Apostando a un teatro que hace uso del lenguaje del circo y del humor en todas sus formas, Manuel Oscar Gaspar actualiza Mísero Bufo, la obra de Luis Alberto Saez, para construir una puesta en escena perturbadora y fascinante.

por Cristian Franco



Sabemos que el apotegma de Theodor Adorno sobre Auschwitz y la poesía se extiende y abarca, como una infección, todo el arte, toda la cultura: ¿cómo, desde qué lugar, con qué herramientas, para qué emprender la creación artística después de la barbarie en toda su pureza, de la fetidez de los centros clandestinos de detención, de la apropiación sistemática de bebés, de la soberanía absoluta de la tortura, de los miles de desaparecidos? La sentencia de Adorno no es, claro, una exhortación, ni una sugerencia, ni una orden, mucho menos una cínica verificación nihilista. Es, sencillamente, un desafío con el que nos abofetea la cara: Escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie. No importa que hoy —sobredosis de posmodernismo líquido mediante— parezca anacrónico: tomar el guante, hacerse cargo de esa provocación —acá, en la Argentina, en este resplandeciente culo del mundo— es todavía necesario, aunque sea casi condenarse al fracaso (pero cuál es el arte que no nace del fracaso, del naufragio, de las ruinas).
No sé si el desafío de Adorno habrá pasado por la mente de Manual Oscar Gaspar al momento de elegir hacer una nueva puesta de Mísero Bufo. Tal vez. Quién sabe. Pero lo haya buscado o no, encarar la puesta en escena de la farsa de Luis Alberto Saez significa, por lo menos, enfrentarse a una obra que intenta desmarcarse de una mirada simplista y tranquilizadora sobre la última dictadura argentina. Áspera, espinosa, intratable, Mísero Bufo, antes que un rictus apologético o algún enfático gesto de solemnidad somnoliente, se arma —para desarmarnos, para provocarnos— de una carcajada ácida, violenta y delirante.

Al derruido palacio de un tirano depuesto y exiliado llega un joven periodista. Parecería que quiere entrevistar al anciano: recoger el testimonio cuasi-póstumo de aquel que gobernó con mano de hierro algún ignoto país sudamericano. Ahí, enclaustrado, exhausto, el dictador sueña con su triunfante retorno, con el momento glorioso en el que vuelva a tomar del cuello a esos ingratos traidores que una vez fueron sus súbditos. Cuida ese sueño —un sueño construido con los restos podridos de una pesadilla— un lacayo deforme que se arrastra, diligente, a satisfacer con esmerada vileza cada una de las exigencias de su amo. Los tres —periodista, bufón, mariscal— van a ser los ejes de una danza sardónica en la que cada uno se abrazará con desesperación a su deseo, a su decadencia, a su cólera.
No es fácil Mísero Bufo. Digamos, mejor: es fácil quedarse en su superficie, atragantarse con el decorado dulzón de la torta. Ese es uno de los peligros del humor, pero también una de sus ventajas: porque nos carcome sin que lo notemos, como si en cada risa inhaláramos vidrio molido. Como buena farsa, en esta obra el humor se contorsiona, se enrosca, se degrada para alcanzar sus formas más extremas y provocativas: hay chistes, hay sketchs, hay agria ironía, gags, malabares, escatología; moviéndose constantemente entre lo naif y lo negro negrísimo, Mísero Bufo hace uso de todas las modulaciones posibles del humor para lograr su cometido. Con sutileza vulgar y desaforada, los personajes producen una risa que desata en nosotros una comprensión inconsciente, primitiva: el espectáculo, como un fascinante espejo electrificado, nos hace cómplices de la duplicidad de los personajes, de sus bajos instintos, de su exaltada degradación, de su patetismo inútil.
Jugando todo el tiempo con la dialéctica entre seducción y repulsión, la obra se nutre de esa ambigüedad que se hace carne en la figura del bufón: siervo, traidor, victimario, víctima, toda la intensidad dramática de la escena pasa por sus acciones, sus reflexiones, su presencia detestable e imprescindible.  Y es justamente el bufón quien hace imposible una lectura política maniquea, una simplificación de esta historia en los buenos y los malos: su inocencia monstruosa parece querer recordarnos que el tirano no se sostiene solo, que somos responsables y justificadores de su omnipotencia patética, que sin nuestra complicidad no hay dictadura posible. El lacayo, acá, es cómplice y traidor de la misma causa genocida. Y llevándolo al extremo, estallará una constatación terrible: el bufón, dando apenas un paso, se hace torturador: el circo se transforma en luminosa cámara de los suplicios.
El mariscal, el bufón, el periodista. El poder, la traición, la venganza. La derrota, la soledad, el dolor. Mísero Bufo es una farsa donde estas trinidades se entremezclan y se hacen una y se canibalizan. Así, las atrocidades de nuestra historia reciente se transmutan para convertirse en el alimento de una sonrisa tajada con un bisturí oxidado. El acierto de Manuel Gaspar, su hallazgo, es haber asumido el desafío que el texto de Saez propone y elevado la apuesta: la farsa da un salto en el vacío y se transforma en circo frenético. Imposible entonces hacer una lectura “políticamente correcta” de su propuesta: lo que vemos en escena no busca, creo, tranquilizarnos —como tantos relatos moralinos que se acomodan, a derecha o izquierda, para contarnos La-Verdad-Sobre-La-Dictadura— lo que busca es más bien meter el dedo en la llaga; o mejor, brotar en nosotros una llaga nueva. No hay transposición didáctica de una historia sabida y repetida, hay exploración de un territorio oscuro, doloroso, arriesgando una forma que se niega a caer en el vacío de cualquier dogmatismo o solemnidad, política o teatral.
Entonces teatro político, sí. Pero un teatro que —aprendida la lección de que realidad y escena, historia y espectáculo, son cosas irreductibles la una a la otra— apuesta a construir una máquina simbólica que intente horadar los sentidos establecidos, los lugares comunes, los relatos somníferos. Porque si el desafío de Adorno todavía es válido, si aún nos provoca con su violencia filosófica, es porque no podemos hacer desaparecer los horrores de nuestra historia con un mero acto de la voluntad: hacer teatro después de la dictadura no debería ser solamente luchar contra el olvido y la falsa memoria, sino actualizar la historia como un material explosivo que sirva para dinamitar al enano fascista (o al bufón sádico) que todos llevamos dentro. 



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Viernes - 21:00 hs
TEATRO EL POPULAR
Chile 2076
Teléfonos: 2051-8438

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