En El recurso humano, Nikolás Mavrakis explora las posibilidades paranoicas de una actualidad donde el único lenguaje que construye realidad está hecho de spam y firewalls.
por Cristian Franco
Si el ‘fervor previo’ es la
condición de lectura de los clásicos, tal vez para leer a nuestro
contemporáneos necesitemos su negativo ponzoñoso: la ‘mala leche previa’. Pero
a diferencia del fervor (que se resiste a ser refutado, que es autosuficiente,
maniqueo, que como mucho cristaliza en resignación), la mala leche puede ser
desactivada o transmutada o por lo menos diluida. Cuando semejante cosa sucede,
es una muy linda experiencia.
El recurso humano (Milena Caserola, 2014), es una buena novela para
poner a prueba esa mala leche. Su posición[1], su
forma, su tema, todo se confabula para instigar una lectura masticadora. Pero
primero lo primero: ¿de qué va? Veamos: un programador experto en construir
algoritmos para predecir patrones de consumo; una novia abogada con la que
convive y no se lleva del todo bien; una chica que trabaja para poderosas
empresas multinacionales y que para reclutarlo apela a una combinación de sexo
anal y oscuras propuestas profesionales. Poco a poco, el programador se va a
enmarañar en una red de infidelidad, intereses millonarios y programación
freelance. Y como aderezo, una buena cantidad de cavilaciones sociológicas donde
Nicolás Mavrakis hace hormiguear con destreza el léxico ad hoc que define el tono[2] de la
novela: algoritmo, protocolo, sistema, spam, servidor, puerto, variable, código
fuente, etc.
El riesgo de linealidad narrativa
es superado con un ingenioso mecanismo, que se explica en la apertura:
“Despedazar un diario. Reconstruirlo en orden inverso”. La novela es el diario
íntimo del programador moviéndose sucesivamente en dos direcciones: la flecha
del tiempo avanza por un lado y retrocede por el otro; derivar y orientarse
sobre esas ondulaciones temporales hasta el punto en que las flechas colapsen es
la principal aventura que nos ofrece la novela. El lector deberá estar atento
al detalle, dejarse guiar por las migas esparcidas —con prolijidad, con sorna— en
el bosque embrollado.
Pero vayamos más allá del
argumento y la estructura.
El recurso humano parece construida a partir de una pregunta: ¿quién va a leerme? Una primera astucia
entonces: el narrador sabe para quién
cuenta. Porque si la forma es la de
un diario (amoroso-laboral-filosófico-sociológico), el género es sometido a una
pequeña torsión: su forma está definida por una presencia fantasmal que
sobrevuela todo el libro: el lector potencial. La voz que narra está construida para seducir a ese fantasma: aspira así a ser
el negativo ácido y derrotado del diario rosa con candadito. (Y por eso su
lenguaje presupone la exhibición, la anhela, la necesita: en la estetización
del exhibicionismo como falsa escritura íntima late el fetiche manoseado de las
redes sociales y su producción cuasidesbocada de lenguajes públicos[3]).
¿Pero quién es ese fantasma?
¿Quién puede estar interesado en leer el diario invertido de un programador
infiel con intermitentes preocupaciones humanístico-filosóficas? Para el
narrador-protagonista de El recurso humano
hay un (una) solo (sola) lector (lectora) ideal posible: un (una)
estudiante (estudianta) o egresado (egresada) de alguna carrera de letras o
afines. Al paladar negro de ese magro fantasma están dedicados el cinismo de
etiqueta, las presumibles provocaciones, las reflexiones ingeniosas y cansinas,
el tono, el vocabulario, los guiños posmo. (“galerías abstrusas”, “asco
seductor”, “proceso mitocondrial”, “márgenes del cuello”, “microfísica de la
unidad primordial del tejido social”, “negro abismal”: la voz que deja caer con
despreocupada ironía esos cascajos sabe muy bien lo que hace. O no. O sí. ¿Un
camuflaje que se hizo carme y hueso? No: una novela cómoda con sus artificios;
la ingenuidad literaria como enemigo mortal; la anemia narrativa como posición de combate).
Inversión, astucia: es el lector (ese
fantasma) quien define la forma, su ojo omnipresente —como en el infierno
delicioso de Sartre— construye la intimidad, sus límites, sus recovecos, sus
torturas. La muerte de la escritura privada, sí. La irrisión delirante de
pretender —¡todavía! ¡pleno siglo XXI!— alguna forma de privacidad. La palabra
íntima como máxima artificialidad, última trampa del desasosiego digital. Todo
eso, sí, pero… ¿quién será capaz de captar estas sutilezas? El
estudiante/egresado de letras, por supuesto. El narrador y su narración
necesitan, para existir, de ese ojo enconado y lascivo, ese puchinball masoca.
¿Quién menos preocupado por el verosímil, por la tensión narrativa, por la
estructura consistente? ¿Quién más necesitado de un interlocutor artificial que
sacie su apetito con meditaciones tecnosociológicas-conspirativas? Mavrakis
triunfa al encontrar la forma precisa para contarnos ese histeriqueo: El recurso humano —también, además— como
una novela sobre los rituales del levante literario en los márgenes de la
academia[4].
Esforzarse para “ser más contemporáneo”
es como hacer una rutina diaria de ejercicios para “ser más argentino” (en el
caso de que uno haya nacido en Burzaco) o “ser más alemán” (en el caso de que
uno haya nacido en Berlín) o “ser más mamífero” (en el caso de que uno haya
sido arrojado al mundo cubierto de sangre y tejido placentario). Es una suerte
que la novela de Mavrakis no claudique ante esa fantasía: “lo contemporáneo”
siempre está escoltado muy de cerca por el anacronismo. Más acá de los bytes y las
líneas de código y las conspiraciones neuroeconómicas, el héroe de la novela
sigue atrapado en un mundo hecho de la más turbia y tonta y enceguecida carne. Ahí
radica su derrota, tal vez: encandilado por la búsqueda del grial que codifique
las metamorfosis del deseo en un algoritmo supremo, fracasa porque siempre algo
desborda y ensucia los dominios cristalinos de la omnipotencia informática.
(Monitos de elite con navajas digitales tratando de sobrevivir en la periferia
subdesarrollada del mundo, no podemos ya leer todos los libros, pero nos sigue
entristeciendo la misma carne que a Mallarmé.)
“Las áreas de interés humano son
el dinero, el sexo y la muerte. Ninguna novedad desde hace cinco mil años”.
Efectivamente. Ninguna novedad.
Por lo menos en la literatura argentina[5].
[1]
Podríamos visualizar la ‘posición’
de una novela si pensamos en la figura —un poquito anacrónica— del
francotirador y la posición que
necesita para trabajar: un lugar estratégico (y también una forma de camuflaje)
dentro de un territorio en disputa. Más: ‘posición’ es un espacio provisorio,
no ‘conquistado’ sino ‘ocupado’, no ‘apropiado’ sino ‘utilizado’. La posición de una novela define una forma,
pero principalmente un horizonte (imaginario) de lecturas: ¿Quiénes serán enemigos
y quiénes aliados? ¿A qué distancia va a colocarse del fuego cruzado?
[2]
La elección de una jerga siempre supone
una hipótesis sobre el funcionamiento del lenguaje; en este caso, la hipótesis
es tecnofílica: la programación es el único lenguaje real, entendiendo en este caso lo real como eficacia, y
también como autonomía y cripticidad. Pero sabemos que toda filia
es una fobia que acecha: El recurso
humano es una variación más de la fábula del mago desprevenido que se ve
superado al jugar con fuerzas que exceden los límites de sus poderes.
[3]
¿No se construyó desde siempre la
literatura en esa tensión entre lengua privada y lengua pública? ¿No es la
literatura la mutación incesante de esa tensión? ¿No son las redes sociales la
extinción —por exceso, por desborde— de esa tensión?
[4]
Tal vez no sea casual que los
protagonistas de la novela se conozcan en “una de esas fiestas
multidisciplinarias que se anuncian todos los viernes en las puertas de las
facultades”. (Y la literatura sería ese canapé exótico e inmaterial que
degustamos con los amigos entre fasito y fasito).
[5]
Digresión final: en Argentina, el funcionamiento del sistema literario tal vez pueda
equipararse a ciertos comportamientos rituales de los Shuaré, habitantes de las
selvas del África Central. Las tribus Shuaré viven en guerra constante: para
ellos batallar y observar las luces del atardecer tiene el mismo sabor
ordinario. Cuando una batalla termina, siempre hay prisioneros. Poco antes del
crepúsculo, empieza el ritual: los prisioneros —descansaron, comieron,
bebieron— tienen que correr y bailar alrededor de una fogata, toda la noche,
sin parar. Antes de la primera luz, uno caerá al suelo, exhausto. Es el
elegido. Enseguida, los Shuaré vencedores pasan a cuchillo al resto de los
prisioneros. Al amanecer, comienzan a prepararlos para el festín. El elegido observa.
Llora, ruega. Las horas pasan y llegan los demás miembros de la tribu, atraídos
por el humo perfumado. Para los Shuaré vencedores es una fiesta consumir la
carne de los vencidos. Incorporar su fuerza. Cuando termina el banquete, le
entregan un cuchillo al elegido y se van. El elegido se queda ahí, en el claro
plagado de brasas y huesos pelados, solo, deshonrado para siempre. No puede volver
a su tribu, no lo dejarán. Mira el cuchillo y escucha cuál es la única dignidad que le
queda: convertirse en alimento ruin del bicherío de la selva.
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