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por Cristian Franco


Para arrancar hay que elegir. Y elegir es descartar. Esquivemos una primera tentación, un camino que conocemos: lo fantástico. Claro que en los cuentos de Bengalas (Paisanita Editora, 2014) lo fantástico aromatiza y eriza muchas de sus páginas. Pero hay otro rumbo. Podemos arriesgar otro posible hilo conductor en Bengalas, rastrear un componente ínfimo, casi trivial, que le da una coherencia —velada, evasiva, fantasmal coherencia— a este libro: el secreto. Eso: el secreto, los secretos. Porque para crear ficciones que se mueven entre la ternura y la desesperación, Enrique Decarli explota y explora con destreza las sugestivas posibilidades narrativas que ofrecen las formas del secreto.


Un secreto se guarda. Se comparte o se revela. Se descubre, se intuye. En “Los Despojados”, un abogado descubre de casualidad, en una estación de subte, un secreto oculto a la vista de todo el mundo. Más: lo que encuentra es una insospechada sociedad secreta de mujeres y hombres que inventaron una manera extraña de ser dueños de la noche. Amos y servidores al unísono, para conservar su secreto, su privilegio, su reino, pagan, sí, esos hombres y esas mujeres que son más y menos que mujeres y hombres, pagan, tal vez, un precio demasiado alto.


Están ahí, flotando desde siempre entre los dos, presentes pero invisibles, signos equívocos, pequeñas señales, pedacitos de un rompecabezas que le permiten al narrador de “Algo más que instantes o tropiezos” casi rozar el secreto de su amigo Rafa. Persona rara, desajustada, que “no aprendió a vivir”, que “no se amolda”, el Rafa es uno de esos tipos que simplemente no encajan en el mundo: un extranjero varado en un terreno baldío colonizado por cañas y  hormigas. ¿A dónde va el Rafa? ¿De dónde viene? Acaso el suyo es uno de esos secretos que ni siquiera la amistad pueda desenterrar.


Guardar un secreto durante años. Hacer de ese secreto el centro de una vida. Un resplandor inconfesable. En “Vía Láctea” el hijo de un viajante de comercio hace memoria y revive ese viaje en el que estuvo muy cerca de entender quién era realmente su padre. Recordando los hechos que se sucedieron en una parada imprevista —pueblito miserable, habitación en casa de familia— de a poco el narrador va a ir atando todos esos cabos que le fueron quedando sueltos en otros viajes, otros pueblos, otros hotelitos. Como siempre —grata costumbre— Decarli maneja la elipsis y las medias palabras para envolvernos en un relato donde, entre la bruma de la ternura y la inexperiencia, un adolescente empieza a completar el dibujo de esa máscara inaccesible y áspera que solemos llamar Padre.


Contado en primera persona (como la casi totalidad de los cuentos de Bengalas), el secreto de “Reencuentro” es la efectividad de su retorcida sencillez. La trama es bien simple: recién llegado después de un año en España, Rolfi arregla para encontrarse con su amigo Maxi a tomar unas cervezas. Rearma las calles que le había borroneado la ausencia, llega al bar de siempre —Paraguay y Scalabrini Ortiz— y se encuentra con Maxi. Pero con un Maxi distinto. Otro Maxi. Rolfi se divierte buscando coincidencias entre este Maxi extraño (tenue, tosco impostor) y su amigo (el verdadero y querido Maxi), pero por debajo del socarrón relato de Rolfi, entre sus palabras, un murmullo, un tenue extrañamiento va a crecer como un veneno. Y en el desenlace, como una garra, va a aparecer una desesperación aterradora.


La maravilla de los cuentos de Enrique Decarli proviene de su intensa mesura: sabe dosificar la narración y hacerla fluir, envuelve o hipnotiza, seduce o espanta, pero siempre tiene muy claro cuál es el centro en que se concentra la devastación. En dos, tres páginas explora los efectos del secreto, de ese mecanismo invisible, ese engranaje mudo que sostiene —siempre al borde de la disolución o la niebla— una trama hecha de silencio.
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En El recurso humano, Nikolás Mavrakis explora las posibilidades paranoicas de una actualidad donde el único lenguaje que construye realidad está hecho de spam y firewalls.




Si el ‘fervor previo’ es la condición de lectura de los clásicos, tal vez para leer a nuestro contemporáneos necesitemos su negativo ponzoñoso: la ‘mala leche previa’. Pero a diferencia del fervor (que se resiste a ser refutado, que es autosuficiente, maniqueo, que como mucho cristaliza en resignación), la mala leche puede ser desactivada o transmutada o por lo menos diluida. Cuando semejante cosa sucede, es una muy linda experiencia.
El recurso humano (Milena Caserola, 2014), es una buena novela para poner a prueba esa mala leche. Su posición[1], su forma, su tema, todo se confabula para instigar una lectura masticadora. Pero primero lo primero: ¿de qué va? Veamos: un programador experto en construir algoritmos para predecir patrones de consumo; una novia abogada con la que convive y no se lleva del todo bien; una chica que trabaja para poderosas empresas multinacionales y que para reclutarlo apela a una combinación de sexo anal y oscuras propuestas profesionales. Poco a poco, el programador se va a enmarañar en una red de infidelidad, intereses millonarios y programación freelance. Y como aderezo, una buena cantidad de cavilaciones sociológicas donde Nicolás Mavrakis hace hormiguear con destreza el léxico ad hoc que define el tono[2] de la novela: algoritmo, protocolo, sistema, spam, servidor, puerto, variable, código fuente, etc.
El riesgo de linealidad narrativa es superado con un ingenioso mecanismo, que se explica en la apertura: “Despedazar un diario. Reconstruirlo en orden inverso”. La novela es el diario íntimo del programador moviéndose sucesivamente en dos direcciones: la flecha del tiempo avanza por un lado y retrocede por el otro; derivar y orientarse sobre esas ondulaciones temporales hasta el punto en que las flechas colapsen es la principal aventura que nos ofrece la novela. El lector deberá estar atento al detalle, dejarse guiar por las migas esparcidas —con prolijidad, con sorna— en el bosque embrollado.
Pero vayamos más allá del argumento y la estructura.
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A pocos días del comienzo de las funciones de El viento en un violín en el Paseo la Plaza, nos metemos en el universo de ese animal de teatro llamado Claudio Tolcachir para conocer lo que que pasa por el cuerpo de uno de los directores y dramaturgos más importantes del teatro independiente argentino.





Casi nunca pasa nada y estamos acostumbrados a eso. La vida humana consiste en una serie de acontecimientos ínfimos, inocuos, repetitivos, intrascendentes. Pero a veces (muy pocas veces) se produce una pequeña alteración en la serie de lo banal. Un pequeñísimo desvío. La bifurcación imperceptible que abre otra dimensión en la realidad. El error en la Matrix. Lamentablemente, esos instantes solo podemos descubrirlos mucho después, en retrospectiva, con el diario del lunes en la mano. ¿Qué hubiéramos pensado en el 2001 de ese desquiciado que había abierto en su PH de Boedo un espacio teatral con un nombre estratégicamente pensado para que nadie le tocara el timbre al vecino? La necesidad artística y vital básica de un grupo de actores (tener un espacio para poder ensayar y mostrar lo que hacían) conduce a una decisión pequeña, inocente y hermosamente delirante: ¿cómo adivinar que ese gesto imperceptible era una alteración en la serie de lo banal? ¿Cómo darse cuenta de que ahí se estaba gestando una nueva dimensión para el teatro argentino?
Hoy, más de una década y media después de ese comienzo, Claudio Tolcachir y Timbre 4 son referentes imprescindibles a la hora de hablar del teatro independiente argentino. Uno podría preguntarse cómo se llega a eso. Y la respuesta es muy simple y consiste en reunir cuatro ingredientes fundamentales: compañerismo, pasión, trabajo, calidad. Sí, hoy tenemos el diario del lunes bajo el brazo y sabemos: el teatro argentino no sería lo mismo sin Claudio Tolcachir. Y también sabemos que 2014 fue su año: La omisión de la familia Coleman esa flor que germinó en una tierra abonada con esos cuatro componentes explosivos y perfumó teatros alrededor del mundocumplió diez años y se despidió aterrizando y conquistando a sala llena el circuito comercial de la calle Corrientes. También estrenó Emilia, una obra perturbadora, delicada, llena de silencios y venenos. Y también llegó con Tercer cuerpo al Magarita Xirgu... y también y también y también... ¿Cómo seguirle la huella a esa máquina teatral imparable?
Para poner un pie en el 2015 sin olvidarnos de lo que dejó el 2014 teatral, para enterarnos de lo que piensa y siente ese animal de teatro llamado Claudio Tolcachir, les (y nos) regalamos esta entrevista.

La omisión de la familia Coleman
Ningún referente se siente nunca referente… pero, mal que te pese, sos actualmente uno de los referentes más importantes de eso que se suele llamar escena teatral independiente. ¿Sos consciente de tu influencia en esa escena? ¿Cuál pensás que ha sido tu aporte más importante al teatro independiente?
La consciencia la recibo cuando el público, alumnos, compañeros me dan sus devoluciones de la forma más sincera posible. No sé qué lugar tengo o en qué lugar me ubican, solo sé que el teatro es mi pasión y que a través de él aprendí a disfrutar con mis amigos de este camino. Es realmente emocionante saber que algo que uno escribe pueda ser parte de tanta gente y que apoyen la obra, que esperen a los actores a la salida para felicitarlos y contarles sus historias a partir de un disparador que encontraron en la obra. No puedo decir cuál es mi aporte, solo decir que si hay alguien que se moviliza por un hecho artístico, ya es un gran logro.

El viento en un violín
En un hipotético árbol genealógico artístico, ¿cuáles serían tus raíces fundamentales? ¿De qué ramas te fuiste colgando para alcanzar tu lugar en el árbol? ¿Cuáles son las frutas que fueron naciendo en ese camino?
Mis raíces artísticas, mis amigos, mi familia. Con mis amigos comenzamos este camino, y no paramos. Mis ramas son ellos, somos nuestro sostén. La mejor fruta es el vínculo, la construcción que juntos fuimos armando. Más de diez años ininterrumpidos de trabajo y convivencia. Diez años de vivir en estado de agradecimiento y felicidad. Coleman es mucho más de lo hubiéramos podido imaginar en cuanto a resultados. Yo nunca quise tener un teatro. Ni una escuela. Ni nada en particular. Como la mayoría creo, yo siempre quise poder trabajar de mi vocación, sentir algún reconocimiento por mi trabajo y sobre todas las cosas pasarla bien. Lo mejor que me paso fue encontrarme con mi grupo. Ellos son todo para mí. Y todo lo que vino fue resultado de esa alquimia. Pero sin ellos nada de esto tendría sentido ni sobreviviría.

Tercer cuerpo
A partir de la experiencia de haber hecho crecer un espacio como Timbre 4 bien desde abajo, ¿cuál dirías que es el ingrediente fundamental para construir un espacio cultural independiente?
Jamás diría qué hay que hacer y qué no, pero siempre destacaría la pasión. Siempre hay que seguir trabajado arduamente para mantener viva la llama de la pasión por lo que uno elige hacer. Sea la disciplina o área que sea. Si es lo que uno siente, hay que luchar para hacerlo y conseguir desarrollarlo. Con obstáculos, como todo, pero siempre con pasión. Ese es el ingrediente que no puede faltar. El resto es condimento.

De todos los lugares inciertos e inestables en los que te movés (sos dramaturgo, director, actor, docente) ¿cuál sentís como más riesgoso y por qué?, ¿cuál te provoca con más intensidad ese miedo creativo que termina convirtiéndose en orgasmo artístico?
El que más amo, y el que más riesgo siento que tiene es el de la pedagogía. Los alumnos son los que te guían en la enseñanza no solo a nivel profesional, sino en la vida. Ellos son los maestros del maestro. Cuando veo a mis compañeros crecer y desarrollarse entiendo que tiene sentido.  Absolutamente tiene sentido hacer lo que hacemos y lo que hicimos. También reconozco que me encanta esta mescolanza de lugares (dirigir, actuar, escribir, dar clases). Si no me aburro.

Emilia
Aunque la etiqueta “Claudio Tolcachir” refiere a un individuo, podríamos decir que ese “nombre con renombre” es el producto de una larga construcción colectiva a la que siempre pusiste como condición fundamental para tu teatro: ¿cómo fue cambiando tu forma de laburo a través del tiempo para ir enfrentando siempre de manera colectiva los distintos desafíos, las distintas etapas?

Justamente para mí el tema está en no cambiar. La esencia de lo colectivo, del trabajo en cooperativa es lo que mantenemos como premisa en nuestras producciones. Este año dimos el salto al circuito comercial, pero con la misma lógica que nos acompaña hace 10 años. El trabajo en cooperativa, con producción independiente en circuito comercial y encima de autor argentino. La modalidad nunca cambió, y espero que nunca tenga que cambiar, porque es así como funcionamos y cómo queremos que esto siga adelante.

Mirando hacia atrás y haciendo un balance desde los inicios de Timbre 4 y “La omisión…” hasta llegar a la actualidad, ¿podés percibir que existe un núcleo en tu poética y en tu política, una esencia que permanece debajo de las mutaciones?
No hay chance de que no encare un nuevo desafío aterrado y con mucha ansiedad. La esencia para mí es estar acompañado de un grupo de trabajo humano, con sensibilidades, inquietudes, que entrega su pasión y se embarca de la misma manera que uno en un nuevo proyecto. Eso ya te brinda la seguridad para ir para adelante y salir a pelearla para que todo vaya de la mejor manera posible. Yo no podría hacer esto sin los compañeros que encontré en mi vida, ellos son mi sostén y nos enfrentamos juntos a cada nuevo desafío. El desafío se encara en grupo, solo no se puede hacer nada. Acá es donde me gusta llegar en cada nuevo proyecto, en mantener el grupo de trabajo de la forma más humana que exista, y eso se trabaja día a día. Lo que nunca termina es nuestro deseo de seguir juntos. Es nuestro mayor placer. Ojalá siga la pasión y el público siga acompañándonos de la manera en que lo hace. Es maravilloso y se agradece.

Última: ¿Qué es el teatro para vos?
Todo. Lo es todo, no me imagino una vida sin teatro. El teatro es lo más divertido de todas las cosas que he conocido. Apasionante, mágico, inabarcable. Y fue mi salvación para conectarme con el mundo. Por el momento no pienso cambiar de rumbo. El teatro atraviesa mi vida. Es una pasión y lucho por y con ella cada día de mi vida.
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La fiera, de Mariano Tenconi Blanco, abre la discusión sobre el teatro y su utilización como herramienta política y de denuncia, con una magnífica Iride Mockert encarnando a una mujer-tigre que encarna la sed de justicia de las mujeres víctimas de la violencia de género.

por Cristian Franco


La unánime mélange/ El texto de Mariano Tenconi Blanco tiene una gran potencia, oscilando sutilmente entre la crudeza de los hechos y el humor negro, el distanciamiento cínico de la narradora / Por eso esta obra es tan valiosa como creativa: trata sobre la realidad, hace aserciones sobre la violencia de género y entrega a su público una puerta abierta de par en par hacia la catarsis a la vez que llama la atención sobre lo que ocurre con nuestra sociedad / Desde el relato hasta la actuación están inyectados de sangre y de pasión, sacando a la luz una realidad a la que no podemos hacerle la vista gorda / Abordaron la trata de mujeres y la violencia de género desde un ángulo tan original como poco frecuentado […] al servicio de un teatro que se plantea como político, lejos de la denuncia y también del cinismo / La trata de personas se aborda desde un punto de vista original y nada solemne, con una estética de comic, y eso a esta altura se celebra y agradece / Conmueve hasta las lágrimas, hace reír y por sobre todo reflexionar acerca de temas sociales y políticos que tocan bien de cerca / La fiera es una obra conmovedora y política. Porque se permite jugar con temas de peso y lo hace de un modo arriesgado.
Listo. Creo que se entendió.

Un breve comentario sobre la  unánime mélange/ La unanimidad celebratoria puede ser muy dulce. Un aplauso sostenido que se vuelve melodía sedante, bálsamo, madriguera cálida y mullida. Una droga suculenta y en apariencia inofensiva. Por eso, mucho cuidado. Porque cuando todos coinciden, cuando todos asienten y festejan, el artista tiene que ponerse en guardia. Tal vez mirar hacia atrás. Tal vez olfatear con algo de aprensión. Preguntarse, tal vez, si no hay una falla, algo que no está funcionando del todo bien… Y si hablamos de un artista que hace arte político, peor. Muchísimo peor.

Los viejos amigos/ La fiera es una obra que incita a la reflexión y a la controversia. Para eso hay que correrse un poco del consenso crítico que viene cosechando y mirarla desde otro lado. Interrogarla. Pelearla. Cuestionar la forma en que reflota y actualiza algunos problemitas de convivencia que arrastran desde hace rato esos dos viejos amigos: el arte y la política. Porque hay en eso algo festejable: Mariano Tenconi Blanco no se suma al cinismo obligatorio o la liviandad irresponsable que parece ser el alimento predilecto del arte contemporáneo. Pero al presentarse como teatro político, La fiera se pone en un lugar problemático, espinoso. Aceptar que cumple con su cometido político al comprometerse y denunciar la violencia de género, la trata de personas, es simplificar demasiado las lecturas que una obra de teatro político exige.
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Con Cinthia interminable, Juan Coulasso y Jazmín Titiunik consiguieron darle una vuelta de rosca a la representación del tópico de la "familia disfuncional" a través de una puesta en escena que perturba con su belleza y perfección

Por Cristian Franco

Dante nos enseñó que la belleza es la única forma de acercarse a los bordes del infierno. Algunos siglos más tarde, cuando tocó con su letra la historia de Erzébet Báthory, Pizarnik escribió que No es fácil mostrar esta suerte de belleza. Para la poesía el infierno es un material invaluable. Trabajar las tinieblas hasta hacerlas resplandecer es el gran desafío.
Cinthia interminable se inscribe en esa tradición: para construir su belleza recurre a ese infierno elemental que nos es tan conocido: la intimidad de una familia y sus ceremonias sombrías.
Ok. Es cierto, sí: la historieta de la “familia disfuncional”  es ya un transitadísimo lugar común. No sabemos si la culpa es de Sófocles, de Shakespeare, de Freud o de Tolcachir, pero el teatro insiste una y otra vez con esa pesadilla.
¿Entonces? Entonces: ahí está el acierto del colectivo teatral que creó esa máquina siniestra y maravillosa que es Cinthia interminable: supieron apropiarse de ese material trillado y hacerlo de nuevo perturbador; jugaron con un tópico desgastado y le devolvieron su aridez, una temperatura glacial que arde al mínimo contacto con la piel. Quiero decir: encontraron esa cosita fundamental que en el arte contemporáneo (triste, tal vez irreversible situación) suele estar tan ausente: UNA FORMA.
¿Solamente eso? Juro que no es poco. Juro que es su forma —impecable, delicada, obsesiva, siniestra— lo que vuelve a Cinthia interminable una experiencia tremendamente conmovedora. Es tan perfecto que asusta. Saco de contexto ese verso del cancionero popular porque define muy bien lo que le pudo pasar a un espectador cualquiera en una función de Cinthia…

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 En su primer libro, Mauricio Koch nos ofrece cuentos donde el humor, la desesperación, el absurdo y la ternura se entretejen en pequeñas ficciones que exploran todas las posibilidades de un género cada vez más vigente.

Por Cristian Franco



Escribir un cuento es, tal vez, uno de los peores masoquismos a los que un escritor puede someterse. ¿Razones? Varias: es un género con una tradición plagada de maestros y de obras que se acercan tenebrosamente a la perfección; es un género donde uno está obligado a agarrar al lector del cogote desde el mismísimo principio y arrastrarlo así hasta el final: una mínima distracción, un trastabillar que afloje la tensión y caput, fuiste; como todo género breve, en un cuento cada palabra que se usa adquiere un peso de entre diez y quince toneladas, además de erizarse como un cardo electrificado; y encima, es un género al que no hay justificación pseudoestética que lo salve: si no funciona, si cuando el lector llega al final no se desbarranca en una revelación que sea como un balazo en el medio del pecho, entonces no hay consideración sociológica, psicológica, filosófica o biográfica que valga: un mal cuento es, sencillamente, una repugnante pérdida de tiempo. Knock-out o nada… eso diría Cortázar, uno de nuestros maestros del género (mal que le pese a esa avispadísima intelligentzia posmoderna que zumba y pulula y se reproduce en las facultades de Letras).
Bueno, entonces a lo nuestro: El lugar de las despedidas, de Mauricio Koch (La Parte Maldita, 2014). 17 cuentos. No es un mal número para un primer libro. Sucumbe, eso sí, a una tentación venenosa:  juntar en su interior cuentos que coquetean (a veces exitosamente) con registros muy diferentes entre sí. ¿Un riesgo admitido y enfrentado? Tal vez. En todo caso, la decisión ofrece una ventaja nada desdeñable: el fulgor vacilante de los buenos cuentos (“Cenizas”, “El tío Difícil”, “Herna o el amor como urticaria”) resalta mucho más al contrastar con la correcta palidez del fondo.
El amor, la muerte, la infancia, la soledad, el fracaso, la decepción. Estos son los temas que sobrevuelan sobre los cuentos de Mauricio Koch. Y para tocarlos, para al menos rozarlos con las yemas, Koch elige casi siempre el humor. Otra decisión complicada: cuando el humor funciona, es un gran aliado del narrador; cuando no, la inocuidad y la inexistencia corroen cualquier buena intención… Y de buenas intenciones está empedrado, más que ningún otro, el camino al infierno de la literatura.
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Apostando a un teatro que hace uso del lenguaje del circo y del humor en todas sus formas, Manuel Oscar Gaspar actualiza Mísero Bufo, la obra de Luis Alberto Saez, para construir una puesta en escena perturbadora y fascinante.

por Cristian Franco



Sabemos que el apotegma de Theodor Adorno sobre Auschwitz y la poesía se extiende y abarca, como una infección, todo el arte, toda la cultura: ¿cómo, desde qué lugar, con qué herramientas, para qué emprender la creación artística después de la barbarie en toda su pureza, de la fetidez de los centros clandestinos de detención, de la apropiación sistemática de bebés, de la soberanía absoluta de la tortura, de los miles de desaparecidos? La sentencia de Adorno no es, claro, una exhortación, ni una sugerencia, ni una orden, mucho menos una cínica verificación nihilista. Es, sencillamente, un desafío con el que nos abofetea la cara: Escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie. No importa que hoy —sobredosis de posmodernismo líquido mediante— parezca anacrónico: tomar el guante, hacerse cargo de esa provocación —acá, en la Argentina, en este resplandeciente culo del mundo— es todavía necesario, aunque sea casi condenarse al fracaso (pero cuál es el arte que no nace del fracaso, del naufragio, de las ruinas).
No sé si el desafío de Adorno habrá pasado por la mente de Manual Oscar Gaspar al momento de elegir hacer una nueva puesta de Mísero Bufo. Tal vez. Quién sabe. Pero lo haya buscado o no, encarar la puesta en escena de la farsa de Luis Alberto Saez significa, por lo menos, enfrentarse a una obra que intenta desmarcarse de una mirada simplista y tranquilizadora sobre la última dictadura argentina. Áspera, espinosa, intratable, Mísero Bufo, antes que un rictus apologético o algún enfático gesto de solemnidad somnoliente, se arma —para desarmarnos, para provocarnos— de una carcajada ácida, violenta y delirante.
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Emilia, la última creación de Claudio Tolcachir, con actuaciones impecables y perturbadoras de Elena Boggan y Calos Portaluppi, nos enfrenta a los efectos del olvido y la incomunicación en las entrañas de una familia resquebrajada.

por Cristian Franco



No es fácil digerir Emilia. Una lectura perezosa vería en esta obra un relato sobre la violencia familiar; tal vez sobre la violencia de género, sobre el patriarcado; también, por qué no, sobre la injusticia del olvido. Pero lo cierto es que hay mucho más que eso. Tanto, que desmontarla por completo, descifrar su centro secreto, me parece imposible. A pesar de su sencillez aparente, en esta nueva obra de Claudio Tolcachir cada vez que creemos haber hecho pie en tierra firme, atrapado algún sentido, se abre una trampa, un desvío que nos devuelve a la incertidumbre.
Autobiografía y confesión, el relato que nos hace Emilia de su encuentro con un padre de familia que una vez fue un niño que ella crió, está plagado de silencios, de medias palabras, de opacidades. Lo que vemos en escena es el despliegue de su memoria, sus retazos, estamos dentro de su cabeza: ella recuerda para nosotros —está en la cárcel: algo pasó, algo hizo— nos relata ese encuentro, su entrada en la intimidad de una familia feliz; papá, mamá, el nene, recién mudados, la reciben en la casa nueva, donde apenas empiezan a acomodar sus cosas.
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En El otro Gustavo Friedenberg vuelve a utilizar la potencia de la danza para poner en escena las contradicciones sobre las que construimos nuestra identidad.

Por Cristian Franco




No es verdad que bailar es hacer hablar al cuerpo. Aunque no baile, el cuerpo habla: está siempre lleno de palabras, transfigurado por las palabras. Es el producto de un lenguaje que lo atraviesa, lo ata, lo moldea, y es él mismo un lenguaje enmudecido, oculto, invisibilizado por las palabras. Entonces, la danza: recuperar la voz perdida del cuerpo, desvestirlo de palabras ajenas, hacerlo desplegar su propio idioma, intraducible, infalible. La danza es, así, también, una forma extrema de la utopía: escarba para reencontrarse con las palabras silvestres del cuerpo. Y ahí, en eso, fatal, encendido como una brasa de hierro, está lo atroz. Es decir, quiero decir: la belleza.

Presenciar El Otro —digo “presenciar” y no “asistir”, porque para ser parte de sus sortilegios hay que estar bien presente, con todos los sentidos abiertos y la piel dispuesta—, presenciar El Otro, decía, es experimentar una forma exacerbada del extrañamiento. La puesta en escena de Gustavo Friedenberg nos desafía desplegando, de principio a fin, un lenguaje incisivo y refinado que gira y delira alrededor de una pregunta peligrosa: ¿qué podríamos ser si no tuviéramos el cuerpo clausurado? O mejor: ¿qué seríamos si recuperáramos nuestro cuerpo silvestre?

Para responder, para perturbar, un escenario completamente vacío se transfigura por la sola potencia de los cuerpos. Decisión hermosa de Friedenberg: hacer que la escenografía se construya en el juego mutante de la danza, la música y la luz. Estremeciendo ese vacío, estallándolo, las bailarinas-actrices nos van a llevar desde el génesis hasta el apocalipsis de una resplandeciente raza de ninfas: criaturas múltiples que bailan una lengua todavía incontaminada, todavía ardiente de posibilidades. Modeladas por el movimiento de las olas, curtidas en la oscuridad ansiosa de la selva, pertenecen a un tiempo mítico donde, poco a poco, como un veneno, entrará la historia; o sea, el deseo; o sea, el dolor.

Pero El Otro no es solamente un relato del origen. Porque si la obra nos revela que en el principio era el cuerpo —revelación que es también recuerdo—, al mismo tiempo resquebraja esa otra certeza que nos sostiene: la identidad. Religiosas, sexuales, sociales: las identidades y sus fisuras les llegan a las ninfas con el descubrimiento de su pecado original: la palabra humana. Con sutileza, con energía lujuriosa, las actrices-bailarinas oscilan entre la animalidad y la personificación: las fuerzas primitivas de la metamorfosis se hacen coreografía. Y cuando toman la palabra —cuando la palabra las toma— las ninfas tienen que encarnar las rajaduras y contradicciones de la propia identidad.

Descubren entonces que existe eso llamado “el otro”. La mirada del otro. La palabra del otro. Hacerse “persona”, asimilar los códigos que la cultura les incrusta en el cuerpo y el espíritu, las hace reconocerse en un lenguaje construido para obstruir las potencialidades de su ser animal. Y en esa obturación, “el otro” es una posibilidad de plenitud pero también un enemigo; un fantasma que las define y las acorrala y las seduce y las carcome. Las otredades que Friedenberg despliega son diversas: el otro está ahí afuera pero también en los pliegues más íntimos de mi carne; el otro es ese público y sus prejuicios; el otro es ese cuerpo tan cercano pero tan inaccesible a mi deseo; el otro es dios.

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¡Llegó la música! Alberto Ajaka y el Colectivo Escalada nos invitan a los ensayos desesperados de una pequeña orquesta municipal que sueña con salvarse de la barbarie Argentina.

Por Cristian Franco



Sudamérica. Argentina. Un teatrucho municipal en refacciones. Una orquesta de cámara y una pieza de Shostakóvich. Un solista exitoso y un director desquiciado. Vecinos con la cumbia a todo lo que da y un único objetivo, una última esperanza: viajar a Europa: el origen, la cuna, la fama, los euros. Inmune a los reclamos gremiales o las paredes que se caen a pedazos, en su cielo platónico la música es un dios impotente y tirano; en la tierra, los músicos de carne y hueso que la hacen posible tienen que enfrentarse a su realidad de sudacas alejados miles de años luz de los esplendores europeos. Poniendo este microcosmos en funcionamiento, Alberto Ajaka y el Colectivo Escalada construyen un zoológico frenético donde se concentran y crujen y suenan todas las contradicciones, todos los deseos, todas las voces, todas las hermosas melodías de la carne.

      Como si se tratara de una alegoría psicótica (muy lejos de la fábula aleccionadora o el cuadro costumbrista), ¡Llegó la música! es una máquina que proyecta la imagen cruda de esta sociedad nuestra que supimos conseguir. Haciendo un uso muy cuidado de ciertos estereotipos —el cheto, la sindicalista, el nene de mamá, la revolucionaria, la cuarentona, el reaccionario— nos muestra cómo los cuerpos ponen en acto los discursos sociales con todas sus fisuras y asperezas. Cada ensayo al que asistimos es un estofado picante que nos recuerda que detrás de lo más sublime hay, apenas, una mezcolanza de pobres seres humanos: sus pasiones, sus mezquindades. Debajo de esa combinación precisa de ejecutantes subordinados a las necesidades de la pieza musical, tiembla esa cosa amorfa y maloliente y maravillosa que podríamos llamar “triste argentinidad de clase media”. Porque si la música —fuera del tiempo, a salvo del dolor— es la pura forma, atrás de su inmaterialidad perfecta no hay más que sangre, sudor, billetes y lágrimas.

       Oscilando entre sus deseos individuales y la pertenencia al grupo, hundidos en la barbarie argentina y soñando con la civilización europea, cada uno de los personajes tiene en la estructura de la obra una importancia idéntica. En ¡Llegó la música! no hay un centro, no hay un protagonista, hay solamente un objetivo y la necesidad de lograrlo a cualquier costo. Por eso los músicos de esta pequeña orquesta, patéticos y heroicos, se comportan como si fueran los órganos de un animal esquizoide. Un animal que se desarma y rearma como si sólo existiera cuando la música lo convoca y le da sentido. Un animal que necesita de la energía de cada uno de los personajes para existir, pero no suprime sus individualidades sino que las muta, las exacerba, las subleva.

Vulgar, sutil, ácido, irónico, chabacano, disparatado: la obra usa con una efectividad impecable todos los registros posibles del humor. Así, con un humor ensañado, hurga en las hipocresías, las contradicciones, los fracasos y las ilusiones de estos músicos condenados a luchar con las miserias cotidianas de su existencia periférica en un país periférico. Como invitados a las entrañas calientes de una pequeña orquesta municipal, asistimos a unos ensayos donde la única música que existe es la del puro gesto: cuerpos en trance ejecutando con  furia instrumentos invisibles, una melodía hecha sólo de respiraciones agitadas y el ruido del papel de las partituras. Ensayos donde en realidad lo que más importa es otra música, no la que se toca sino la que está hecha por las voces y los cuerpos que se entrecruzan en un menjunje finamente orquestado, una mescolanza donde los actores alimentan con cada movimiento esa sinfonía que los acerca poco a poco a la enajenación. O sea a la demencia. O sea a la libertad. O sea lo último que les queda.

Elite mínima y minimizada asediada por masas cumbieras; artistas exquisitos laburando en condiciones precarizadas; músicos de la alta cultura sentenciados al menosprecio, al hundimiento, a la locura; con las tensiones que resquebrajan esa pequeña y bárbara sucursal latinoamericana de la civilización europea, llevándolas al límite hasta alcanzar esa forma pura de la utopía que es el delirio extremo, ¡Llegó la música! se construye como un símbolo —ambiguo, deforme, virulento— de ese sangriento campo de batalla que es cualquier cultura cuando se la mira de cerca.

[funciones]
Sábados - 22:30hs 

La Carpintería - Jean Jaures 858
Entrada: $ 90 (estudiantes y jubilados $ 70)
Reservas a través de Alternativa Teatral
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 Por Cristian Franco

Sospecho que si, después de haber leído alguno de los relatos de La luna y la muralla china (La bola editora, 2013), un hipotético lector le dijese a Martín Zariello “Es un cuento de amor, ¿no?”, muy probablemente obtendría de él una cara donde se combinarían —con resignación y en partes iguales— la desesperanza, la decepción y la más negra misantropía. Me atrevo, de todos modos, a ser yo ese hipotético lector y empezar con una definición lapidante, estrecha e inservible: Martín Zariello escribe cuentos de amor.
Cuentos de amor: no sé si semejante subgénero narrativo existe, pero decir que Zariello es uno de sus cultores puede dar una idea un tanto equivocada sobre el libro que nos ocupa. Es decir, habría que hacer algunas precisiones. Porque lo que le interesa a Zariello no es tanto el Amor con mayúscula (en definitiva, una mezquina entelequia irrealizable) sino más bien sus encarnaciones degradadas, sus efímeras maravillas, su estupidez, su impureza y absurdidad. Quiero decir: la materia de sus relatos son esos exquisitos y devastadores efectos que el amor con minúscula obra —como una bacteria hambrienta, metódica, perseverante— sobre nuestros cerebros.
No imaginen, pues, nada edulcorado, ni melancólico, ni sentimentaloide. Lo que da sustancia a estos cuentos es un desencanto cáustico, una lucidez alerta, una pasión minuciosa por la disección de eso que solemos llamar “relaciones humanas”. Algo así como una ironía autoinflingida con la prolijidad (levemente sádica, levemente tierna) de un miniaturista enceguecido. Porque escribir sobre el amor sin humor, sin esa rara forma de la piedad que es la ironía, no puede llevar más que al fracaso absoluto. Y Zariello lo sabe. Por eso leer sus cuentos es como mirar a una mosca tratando de escapar de una campana de cristal: en algún momento —epifanía, revelación, flash— nos vamos a dar cuenta de que somos esa mosca haciendo rebotar su cabecita contra el vidrio.
Zariello construye monólogos frenéticos o rivotrilizados, mails confesionales, entradas de diario íntimo, diálogos ponzoñosos, reflexiones neuróticas, todo con una prosa que elige modularse con la respiración incierta y exacta de lo coloquial, pero sin sucumbir a la chatura ni a la obviedad. Frases cortas y sin vueltas que se van enroscando para componer narradores que son siempre convincentes, patéticos, frágiles, contradictorios, lúcidos. Amante del fragmento, de la pequeña escena cotidiana llena de tensiones y sobreentendidos, todos sus cuentos son una invitación a vislumbrar qué es lo que hierve en silencio detrás de lo que hacen o dicen sus personajes: esa trama íntima que da sentido a cada palabra, a cada acto, y que Zariello tiene la sabiduría de insinuar apenas, dejándola flotar entre líneas como un perfume o una niebla. Porque si un buen cuento siempre es un rompezabezas, la gracia está en darle al lector solamente la mitad de las piezas.
La luna y la muralla china: cuentos que se leen de un tirón, cuentos donde el amor (o como lo quieran llamar) aparece como lo que realmente es: un menjunje incomprensible de malos entendidos, sexo, espejismos, pastillas, desesperación y belleza. Claro que en este libro —diez cuentos, una edición impecable— hay bastante más de lo que este torpe palabrerío deja entrever. Pero para terminar sólo puedo decir que después de leerlo y releerlo no pude sino pensar en Kafka y en ese hachazo que exigía de todo libro: las ficciones de Zariello provocan que al caminar sobre ese mar de hielo que tenemos adentro pisemos con mucho cuidado, esquivando las grietas.