Una vez más la tozuda puntualidad del bataraz del viejo Ramón resonó en las oxidadas chapas de la casilla. Los primeros rayos de sol disipaban el blanco que cubría el césped de la vereda y al pie de un limosnero desnudo, dos perros dormidos parecían fundidos por el lomo. Apenas desvelado, Ramiro Cachi Esseián, observaba desde la cama el recorrido de luz que entraba por un agujero del techo y moría en el brasero ceniciento. Sobre el costado derecho dormía con el ceño fruncido Norma Susana Vidal, su mujer desde aquella fiesta en el club Evita y Progreso de Tolosa; entremedio Guadalupe y Milagros, sus hijas más pequeñas, desaparecían bajo las frazadas apolilladas. Adrián y Soledad, los mellizos que nacieron la tarde en que el hijo del viento desparramó por el área a millones de brasileros, compartían un catre debajo de la ventana. Quien dormía solo en un colchón desvencijado era Ramirito, el primogénito; “…ya está crecidito”, le explicó Cachi a su mujer una tarde como cualquiera, y no volvieron jamás a hacer el amor por pudor a sus hijos.
Abandonó la habitación en silencio y vestido como casi todos los días. Gastado por el tiempo, el mameluco azul de la entonces petrolera nacional, le cubría los botines vencidos hacia adentro. La remera de base podía ser cualquiera que estuviera limpia; la polera blanca superpuesta oficiaba de refuerzo y contenía el calor; no obstante, la lana en el pecho resultaba la defensa imprescindible para evitar una gripe terminal. Su vieja gorra negra, deslucida por el avance de las manchas ya arraigadas, aparecía tras una botella vacía, sobre la mesa de la cocina. Los bancos estaban tan fríos como su estómago. Paulatinamente se fue componiendo con mate cocido bien caliente, que bebía de a sorbos con la mirada hundida en las flores amarillas del mantel. Tenía las mismas margaritas que el de su infancia en el Mondongo. Asomaba entre los desperdicios de un contenedor de la calle diez, una refrescante mañana de verano en que la limpidez del cielo, era apenas pincelada por un centenar de golondrinas azuladas. Lo examinó detalladamente e imaginó lo bien que luciría luego de una exhaustiva fregada. Según pasan los años los buenos recuerdos se van aferrando a algún objeto que los trascienda, como si realmente guardaran la vieja receta de la felicidad. Sin embargo, la situación había empeorado a la velocidad de un rayo, y la salida del barrio en la madrugada no fue del todo decorosa. Nada había resultado sencillo desde el inicio de la década infame entre las calles de tierra y las zanjas hediondas de Ringuelet. Pese a los cambios, aquel lunes se presentó a trabajar en la planta como lo había hecho durante los últimos veinte años, y al saludar al compañero Hugo Guerrero se dio cuenta que no había buenos augurios con la llegada de los españoles. Terminó por ser la más atípica de las semanas que jamás hubiera vivido; los rumores se multiplicaban, mientras el país hablaba de inversiones, modernización y el crecimiento acelerado que experimentaríala YPF en manos privadas. Lo recordaba todo como si hubiera ocurrido el mes pasado. Ese mismo viernes volvió a su casa con la paga de la quincena; cuando el 518 se adentraba en Ringuelet, observó al cartero abandonar el barrio en bicicleta; detrás de la puerta de su casa, sobre la áspera carpeta del suelo, lo aguardaba ineludible un telegrama de despido.

Besó la mejilla de su mujer mientras dormía y contempló a sus hijos por última vez. Se calzó los resecos guantes de gamuza y el andrajoso gamulán que había heredado de su abuelo. Fue el primer Esseián que pisó estas tierras a principios del siglo viejo, cuando cayó deshidratado en uno de los muelles del puerto de Buenos Aires; llevaba semanas como polizonte junto a una decena de niños que fueron muriendo de sed, mientras el atlántico se tornaba interminable a cada día. Si realmente existía, el viejo Satán era sin lugar a dudas un eximio ingeniero de holocaustos. Mientras los Jóvenes Turcos islamizaban Armenia a través de la espada, quienes no renunciaban a su religión eran quemados vivos delante de sus hijos. A los niños los repartían en diferentes familias para ser reeducados bajo el mandato de Alá. Entonces el pequeño Tomás Esseián se escurrió entre tanto niño llorando de frío, de hambre, de miedo y emprendió cuando caía el sol, su próximo movimiento. Permanecía oculto durante el día, en el mejor de los escondites que le presentaba el camino al primer sol. Entonces cerraba los ojos y pensaba en sus hermanos, allí enfilados con los otros niños del barrio, desnudos y humillados, y deseaba que ellos también hubieran logrado escapar con la primera explosión. Y entretanto se dormía hasta que un ruido o una extraña sensación lo desvelaban. Durante seis noches caminó por la ciudad en busca de una salida. La séptima se desplomó exhausto entre el cargamento mugriento de la bodega de un trasatlántico y sus ojos grises no volvieron jamás a ver la misma tierra.
“Hay veces que las enseñanzas de la vida llegan demasiado tarde, en otros casos la paliza es tan prematura que repugna”, le dijo don Tomás Esseián décadas más tarde a su nieto. Lo besó en la mejilla y lo abrazó como nunca lo había hecho; abrió uno de los roperos de su cuarto y le obsequió ese abrigo impecable que había comprado con su primer aguinaldo.
Lo observó por encima del hombro y encontró el gamulán realmente desmejorado, como quien descubre tardíamente que el tiempo se va. Con un dejo de tristeza tomó su vieja guitarra y desapareció silencioso tras la puerta.
A pesar de la helada y la humedad, el viejo Ramón tomaba mate y fumaba sentado en una reposera de tela como todas las mañanas.
-¿Terminó la carta para el intendente, Ramón?-preguntó Cachi con sorna.
-¡Dicen que la próxima semana vienen a comprar votos! Hace años que los espero…
-No van a cruzar el arroyo, nunca lo cruzan…
-¡Entonces esos hijos de puta tendrán que arreglarlo en el infierno!-dijo con amargura y los ojos vidriosos.
-No valen nada, ni hacerse mala sangre Ramón, el día recién comienza.
-¡Nunca termina, el día nunca termina! ¿Acaso logra comprenderlo, Cachi?
-¿Comprender que cosa, don Ramón?
-¡Que tenga un buen día, don Cachi!
El tren había partido de plaza Constitución con un retraso de cinco minutos. Sobre la plataforma despareja una decena de trabajadores y estudiantes lo aguardaban; con excesiva insistencia escrutaban sus relojes y calculaban probabilidades instantáneas sobre su futuro inmediato. Mas allá, un puñado de operarios cumplían los últimos días de una refacción que les había llevado un mes completo de trabajo; uno de ellos revolvía con una tablilla la pintura color caqui mientras otro desplegaba una escalera sucia. Cachi afinaba la vieja guitarra y recorría los aerosoles del último muro sin pintar. Mañana luciría pulcro y flamante como la totalidad de la sencilla estación de Ringuelet. La calle lo había ilustrado en la apreciación del fascinante arte del grafito. “María nuestro amor no tiene muerte, Tincho” le representó el estúpido anhelo humano de lo eterno; apenas separado, “Vivir solo cuesta vida” era por el contrario como una salpicadura de barro en el ojo. Entonces se detuvo unos segundos en sus manos arrugadas, resecas, urgidas del lodo sagrado de la creación y comprendió con claridad que se sentía verdaderamente cansado. Más cerca de la tierra cada mañana, así como el sol se torna más frío a cada puesta. A la distancia se escuchó por primera vez el bramido del tren y Cachi alzó la mirada hacia al norte. La locomotora avanzaba definida barriendo la helada, el frío traspasaba la existencia y arriba el cielo plomizo aun no había clareado por completo.
La gran bestia de metal se detuvo paulatinamente y ensombreció los rostros expectantes de los pasajeros. Cachi evitó la mirada del vigilante, distraído por el virtuoso descenso de una señorita, y accedió sigiloso al cuarto vagón de la formación. Estudiantes somnolientos y adultos preocupados, compartían los asientos con ancianos corroídos y abrigados hasta los dientes, que se encogían contra las ventanillas de chapa. El cafetero atravesó el pasillo y de los termos plateados un suave aroma a chocolate caliente detuvo el tiempo. Afuera se escuchó el silbato del guarda y la locomotora avanzó paulatinamente, guiada por la sirena que retumbó en los techos de chapa. Se quitó los guantes y acomodó la guitarra sobre su pecho; cerró los ojos y aspiró profundo por la nariz, mientras acariciaba la madera reseca del diapasón, que le recordaba siempre al gesto adusto de su padre en la cena. Fue para reyes que la relación tirante que mantenían desde que Cachi pegó el estirón se cortó definitivamente. Vago, le respondió su padre aquel mediodía en que le comunicó que se iba a anotar en el conservatorio con José Maria, y le encajó un cachetazo que lo tiró al suelo. Se incorporó algo mareado y lo miró desafiante a los ojos, entonces el padre sacó un verdadero gancho al mentón y lo mandó a dormir por dos días. Cuando recuperó el conocimiento ya tenía un puesto de oficial en la YPF. Una lluvia de aplausos lo regresó del ensueño y sonrió como si de repente hubiera comenzado a nevar dentro del furgón. Sólo dos jóvenes abandonaron en el fondo de la boina un puñado de monedas.
-No pierda el tiempo en este vagón, no tienen nada-le explicó el vendedor de discos y le guiñó su ojo izquierdo.
-¡Hay que intentarlo mientras se viva! ¿No se trata de eso?-repuso con la voz gastada y le devolvió el guiño.
-¡Claro que se trata de eso! Dicen que hoy si veremos el sol… Que el viento se encargará de esas nubes.
-Eso ya lo veremos-concluyó con serenidad y cruzó la puerta.
A través de las ventanillas del siguiente vagón contempló el cielo abrirse sobre los techos bajos de Tolosa. Frente a la indiferencia del nuevo auditorio Ramiro Cachi Esseián comenzó a rasguear la deliciosa melodía de la primera canción que compuso.
“Guitarra que con sus acordes siempre recuerdo, esa noche de verano donde todo era mío.” El cielo bien oscuro y sin luna, reventaba de estrellas puntiagudas sobre los eucaliptos del bosque, aquel febrero que cumplió los dieciocho. Julio Cesar Vizziano, extrajo de su mochila una ginebra y bebieron junto a José María Clavel hasta acabarla, justo cuando los pájaros entre los árboles, anticipaban el día que pronto se les desplomaría en la frente. Los tres brindaron por la amistad y la música, pero sólo uno de ellos pudo cumplir con lo que se prometieron aquella noche: dedicarse a la música. Entrando a la ciudad el tren aminoró la marcha; a través de las ventanillas del convoy pasaban las viejas construcciones de la avenida uno; sonó el último acorde arrebatado por la escandalosa sirena de la locomotora, y entonces pasó la gorra mientras los pasajeros se alistaban. Enfundó la guitarra y contó un puñado de monedas que guardó en una bolsa de plástico. Observó la congestión de la muchedumbre cuando llegaba a los molinetes y se mezcló en la marea hasta desaparecer. 




Parte dos 
Parte tres


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