Por Cristian Franco

Sospecho que si, después de haber leído alguno de los relatos de La luna y la muralla china (La bola editora, 2013), un hipotético lector le dijese a Martín Zariello “Es un cuento de amor, ¿no?”, muy probablemente obtendría de él una cara donde se combinarían —con resignación y en partes iguales— la desesperanza, la decepción y la más negra misantropía. Me atrevo, de todos modos, a ser yo ese hipotético lector y empezar con una definición lapidante, estrecha e inservible: Martín Zariello escribe cuentos de amor.
Cuentos de amor: no sé si semejante subgénero narrativo existe, pero decir que Zariello es uno de sus cultores puede dar una idea un tanto equivocada sobre el libro que nos ocupa. Es decir, habría que hacer algunas precisiones. Porque lo que le interesa a Zariello no es tanto el Amor con mayúscula (en definitiva, una mezquina entelequia irrealizable) sino más bien sus encarnaciones degradadas, sus efímeras maravillas, su estupidez, su impureza y absurdidad. Quiero decir: la materia de sus relatos son esos exquisitos y devastadores efectos que el amor con minúscula obra —como una bacteria hambrienta, metódica, perseverante— sobre nuestros cerebros.
No imaginen, pues, nada edulcorado, ni melancólico, ni sentimentaloide. Lo que da sustancia a estos cuentos es un desencanto cáustico, una lucidez alerta, una pasión minuciosa por la disección de eso que solemos llamar “relaciones humanas”. Algo así como una ironía autoinflingida con la prolijidad (levemente sádica, levemente tierna) de un miniaturista enceguecido. Porque escribir sobre el amor sin humor, sin esa rara forma de la piedad que es la ironía, no puede llevar más que al fracaso absoluto. Y Zariello lo sabe. Por eso leer sus cuentos es como mirar a una mosca tratando de escapar de una campana de cristal: en algún momento —epifanía, revelación, flash— nos vamos a dar cuenta de que somos esa mosca haciendo rebotar su cabecita contra el vidrio.
Zariello construye monólogos frenéticos o rivotrilizados, mails confesionales, entradas de diario íntimo, diálogos ponzoñosos, reflexiones neuróticas, todo con una prosa que elige modularse con la respiración incierta y exacta de lo coloquial, pero sin sucumbir a la chatura ni a la obviedad. Frases cortas y sin vueltas que se van enroscando para componer narradores que son siempre convincentes, patéticos, frágiles, contradictorios, lúcidos. Amante del fragmento, de la pequeña escena cotidiana llena de tensiones y sobreentendidos, todos sus cuentos son una invitación a vislumbrar qué es lo que hierve en silencio detrás de lo que hacen o dicen sus personajes: esa trama íntima que da sentido a cada palabra, a cada acto, y que Zariello tiene la sabiduría de insinuar apenas, dejándola flotar entre líneas como un perfume o una niebla. Porque si un buen cuento siempre es un rompezabezas, la gracia está en darle al lector solamente la mitad de las piezas.
La luna y la muralla china: cuentos que se leen de un tirón, cuentos donde el amor (o como lo quieran llamar) aparece como lo que realmente es: un menjunje incomprensible de malos entendidos, sexo, espejismos, pastillas, desesperación y belleza. Claro que en este libro —diez cuentos, una edición impecable— hay bastante más de lo que este torpe palabrerío deja entrever. Pero para terminar sólo puedo decir que después de leerlo y releerlo no pude sino pensar en Kafka y en ese hachazo que exigía de todo libro: las ficciones de Zariello provocan que al caminar sobre ese mar de hielo que tenemos adentro pisemos con mucho cuidado, esquivando las grietas.

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