La fiera, de Mariano Tenconi Blanco, abre la discusión sobre el teatro y su utilización como herramienta política y de denuncia, con una magnífica Iride Mockert encarnando a una mujer-tigre que encarna la sed de justicia de las mujeres víctimas de la violencia de género.

por Cristian Franco


La unánime mélange/ El texto de Mariano Tenconi Blanco tiene una gran potencia, oscilando sutilmente entre la crudeza de los hechos y el humor negro, el distanciamiento cínico de la narradora / Por eso esta obra es tan valiosa como creativa: trata sobre la realidad, hace aserciones sobre la violencia de género y entrega a su público una puerta abierta de par en par hacia la catarsis a la vez que llama la atención sobre lo que ocurre con nuestra sociedad / Desde el relato hasta la actuación están inyectados de sangre y de pasión, sacando a la luz una realidad a la que no podemos hacerle la vista gorda / Abordaron la trata de mujeres y la violencia de género desde un ángulo tan original como poco frecuentado […] al servicio de un teatro que se plantea como político, lejos de la denuncia y también del cinismo / La trata de personas se aborda desde un punto de vista original y nada solemne, con una estética de comic, y eso a esta altura se celebra y agradece / Conmueve hasta las lágrimas, hace reír y por sobre todo reflexionar acerca de temas sociales y políticos que tocan bien de cerca / La fiera es una obra conmovedora y política. Porque se permite jugar con temas de peso y lo hace de un modo arriesgado.
Listo. Creo que se entendió.

Un breve comentario sobre la  unánime mélange/ La unanimidad celebratoria puede ser muy dulce. Un aplauso sostenido que se vuelve melodía sedante, bálsamo, madriguera cálida y mullida. Una droga suculenta y en apariencia inofensiva. Por eso, mucho cuidado. Porque cuando todos coinciden, cuando todos asienten y festejan, el artista tiene que ponerse en guardia. Tal vez mirar hacia atrás. Tal vez olfatear con algo de aprensión. Preguntarse, tal vez, si no hay una falla, algo que no está funcionando del todo bien… Y si hablamos de un artista que hace arte político, peor. Muchísimo peor.

Los viejos amigos/ La fiera es una obra que incita a la reflexión y a la controversia. Para eso hay que correrse un poco del consenso crítico que viene cosechando y mirarla desde otro lado. Interrogarla. Pelearla. Cuestionar la forma en que reflota y actualiza algunos problemitas de convivencia que arrastran desde hace rato esos dos viejos amigos: el arte y la política. Porque hay en eso algo festejable: Mariano Tenconi Blanco no se suma al cinismo obligatorio o la liviandad irresponsable que parece ser el alimento predilecto del arte contemporáneo. Pero al presentarse como teatro político, La fiera se pone en un lugar problemático, espinoso. Aceptar que cumple con su cometido político al comprometerse y denunciar la violencia de género, la trata de personas, es simplificar demasiado las lecturas que una obra de teatro político exige.

Elefantes en Greenpeace: ¿Qué es el teatro político? Pregunta complicada. Nadie tiene la respuesta, pero es una pregunta que hay que hacerse. Podemos enfrentar este misterio considerando al teatro como una máquina. Un artefacto. Un dispositivo extraño que actúa discutiendo las relaciones de poder, dominación y explotación que se reproducen en una sociedad y le dan forma.
Pongamos un ejemplo:

Si escribo una obra de teatro para denunciar la caza furtiva de elefantes, no va a ser lo mismo montarla y presentarla en una sucursal de Greenpeace que en un centro cultural que depende de la Asociación Internacional de Amantes del Marfil. En un lugar, va a ser apenas un alegato aplaudido de antemano; en el otro, puede ser una forma (tal vez inútil) de intentar transformar la realidad. Forma y contenido, función y contexto se interpenetran: para ser política, la máquina teatral tendrá que producir como mínimo una interferencia, una contaminación del flujo normal y normalizado de los sentidos (artísticos, culturales, políticos) que circulan en el contexto sociopolítico concreto en el que funciona.
Si quiere intervenir, tendrá que hacerlo desde la situación concreta de los artistas y los espectadores. No hay teatro político en abstracto. Una obra es política en un lugar concreto, para un público concreto, en un momento histórico concreto. No importa solamente lo que quiere denunciar: importa en qué lugar social (y desde qué lugar social) se pone en juego esa denuncia.
Por eso hay una falla en La fiera. La obra se hace cargo de una premisa que circula hoy en cualquier medio masivo de comunicación (“la violencia de género mata”) y con la que ningún espectador del circuito de teatros off de la Ciudad de Buenos Aires podría estar en desacuerdo (sospecho que ni siquiera el “espectador on” de la calle Corrientes debe disentir). Pero su reconstrucción artística de esa premisa se acomoda en el flujo normal de los discursos admitidos por los espectadores a los que se dirige. No produce interferencia. No hay desajuste entre lo que la obra quiere decir y aquello que los espectadores esperan escuchar. Presentar una obra como la fiera en un teatro off no es lo mismo que presentarla en el patio de tierra de una escuelita tucumana. Y la diferencia no está solamente en problemas logísticos para montar la iluminación o en la cantidad de tierra que habría que limpiar del vestuario después de la función.
Claro que el problema no es partir de los discursos socialmente normalizados sobre la violencia de género. El problema es cómo desmarcarse de la banalización y la simplificación; cómo enfrentar la desactivación crítica que opera en la construcción de una agenda social mediáticamente manipulada. Para ser verdaderamente política, una obra de teatro tiene que interpelar con saña a sus espectadores, ponerlos (y ponerse) en un lugar incómodo, pinchar con una crítica despiadada nuestra oscura burbuja de pensamiento políticamente correcto. Sino corre el riesgo de convertirse en una mera repetidora de prédica para conversos.
Aunque sin darle demasiada importancia al asunto, alguien lo dijo de manera mucho más sintética y elegante: “La fiera no está nunca en peligro real, lo que se narra sucede casi siempre en pasado y el drama se acerca más al cuento que al monólogo. Hay  un abuso de las comparaciones gastronómicas y una idea de reivindicación de género que suena a moralina con mensaje de ‘chicos, estudien’ y todo”.

Los condenados de la tierra: Estamos acostumbrados a la estetización hollywoodense de la violencia. Gozar y divertirse con la violencia transformada en entretenimiento desde hace rato que es un hábito en el que estamos bien domesticados. Ningún problema con eso: en La fiera se utiliza el procedimiento con inteligencia y efectividad. Iride Mockert encarna con sutileza, con salvajismo carnal a una mujer-tigre que se dedica a matar, desollar y destripar con prolijidad y ardor a cuanto hombre abusador, pedófilo, violador o proxeneta se cruce en su camino. La fiera narra sus peripecias sanguinolentas con un desparpajo que no oculta el goce que acompaña la matanza. En su raid justiciero está vengando a su madre muerta por un padre golpeador, a su hermana menor raptada por
un cafishio de la zona.
Víctimas. Justicia. Violencia. Venganza. Morbo. Muerte. Goce. Acá, una fisura en la denuncia monolítica y simplista de la violencia de género. Acá, una luz de interrogación política, un atisbo de desequilibrio crítico: ¿qué pasa cuando la víctima da muerte a los victimarios para hacer justicia? Acá, La fiera produce, tal vez sin proponérselo, un momento de inestabilidad, de incertidumbre, de perplejidad. Por debajo de la celebración de la matanza, tiembla la pregunta sobre la violencia de las víctimas y su justificación.
Cuando los campesinos reciben los fusiles, los viejos mitos palidecen, las prohibiciones desaparecen una por una; el arma de un combatiente es su humanidad. Porque, en los primeros momentos de la rebelión, hay que matar: matar a un europeo es matar dos pájaros de un tiro, suprimir a la vez a un opresor y a un oprimido: quedan un hombre muerto y un hombre libre. Jean Paul Sartre escribió esto en su famoso y virulento prólogo al libro de Frantz Fanon Los condenados de la tierra: un libro que fue un llamado a la lucha armada de los argelinos contra el imperialismo francés, un libro que quiso ser un arma contra la opresión europea.
Otras épocas, claro. Otros problemas, otros horizontes de sentido. ¿Se puede hacer una comparación? Creo que sí. La fiera responde a la violencia con violencia. Ojo por ojo, ese parece ser su lema. Pero lejos de presentársenos como un problema, su actitud parece justificada: ella, como mujer, es una víctima y está del lado de las víctimas. Al matar a un abusador, a un golpeador, a un proxeneta, también elimina dos pájaros de un tiro: quedan un hombre muerto, una mujer libre.
En esta ficción se pone en juego una ética de la violencia. Pero pensemos en los sujetos que encarnan esta lógica en La fiera. ¿Quiénes son? Ella, la mujer-tigre, es una bruta, una ignorante, una analfabeta. Un sujeto doblemente oprimido: no solo mujer: mujer pobre. La violencia entonces como única opción para los pobres, para los brutos. La fiera como encarnación implacable de una imposibilidad: la sangre es la única justicia que le queda a los pobres. ¿Y ellos? ¿Quiénes son ellos, los muertos? No lo sabemos. ¿Son pobres? ¿Son ignorantes? ¿Son oprimidos también? Lo único que sabemos es que son malos. Y otra cosa sabemos: están lejos, bien lejos, allá en el norte, en la selva tucumana, son un otro ajeno, desconocido. La barbarie presentida desde el estereotipo. En La fiera, los hombres no son más que el mal encarnado. Pero no son cualquier hombre: son hombres remotos, bárbaros, abusadores, violadores, pedófilos, que están allá en el monte tucumano, lejos en la selva, tal vez en la pobreza, no lo sabemos, en la miseria, en la explotación. Por eso como “espectadores off” podemos quedarnos tranquilos: el mal son ellos y están lejos: no son nuestros hombres —hermanos, novios, compañeros, padres, hijos— los que hacen el mal. No son los nuestros los que merecen una muerte atroz. Ellos, bárbaros, violentos, allá lejos, sí: que les corten la pija, que sangren, que sufran, que mueran. Nosotros y los nuestros, acá, civilizados, puros, inocentes, los denunciamos, los aborrecemos, estamos, desde siempre, del lado de las víctimas.

OFF-ON: la máquina terrible/ Repito, por las dudas: la intención de Mariano Tenconi Blanco es festejable. Necesitamos un teatro político. Necesitamos un teatro que nos interpele, que nos ponga incómodos, que descongele nuestras conciencias. Por eso La fiera es un intento valioso: pone sobre el tapete viejos problemas y exige que volvamos a discutirlos.

Utilizar los mitos populares, la música en vivo, la estética del cómic, la espectacularización tarantinesca de la violencia pueden ser recursos formales de ficcionalización excelentes y válidos para denunciar problemáticas como la violencia de género. Más aún si  el corazón palpitante de la obra es una actriz de la calidad, potencia y versatilidad de Iride Mockert. El peligro aparece cuando la denuncia artística se limita al lugar cómodo de sintonizar acríticamente con cierto consenso social establecido.
Para que haya cuestionamiento político, el dispositivo teatral tiene que indagar desde la incertidumbre, no desde la simplificación y el maniqueísmo. Contagiar el desconcierto. Escaparle al sentido común, a los significados establecidos. Pero para eso tiene que asumir el lugar social concreto en el que está actuando: una obra política actúa en un contexto social y económico concreto, limitado, específico; si no lo asume, si no se plantea cuál es la manera de producir en ese contexto un momento de desajuste, de incomodidad crítica en sus espectadores, corre el peligro de volverse inofensiva y redundante. Porque la desolemnización de temas como la trata de personas está muy bien, pero habría que preguntarse si es suficiente para conseguir un efecto político (o aunque sea micropolítico, o infrananopolítico).
Porque para enterarnos de que existe la violencia de género y de que mata todos los días, los “espectadores off” no necesitamos ir al teatro. Ni siquiera a los “espectadores on” les hace falta. Alcanza con leer los diarios, poner cualquier noticiero, sintonizar a Lanata, a Majul, a Víctor Hugo.
El teatro… El teatro tendría que ser otra cosa. Algo más. Algo distinto. Una máquina terrible y despiadada y delirante. Una fiera que nos despedaza desde adentro.

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