Enfrentadas en la arena, Venus Milo y Venus Botichelli (alegres tocayas desnudas) se miran a los ojos. Botichelli acudida por vientos y ninfas y un ejército de soplones voladores esgrimiendo dulces empalagosos y bombas de comidas griegas que chorrean grasa, aceite y miel. Milo, con sus huestes de poetas falderos modernistas que la apantallan y le prestan algunos los brazos mientras que otros le tocan el culo con total impunidad, a salvo de la cachetada imposible de la Venus (Caesar Vallejus primus). Y el olor a sexo de Milo se hace feromona entre los presentes. En cambio, Botichelli, limpia, emergiendo de la almeja de su madre, no huele. Sus pezones vivos son ahora dos petirrojos iridiscentes. Bucles rojos como lenguas de fuego le azucaran los hombros, las clavículas, y ese tramo de la espalda que el pintor guardó para sí. Venus Milo la envidia y la desea, pero ella sí que tiene omóplatos. Perfecta predilecta espalda marmórea.
Y mientras tanto, detrás de un ojo de los presentes, no lejos de un galgo que ladra sin parar, una neurona se agita y se pregunta por qué venéreo y afrodisíaco no son sinónimos. Y Venus Milo se sonroja porque acaba de recordar que una vez le dijeron que fue esculpida con el ombligo hacia fuera y que un cincel censor se lo había amputado, privándola de su cordón umbilical. Dónde habría caído aquel trocito de mármol enrulado que un día le fue desbastado. Quizás la mano que golpeó el cincel la haya guardado en ese lugar que desde entonces sería conocido como l’umbilico del mondo.
La horda de poetas falderos se detiene súbitamente y congela a la sola señal de un movimiento en el hombro de Milo, que sacude los muñones como alitas recortadas. Y al mismo tiempo los ejércitos dulcíferos de Botichelli, ante la señal de sus glúteos, armas al hombro. Los ojos de las alegres tocayas se encontraron en el escenario. Y la escena es una tormenta de versos proferidos a viva voz. Botichelli se desata y alcanza con un pie el pie de Milo, susurrando pan y queso. Venus caudalosa se estremece. Los labios oleosos tiñen el mármol frío y el público muere de un síncope.
Todos los galgos aullan hasta quedar sordos.

1 comentarios:

Cristian Franco dijo...

leer este texto es tener por un ratito una lengua que se va deslizando por el cuerpo de las venus...

una delicia realmente...

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