La señora Elsa llevaba unas cinco décadas arreglando su cabello en La Central.   Se la había  recomendado tía Mabel para su casamiento, cuando apenas si era conocida en barrio Norte. La mano inmejorable de Eliseo, para mantener a la perfección sus rizos dorados ante el aire cargado de humedad, fue durante un tiempo garantía de confianza. Muerto Eliseo en un asalto, la sucesión de su primogénito Carli había transformado a la señora Elsa en una devota quincenal de La Central. Fue él quien se atrevió a instalarla en el centro y convertirla en una tradición. Con el tiempo su gran amiga Chicha había claudicado a la insistencia de la señora Elsa y concurrían juntas los miércoles por la mañana. Al mediodía solicitaban un radio taxi  y almorzaban algo liviano en la confitería París. Sin embargo aquella mañana fresca el coche jamás apareció. Pensaron que sería agradable caminar bajo la resolana, tomadas por el brazo. El viento cruzaba la plaza y la hojarasca se arremolinaba y sonaba como un millar de castañas que se rozaban en el aire. Por momentos las nubes cubrían el sol y un escalofrío colectivo recorría a los caminantes. El llanto de un niño reparó la atención de las señoras que voltearon hacia la derecha y observaron sobre el monumento como un hombre encanecido lo golpeaba y luego le  robaba una bolsa y la ocultaba bajo el gamulán.
-¡Que porquería!- exclamó Chicha.
-Semillas de la delincuencia, Chicha.
-¡Pero le robo al chico, Elsa!
-¡Debe ser droga, Chicha!
-¡Vago!-le gritó Chicha a la distancia- ¡Vago! 
-¿Te volviste loca? ¡Volvamos a La Central, puede robarnos!
-Esta plaza es nuestra también, tenemos derecho…-replicó compungida Chicha
-¡Te matan por dos pesos, Chicha!-dijo Elsa y la tomó del brazo-Volvamos y tomemos un coche.
-Siempre hubo pobres… Pero ahora está lleno de negros-dijo Chicha mientras volvía su mirada-¡Negros de mierda!           
            
              Sentado en un banco de madera, fumaba con la mirada extraviada y pensaba en el día en que todo terminó por desmoronarse. Aquella tarde fueron con Norma Susana a comprar los regalos de Navidad. La ola de calor llevaba más de una semana y el pronóstico advertía que podría extenderse hasta noche buena. La mayoría aguardaba las horas que el sol flaqueaba y entonces brotaban como la humedad sobre las diferentes cuadras comerciales y consumían a puro plástico.
            La primera mañana también era lo suficiente fresca como para despertar con el humor despejado. Cachi aprovechaba el local sin clientes para reponer la mercadería vendida la jornada anterior. Prendía la radio en el dial de Larrea y comenzaba con las bebidas de las heladeras grandes;  revisaba el sector de fideos y los colocaba según marca y precio; minutos antes de las nueve, prendía un cigarrillo y mientras se elevaba la cortina del frente, apilaba los cartones y los apoyaba sobre el álamo de la vereda. Era lo más placentero que presentaban sus días. En la petrolera se ganaba bien y la indemnización terminó siendo un engaño. Contando monedas como un trasnochado pudo abrir un almacén, y a pesar que no había dinero en la calle, alcanzaba para conservar el statu quo.
         
           Gimnasia y Esgrima redondeaba un excelente torneo comandado por el viejo Griguol; Cachi buscaba la camiseta de Pedrito Troglio para Ramirito mientras Norma Susana se encargaba de los mellizos. Tenía más de cincuenta números adelante y seguía entrando gente a la casa deportiva; sobre el mostrador una señora elevaba el tono contra el vendedor mientras su hijo estallaba en un berrinche; él buscaba en el perchero de las casacas y sus ojos grises brillaron cuando la vieron. Sentía la suavidad de la tela entre sus manos cuando la televisión interrumpió la novela de la tarde, y todos se alarmaron por los saqueos reiterados del noticiero. Cinco minutos fueron suficientes. Una decena de personas reventaron las persianas y se llevaron a mano libre lo que encontraron dentro del almacén “El progreso” hasta vaciarlo; el  combustible derramado en las paredes ardió con voracidad y terminó abrasándolo por completo. Un diciembre final, donde más de uno cayó definitivamente del cuadrilátero.
       
       Sintió una mosca joder detrás de la oreja; el ensueño le dejó un sabor amargo en el paladar y se reacomodó molesto en el banco de madera. Un hombre joven lo observaba. Cruzaba la plaza a paso ligero, llevaba el cuello desprendido y un ambo impecable, su mano derecha sujetaba un brillante maletín de cuero, mientras con la otra se quitaba las gafas. Lo miraba espantado, como quien descubre un pañal relleno antes del almuerzo. Cachi fumó la última pitada que ofrecía su cigarro y guardó el humo adentro; carraspeó con claridad y persistencia, sin quitarle la vista de encima un segundo y escupió con potencia hacia el camino.


Parte uno
Parte dos

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