el vidrio); y por el otro, conoce la deliciosa aparición de esta mujer casi surgida de su ferviente imaginario. Es con ella con quien el relato se convierte en la fuerza opositora necesaria para la satisfacción sexual o literaria. Es la otra. Que a su vez narra una nueva historia en la que vida y muerte copulan.

Publicado en La Comunidad Inconfesable Nº 17 (Enlace)

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Enfrentadas en la arena, Venus Milo y Venus Botichelli (alegres tocayas desnudas) se miran a los ojos. Botichelli acudida por vientos y ninfas y un ejército de soplones voladores esgrimiendo dulces empalagosos y bombas de comidas griegas que chorrean grasa, aceite y miel. Milo, con sus huestes de poetas falderos modernistas que la apantallan y le prestan algunos los brazos mientras que otros le tocan el culo con total impunidad, a salvo de la cachetada imposible de la Venus (Caesar Vallejus primus). Y el olor a sexo de Milo se hace feromona entre los presentes. En cambio, Botichelli, limpia, emergiendo de la almeja de su madre, no huele. Sus pezones vivos son ahora dos petirrojos iridiscentes. Bucles rojos como lenguas de fuego le azucaran los hombros, las clavículas, y ese tramo de la espalda que el pintor guardó para sí. Venus Milo la envidia y la desea, pero ella sí que tiene omóplatos. Perfecta predilecta espalda marmórea.
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Dumas / Montecristo
Si un hombre fuera un cuerpo y una idea, expuesta su absurda sensibilidad a un mundo igualmente absurdo, y lo es; y si acaso un hombre fuera ese cuerpo y esa idea alumbrado por sueños y proyectos, amores y pasiones, y lo es; entonces ese hombre que había sido Edmundo Dantés habría muerto realmente en su celda del Castillo de If, y fue efectivamente así.
Lo que sobrevivió a Dantés no fue el propio Edmundo sino un ser superior y superado, una idea casi teologal, la idea del equilibrio místico aplicado por una mano superhumana.
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Süskind / El Perfume

Una perfecta apología del monstruo (como mostración, señalación y extracto al mismo tiempo) se construye apelando al deseo intrínseco y visceral que nos habita. La obsesión de Grenouille se nos hace genuina y también la anhelamos. El procedimiento de Süskind es exquisito y simple como un buen perfume, ya que todo en el relato huele porque todo en el mundo huele. Y si todo lo que hay en el mundo es efímero y muere, también los olores. Entonces la ansiedad de este monstruo ya no nos parece pecado si lo que busca infatigablemente es la supervivencia del mundo sensible.
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Davove / Ser polvo
Será que uno quiere ver a veces el cuerpo en el texto. Como si se tratase de una verdadera apoteosis, o a la inversa del credo niceno-constantinopolitano, la carne se hace verbo. El poeta (autor literario por antonomasia) es un demiurgo diminuto, verdugo y redentor, que hace holocausto de sí mismo para pasar a ser letra, soplo, tóner, y así garantizar su eternidad.
Será entonces por eso que uno busca al Santiago Dabove vivo y eterno detrás de sus muertes fraguadas.

Experimento ahora un doble temor: y es que al leer sus textos, creo estar resucitándolo. Y cuanto más leo (aspirando furiosamente el tóner volátil) más vive ese muerto. Yo, vampiro invertido, chupando tinta para darle vida, no se si tengo miedo de no poder saciarme nunca de resurrecciones, o de ser esclavo del oficio al cual me ataron sus letritas poderosas.
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Bioy/La invencion de Morel
Me detengo en la pared que a pesar de que la rompo, una y otra vez vuelve a aparecer. Ese muro verde inquebrantable no es sino el umbral del pasado, la vida y la muerte. Porque nada parece avanzar en esa isla poseida por el tiempo. Nada excepto la vaga idea de un amor a las miradas, a la indiferencia de lo intocable, a ese horizonte en el que siempre está atardeciendo.
Acaso Bioy sabe algo que intuimos, aunque mejor querríamos no saber. El amor siempre está en el ojo del que ama (y solamente ahí). Y si toda invención es un hallazgo, Morel encuentra en mí a ese que ve e intenta “ser en lo que ve”. Quiero ser ese mismo atardecer y esa brisa imperceptible que acaricia tu pelo. Por eso soy doblemente fugitivo: a través de la isla quizás pueda entrever mi propia silueta junto mi perfecta Faustine.