Saudade, bajo la dirección y dramaturgia de Lucas Santa Ana y Francisco
Ortiz, propone un recorrido de dos épocas muy diferentes, los 60
y los 90. Dos tiempos y un recorrido de 65 minutos que va de la represión sexual al destape de los 90, en una propuesta intimista que reversiona la busqueda de toda identidad mientras se teje un misterio familiar.
Por Jorge Carballo
Una camiseta ajustada es un guiño
para quien lo sabe leer. Hay un sillón,
una mesa con sillas, y un tocadiscos en el que vive Roberto Carlos, el cantante
brasileño que es tirado de la lengua cada vez que lo quieren escuchar. Las cajas de la mudanza caen al
suelo y un polvo que no existe flota en rededor. Un saludo; un apretón de manos que no muestra
nada. Es insípido. Las miradas apenas se sostienen y así arranca
la obra.
Dos viejos amigos se encuentran
treinta años después, en eso que popularmente llaman los (años) noventa. Ambos existen como una esponja que absorbe
todo pero al mismo tiempo lo expulsa, si es presionada. Su vínculo apenas se sospecha, hay que
construirlo. Germán, el protagonista,
encarna al que se ha ido pero volvió.
Sergio, al que se quedó y creció con todas las preguntas de lo ocurrido
cuando apenas estaba por nacer.
Una casa, que existió más allá de
esas invisibles paredes, es recordada por ambos al conversar, y un tercer
personaje tiene presencia gracias a la telefonía celular de aquellos años:
Germán habla con su madre por el aparato de tapita y con antena plegable que parece la cola tiesa de
un gato. Ella rechaza el lugar, la casa
le da asco. El mismo espacio que por un
tiempo fue suyo y de su familia, y que significó la morada al volver a
Argentina huyendo de cruces políticos, manifestaciones sociales y derechos
humanos.
La llamada muere. Entonces el intercambio y el recordar nacen. Y aquí la magia toma lugar: dos esferas de
dos tiempos distintos se rozan suavemente.
Tan suave, que si tuvieran pulgas estas no caerían al suelo, sino que
seguirían durmiendo. Es un hechizo
extra-mundano. Exquisita dramaturgia que
alterna los tiempos como si fueran las dos caras de una misma estampita que
gira con un soplido antojadizo. El presente
se disuelve y quedan los años sesenta, para luego volverse a construir y decir,
¡qué cerca está el dos mil! Se va y se vuelve
como el día y la noche allá en la ficción del horizonte.
Y junto a esta alteración del
tiempo, el artista también se transforma camaleónicamente. El protagonista
evoca su yo infantil cada vez que sus padres están cerca y lo tocan con la
palabra. La magia inunda todo lo que hay
en el escenario, casi como esa luz verde y musgosa de la sala, que se arrastra
hasta por debajo de la suela de los zapatos de cada espectador, casi hasta
llegar a las medias.
Una pregunta es una bola que
anuda más preguntas. Si ésta rueda,
crece; y eso pasa en Brasil, en Argentina, en los sesenta y en los
noventa. En el dos mil quince,
también. Los corazones de Germán y
Sergio se hablan así, con interrogantes, con dudas que llenan la casa y
convocan a los padres de ambos, que como fantasmas entran y salen de aquel
apartamento lleno de cajas que guardan recuerdos, y secretos también.
Elvira y Horacio, los padres de
Germán. Ella tan
rotisería-no-quiero-cocinar, y el tan Roberto-Carlos-escuchalo-cantar. Hay una cosquillita de tensión cuando están
en el mismo espacio, pero el libro de dictado de Germán es una inyección que
los tranquiliza:
-A ver Germán, garrafa-.
–¡Botella!-.
– Muy bien, qué inteligente que
sos-.
Sergio, aún en el vientre, se
asoma con sus padres para saludar a los vecinos. El estrechón de manos que abrió la obra se
repite una generación antes, pero con un aire de caballerosidad típica de la
época, y un arreglo de calidez que sella una invitación a un viaje de
pesca.
¿Se puede pescar la verdad? ¿Se puede lograr con paciencia atenta,
silencio cómplice y una larga vara? La
afición de Horacio a la fotografía tal vez responda esta pregunta. Tal vez lo haga la fotografía o tal vez lo
que hay en ella. Pero sobre todo, quizá,
lo que ella representa. Como en los
sueños: las cosas nunca son, sino que están en lugar de algo.
Lo prohibido cabalga en el tiempo
y lo despedaza. Irónico es que seamos
uno con el caballo y con el barro. Somos
así. Da miedo lo que podamos encontrar
en la caja que años atrás cerramos.
Porque quien no cree en los fantasmas teme a cosas peores. Como el recordar, o un adiós que no lloró al
morir. “Si no te hubieras ido…” estalla
en la garganta de alguien. Brasil queda
tan lejos a pesar de ser vecino.
Hablamos distinto. Nos escondemos
detrás de cosas diferentes.
Saudade es una palabra similar a
un vaso de vidrio que se llena con aguas de olor, sabor y color tan variado,
pero que ni aún así nunca deja de prestar su forma. Tal vez el escritor portugués Manuel de Melo
se haya acercado bastante a atraparla cuando la enunció como “un bien que se
padece y un mal que se disfruta”; tan frágil y tan estable. Tan trasparente, cálida y venenosa como la
luz. Así es esta obra que nada de
principio a fin en un mar de acordes de Coiffeur, como una gaviota que le hace
cosquillas al cielo.
Un regalo de los dramaturgos Lucas Santa Ana y Francisco Ortiz,
para que los actores Pilar Abentín, Gabriel Gavila, Agustín Aguirre, Facundo
Martín, María Lía Bagnoli y Patricio Witis se
tiñan de una nostalgia que pincha el hígado con estilos pasados que son tan
cercanos y propios, como universal es la soledad y la duda. Un “qué hubiera sido si…” se encienda cuando
caen las luces, y la obra perece.
| Funciones |
Viernes, 20.30 hs
El Estepario Teatro - Medrano 484
Entrada: $120 / $90 (Jubilados y
Estudiantes)
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