Por Manuel Pedrosa
Estamos en 1974. Werner Herzog, de 32 años, ya
habia producido y dirigido películas como Fata
Morgana (1971), Aguirre, la ira de
Dios (1972) y El enigma de Kaspar
Hauser (1974). A fines de noviembre de ese año recibe la noticia de que
Lotte Eisner, la historiadora del cine, la autora de La pantalla diabólica, “la conciencia del Nuevo Cine Alemán”, esta
gravemente enferma en Paris. Sin dudar, Herzog decide ir desde Munich a Paris
caminando en línea recta, solo con un par de botas nuevas, una campera, una
brújula y un bolso de mano. Dos motivos empujan esta decisión: el
convencimiento de que Eisner seguirá con vida si recorre a pie la distancia
hasta Paris y la imperiosa necesidad de estar a solas con él mismo.
Durante esta travesía de 800 km, Herzog lleva
un cuaderno donde anota las impresiones, sensaciones y observaciones que le
despiertan el caminar. “¿Es buena la soledad?”, se pregunta en un momento del
viaje. Y se responde: “Sí, lo es. Sólo que aporta miradas dramáticas de lo
venidero”. El caminar posibilita una nueva experiencia, un extrañamiento en la
mirada. Las observaciones se presentan como un registro continuo donde lo desechado,
la mugre que oculta la civilización, se intercala con lo maravilloso. La
fascinación que despierta un paquete de cigarrillos puede alternarse con la
visión de un tren en llamas que “sale directamente hacia el oscuro universo”,
donde “ocurren inconcebibles colapsos de estrellas, planetas enteros se
derrumban sobre un único punto”.
Bajo la lluvia constante del invierno europeo,
castigado por tormentas de nieve y ráfagas de viento, con los pies cada vez más
lastimados y el cuerpo llevado al límite, Herzog avanza. Recorre campos
desolados, pierde el rumbo en bosques laberínticos, pernocta en casas
abandonadas o, cuando el riesgo es demasiado, duerme en pequeños alojamientos.
Cada tanto la duda aparece: “¿Vive aun nuestra Eisner?”, pero la fuerza del
caminar (“Cuando yo camino, camina un bisonte”) aleja todo momento de
recapitulación y mantiene a Herzog en movimiento.
Herzog llegó a París el 14 de diciembre de
1974 y Eisner no solo no había muerto sino que vivió nueve años más. Una vez
mas, la voluntad y visión de Herzog lo llevan a encontrar el arte en los
límites de las experiencias humanas.
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