Emilia, la última creación de Claudio Tolcachir, con actuaciones impecables y perturbadoras de Elena Boggan y Calos Portaluppi, nos enfrenta a los efectos del olvido y la incomunicación en las entrañas de una familia resquebrajada.

por Cristian Franco



No es fácil digerir Emilia. Una lectura perezosa vería en esta obra un relato sobre la violencia familiar; tal vez sobre la violencia de género, sobre el patriarcado; también, por qué no, sobre la injusticia del olvido. Pero lo cierto es que hay mucho más que eso. Tanto, que desmontarla por completo, descifrar su centro secreto, me parece imposible. A pesar de su sencillez aparente, en esta nueva obra de Claudio Tolcachir cada vez que creemos haber hecho pie en tierra firme, atrapado algún sentido, se abre una trampa, un desvío que nos devuelve a la incertidumbre.
Autobiografía y confesión, el relato que nos hace Emilia de su encuentro con un padre de familia que una vez fue un niño que ella crió, está plagado de silencios, de medias palabras, de opacidades. Lo que vemos en escena es el despliegue de su memoria, sus retazos, estamos dentro de su cabeza: ella recuerda para nosotros —está en la cárcel: algo pasó, algo hizo— nos relata ese encuentro, su entrada en la intimidad de una familia feliz; papá, mamá, el nene, recién mudados, la reciben en la casa nueva, donde apenas empiezan a acomodar sus cosas.
Escenas de reencuentro, de alegría, de nostalgia. El padre quiere que su familia conozca a la mujer que lo cuidó y lo amó, su niñera, la persona que le dedicó los mejores años de su vida. Y esa mujer —ya vieja, olvidada, derrotada— está feliz de haberse encontrado con ese hombre que una vez fue para ella lo único importante, orgullosa de poder ver sus logros: la mujer, el hijo, la casa, lo que supo construir. Esto es el comienzo.
Pero, como si se tratara de una demostración de la teoría del iceberg de Hemingway, Emilia se sostiene y respira sobre lo que no se dice; o mejor: sobre los efectos tóxicos de lo que no se dice sobre las palabras que sí se pronuncian. Poco a poco nos damos cuenta de que en esa familia cada palabra, cada gesto, cada silencio está cuidadosamente contaminado: todo lo que se dicen hiede el perfume de una violencia velada en los pliegues de las pequeñeces cotidianas. El cariño, si es que existe todavía, ha perdido para ellos cualquier tipo de pureza. 

A la vez que se deleita en la ternura de rememorar sus días como niñera —recuerdos que se abren dentro del recuerdo, relato dentro del relato— Emilia se enreda, sin advertirlo, en la telaraña áspera de una intimidad familiar que se nos va descubriendo turbia, corroída, irrespirable. Esa inocencia de la niñez que Emilia intenta evocar (y salvar), se enchastra con el doble fondo tenebroso, resquebrajado, que resuena en los diálogos familiares. Y ahí —en lo que dicen y callan— hay otro relato incompleto: para escucharlo tenemos que leer entre líneas, sospechar de cada mínimo gesto, rastrear en las conversaciones los pedacitos malolientes de la violencia elusiva que flota en toda la obra.
Las palabras dicen lo que dicen, y además más, y otra cosa. Si este verso de Pizarnik resume como ninguno la naturaleza hirviente, arisca y resbaladiza de la materia con la que tiene que vérselas el poeta, también nos sirve para definir el trabajo que los actores de Emilia hacen en escena. Precisos, sutiles, nos enmarañan en la vorágine serena sobre la que gira la obra: la pureza de la niñez y su memoria, la putrefacción de la adultez y sus olvidos; la ingratitud y el sacrificio; la culpa y el castigo; el cariño, la violencia, la fragilidad, la humillación. Y si las actuaciones nos arrastran, si nos implican, si nos conmueven, es porque no podemos llegar del todo al fondo de lo que está pasando, a descubrir cuál es la razón que lleva a los personajes —que oscilan constantemente entre lo entrañable y lo siniestro— a hacer lo que hacen; algo se escapa, hay un resto incomprensible, evasivo, que nos da la sensación de estar caminando sobre una delgada capa de hielo.
Por eso hablaba al principio de trampas, de incertidumbre, de la imposibilidad de atrapar un sentido definitivo. Porque después del final, cuando todo parece encajar en una dialéctica tranquilizante de buenos y malos, de víctimas y victimarios, cuando sabemos qué hizo Emilia para estar en la cárcel, es también el momento en el que puede aparecer esa grieta que desestabiliza cualquier lectura lineal, simplificadora. Entonces el hielo se rompe y nos damos cuenta de que donde creímos ver víctimas y victimarios, buenos y malos, inocentes y culpables, Tolcachir nos había mostrado pequeños monstruos, frágiles, incompletos, torpes. Pequeños monstruos atados a una simbiosis asfixiante, incomunicados pero necesitándose, que lo único que buscan, desesperadamente, es cariño y comprensión, una forma de quebrar el hielo de la memoria. Como lo haría cualquiera. Como lo hacemos todos.

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