Su mano temblorosa apaga el cigarrillo en el cenicero desbordado. La botella y una de las copas acababan de caerse y reventar en mil astillas de vidrio. Todavía resuenan en las cuatro pobres paredes de la habitación los ecos astillados por millones. Pero ella, ni una palabra: sus ojos se pierden en las vueltas del humo azul que brota de la colilla, vuelta a encender por la brisa, como una antorcha que la turba abandonó antes de la madrugada.
Parece mentira que el silencio ahora lo inunde todo tan voluptuosamente, cuando hace instantes nomás, el griterío incesante del instinto en las arterias lo colmaba todo. Una multitud de voces y gemidos revolucionarios habían sido mundo hace un segundo y ahora ya no eran ni los ecos de los vidrios de la copa rota. Ella seca una lágrima salada, prende otro cigarrillo y empina su copa exhausta ya hace tiempo. Sus manos abrazan el vidrio cálido y sus piernas se cruzan, se enciman y se vuelven a cruzar, indecisas.
Ahora dejó la copa en la mesa y va a cerrar, botón a botón, su blanca y finísima blusa. No hubo pintor que se haya animado jamás a dibujarla con su blusa abrochada, tanta es la potencia de sus pechos, que ante la sola idea de cubrirlos (aunque más no sea con esa fina blusa de lino) cualquier artista enloquecería, se arrancaría todo el pelo del cuerpo para precipitarse al vacío. Así y todo, ella cubrió sus pechos, botón por botón.
Él, por su parte, tiritando de frío, desnudo y flaco, apenas puede protegerse los hombros y un poco de la espalda con el manto rojo y harapiento, bandera desdichada. Sentado en el suelo, abraza sus propias rodillas heladas, inmóviles. Lee una y otra vez el falso mapa, repasa el recorrido, revisa su memoria con algo de vergüenza infantil. Suda y se pregunta porqué inútilmente. Sabe que es tarde, y no se atreve a mirarla. Sus ojos parecen querer, pero su corazón se lo impide. El corazón lee una y otra vez el falso mapa.
Hay un reloj de pie, aún en pie, a unos pasos. El péndulo va y vuelve sobre sus propios pasos. La brisa abrió la puertita de vidrio que lo cubre y el humo del tabaco se acerca y baila al ritmo. Ella mira el reloj. Sigue con los ojos el vaivén, de extremo a extremo, y cada extremo está inmóvil, estático por una fracción de segundo, para volver luego a acelerarse buscando la otra cima. Muy adentro, en su más profundo anhelo, ella desea que aquél péndulo se detenga, que un silencio quieto inunde la habitación y hasta el humo se solidifique.
Los pies de él sangran. Uno de los vidrios lo ha herido. Tal vez sufra su orgullo y sangre también. Hierve el sudor en su frente helada. La quiere: trata de mirarla pero no puede. O no quiere. Apenas unos segundos atrás, habían estado a punto de entreverarse en un arrebato de pasión, y ahora no podía ni mirarla. Ay, el paso atrás. Adónde fueron las voces de la rebelión. Adónde, y hasta cuándo.
La habitación se hace cada vez más fría. Las rejas de la ventana abierta de par en par parecen estalactitas de una caverna ártica. La puerta, entrecerrada, deja pasar una brisa enana que sopla por debajo de la mesa, roza y enfría los vidrios rotos, enfría la sangre de él, quien desde el suelo mira sólo el suelo. Arriba de su cabeza despeinada, el humo azul forma un velo que divide la habitación en dos estratos verticales, dos realidades apiladas.
Ella ha quedado en el piso superior. Mira por sobre el velo de su propio humo. Él ya ni intentará mirarla, aunque ya no pueda verla más.
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