Con Cinthia interminable, Juan Coulasso y Jazmín Titiunik consiguieron darle una vuelta de rosca a la representación del tópico de la "familia disfuncional" a través de una puesta en escena que perturba con su belleza y perfección

Por Cristian Franco

Dante nos enseñó que la belleza es la única forma de acercarse a los bordes del infierno. Algunos siglos más tarde, cuando tocó con su letra la historia de Erzébet Báthory, Pizarnik escribió que No es fácil mostrar esta suerte de belleza. Para la poesía el infierno es un material invaluable. Trabajar las tinieblas hasta hacerlas resplandecer es el gran desafío.
Cinthia interminable se inscribe en esa tradición: para construir su belleza recurre a ese infierno elemental que nos es tan conocido: la intimidad de una familia y sus ceremonias sombrías.
Ok. Es cierto, sí: la historieta de la “familia disfuncional”  es ya un transitadísimo lugar común. No sabemos si la culpa es de Sófocles, de Shakespeare, de Freud o de Tolcachir, pero el teatro insiste una y otra vez con esa pesadilla.
¿Entonces? Entonces: ahí está el acierto del colectivo teatral que creó esa máquina siniestra y maravillosa que es Cinthia interminable: supieron apropiarse de ese material trillado y hacerlo de nuevo perturbador; jugaron con un tópico desgastado y le devolvieron su aridez, una temperatura glacial que arde al mínimo contacto con la piel. Quiero decir: encontraron esa cosita fundamental que en el arte contemporáneo (triste, tal vez irreversible situación) suele estar tan ausente: UNA FORMA.
¿Solamente eso? Juro que no es poco. Juro que es su forma —impecable, delicada, obsesiva, siniestra— lo que vuelve a Cinthia interminable una experiencia tremendamente conmovedora. Es tan perfecto que asusta. Saco de contexto ese verso del cancionero popular porque define muy bien lo que le pudo pasar a un espectador cualquiera en una función de Cinthia…

Porque si la familia es el nido de todos los miedos, Cinthia interminable decodifica y pone en escena la coreografía secreta que regula sus maniobras, sus palpitaciones, sus espejismos. Esos personajes que por momentos parecen pulcros maniquíes sin vida, de a poco nos ofrecen el perfume empalagoso de sus entrañas.
Es raro. Sabemos que son una alucinación —tan cercana, tan real, tan minuciosa— y al mismo tiempo no podemos evadir esos tentáculos que entran en nuestro cerebro: el mecanismo de Cinthia… consiste en montar frente a nuestros ojos una fantasía tan perfecta que consigue anular la saludable distancia que nos gustaría poner entre ellos y nosotros. Cuánto más extraños, más verdaderos: padre, madre, hijo, hija, figuritas conocidas que en esta obra se transforman en monstruos enjaulados en la comodidad del hogar, dulce hogar.
No hace falta mucho para montar ese mundo: plataforma, mesa, sillas, sillón, luces, exactitud, minimalismo. El resto lo hace el cuerpo de los actores ajustándose con una precisión desquiciada a la danza macabra de una familia tipo destilada y macerada en las series de televisión yanquis.
Eso sí. Hay un riesgo. Sería demasiado fácil reducir esta obra a una metáfora grotesca de la “opresión patriarcal”, la “violencia familiar”, las “micropolíticas cotidianas del cuerpo”, cosas por el estilo. Las lecturas remojadas en las aguas de las teorías de género están de moda y Cinthia interminable puede encajar sin problemas en esos prejuicios de época.
Pero no. Lo fascinante de esta propuesta está, creo, en otro lado. No solo porque su perfección formal la vuelve un rara avis en el panorama teatral actual, sino porque funciona como una máquina desquiciada que tritura toda posible simplificación interpretativa.
Como la belleza de los horrores que la condesa sanfrienta hacía germinar en su castillo, el infierno es intraducible.
E interminable.

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