A 34 años de la
muerte de Clarice Lispector se realizó el homenaje internacional “La
hora de Clarice”. Y nosotros no queríamos ser la excepción, a continuación nuestro
humilde homenaje.
Por Nadia Sol Caramella
La vida de Clarice
pareciera haber transcurrido entre diciembres, cuando empieza a asomar el
verano en Sudamérica y el frío empalidece rostros en Europa, especialmente en la Ucrania natal de Lispector.
Nació allá, por el veinte, un 10 de diciembre y murió cinco décadas más tarde,
un 9 del mismo mes, en Brasil.
Con su “no- estilo”,
hacía hablar a las palabras con la misma intensidad de los que rezan y que
creen en ellas por la posibilidad de ser salvados, una especie de lazo entre Dios
y el mundo, las palabras y la posibilidad de crear realidad.
La crítica no tardó
en rotularla y asociarla al modernismo brasileño del 45. Obviamente, Clarice
escapaba a cualquier etiqueta. ¿De que otra forma podría haber escrito estas palabras, entre tantas otras, igual de significativas?: “las palabras me anteceden y me sobrepasan, me tientan y me modifican, y
si no me cuido será demasiado tarde: las cosas se dirán sin que yo las haya
dicho.”
El lenguaje la
hacia existir y al mismo tiempo la trascendía: “Escribo en acrobáticas y aéreas
piruetas, escribo porque deseo hablar profundamente. Aunque escribir sólo me
esté dando la gran medida del silencio”. La obra de Clarice es una constante reflexión sobre el lenguaje y
sobre todo, acerca de los límites de la palabra. Límites que busca sobrepasar, un
muro que hay que saltar, para ver que hay del otro lado. Pero La palabra de esta
autora es rigurosa porque traduce con un medio limitado algo que es mucho más
grande que el lenguaje. Debe traducir el misterio y lo que no tiene nombre,
debe expresar con términos racionales lo que la mirada percibió más allá, debe
ser capaz de perpetuar el instante y el acto ínfimo que está en el origen de
todo.
Hablar de Clarice
es hablar del lenguaje, leer sus relatos y novelas es conocerla: “Lo que te
estoy escribiendo no es para leer, es para ser” sentencia en Agua Viva. Leerla es llegar con ella a
los límites insondables de la vida y de la escritura, ver un espejo reflejando
otro espejo. El mundo se presenta como un reflejo del reflejo, la representación
de la representación, el lenguaje adquiere su capacidad más onomatopéyica, es
una convulsión constante que nos devuelve el aliento o nos corta la respiración.
Porque escribir puede salvarnos: "Yo
escribo y así me libro de mí y puedo entonces descansar." O
condenarnos: "Tengo miedo de
escribir, es tan peligroso. Quien lo ha intentado, lo sabe. Peligro de revolver
en lo oculto - y el mundo no va a la deriva, está oculto en sus raíces
sumergidas en las profundidades del mar. Para escribir tengo que colocarme en
el vacío."
Del vacío nace todo y el silencio es la constante, por el eso es lenguaje es un estruendo.
La escritura de Clarice no nace de la intelectualidad aunque es una prosa
sumamente inteligente, de mujer sabia, que ve en lo mínimo, en lo banal y hasta
en lo que carece de importancia, materia de creación y esplendor. En este
sentido es muy recomendable La hora de la
estrella.
"Escribo muy simple y muy desnudo. Por eso
hiere" dice Lispector en Un
soplo de vida. Y claro que si lo hace, su escritura es una espina perfecta
que te penetra y te desgarra para siempre.
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