Por
la tarde Norma Susana ayudó a su madre con los pisos de la casa. Primero los
baldeaban con una formula a base de agua caliente y lavandina para
desinfectar, luego pasaban el trapo bien escurrido y le daban el brillo.
La prima Esther llegó al rato, mientras merendaban café con tostadas y
vaticinaban los próximos amoríos transcurrida la fiesta de aquella noche.
Dedicaron lo que restaba del día a la minuciosa preparación de una velada que
prometía deliciosas aventuras iniciales.
La bola espejada se reflejaba en el granito
de la pista como un remolino de luciérnagas; sobre los laterales los hombres
bebían sus tragos repartidos en mesas redondas, que se reservaban la presencia
femenina; ellas, bailaban desenvueltas al ritmo de Los Maxilars, que
interpretaban éxitos del Rey Elvis sobre el escenario del fondo. Era ese
momento de la noche en que la fiesta está a punto de parir emociones, de
soltarse y bailar camino al frenesí, el estado más visceral del amor. Su prima
Esther le contaba al oído, las barbaridades que pensaba cada vez que cruzaba a
un hombre apuesto, y Norma Susana se sonrojaba invadida por un calor esencial.
De repente giró como solía hacerlo cuando se avergonzaba; su brazo izquierdo
impactó contra el torso de un muchacho y la bebida se derramó sobre su falda.
Entonces aceptó el pañuelo que le extendía aquel muchacho de ojos grises y no
necesitó más, aquella noche de fiesta en el Club Evita y Progreso.
Se casaron al año una vez que Cachi ya
estaba asentado en la YPF , y hasta
el desembarco de los españoles, procuró almacenar dos cajas de mate cocido en
la alacena de la cocina del Mondongo. Desde que la mala hora comenzó, Norma
Susana Vidal tuvo que amoldarse súbitamente a los nuevos hábitos; colocar la
yerba sobre el borde de la ventana y que el sol se encargase.
Cachi caminó la zona comercial durante la mañana juntando cartones
depreciados; el oficio de la recolección aumentaba y el precio bajaba, el santo
capitalismo se regía por leyes que jamás infringía, así hubiese que liquidar en
saldos al hijo de Dios. La salida a la exclusión se avizoraba en el chumbo, a
todo o nada como los corredores de bolsa, un golpe preciso para volver a
empezar. Sin embargo Cachi estaba viejo, pertenecía a otros tiempos, donde
únicamente el trabajo redimía de la marginalidad.
Buscó un asiento bajo los plátanos de plaza Italia donde fumar un buen
cigarro y darle tregua a esos malditos calambres en la planta de los pies. El
cielo estaba cargado de nubes manchadas que paulatinamente lo iban cubriendo
todo; de a ráfagas cruzaba la plaza un puñado de personas al igual que el
viento que movía las hojas desperdigadas por el suelo; Cachi lió el cigarro con
destreza y lo encendió con la mirada extraviada en el monumento a los caídos
italianos de las grandes guerras del siglo pasado. En su extremo más alto, un
águila en bronce con las alas desplegadas promulgaba el orgullo romano de
sus años más gloriosos. Sobre las escalinatas del monumento dos niños aspiraban
ocasionalmente de una bolsa. Inhalaban con intensidad, mientras los ojos
desorbitados y manchados se inflamaban en sangre, y luego la alejaban con el
rostro desencajado. Uno de ellos llevaba una remera de la Alianza 99, un joggins
roñoso y la nariz desbordada. Parado en guardia, con su mano izquierda apoyada
en la cintura y la otra extendida como si empuñara una espada, finteaba hacia
un lado y luego asestaba un golpe al aire, al tiempo que gritaba:
-¡El
más grande espadachín de todos los tiempos!
El otro tenía el cabello revuelto y sucio, la
camiseta blanca con una franja azul de Gimnasia y Esgrima y los ojos como dos
ciruelas maduras. Cachi tomó sus bultos y se dirigió paulatinamente hacia las
escalinatas, escrutándolos con el entrecejo agudo, los pómulos de piedra y el
labio superior que parecía zurcido a la nariz.
-¿Qué
pasa viejo?-preguntó desde abajo el niño haciendo la bolsa a un lado.
Casi desde la nuca, Cachi sacó un manotón que sacudió la cabellera grasienta
del niño que instantáneamente estalló en lágrimas y quejidos.
-Antes
que nada ¡Buen día! ¿Qué carajo hacen en la calle? ¡Entrégame esa bosta,
pendejo!- Entre sollozos le entrego el pegamento, mientras bajaban una vez más
con otro cachetazo.
-¡Viejo
de mierda!-le grito entrecortado por el llanto, el de la camiseta de
Gimnasia-¡Nosotros vivimos en la calle, vos no sos nadie!
-¡La
próxima que los veo, les doy con este!-les dijo y les mostró la hebilla del
cinto-¡Ni aliento les va a quedar para contestar!
Parte uno
Parte tres
Parte uno
Parte tres
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