Los Misterios Dolorosos, el último libro de la escritora Lalo Barrubia, narra en tercera persona a toda una generación, la generación huérfana de los sesenta y setenta. Una novela que se proyecta en tono universal, pero que indaga en el reconocimiento y aceptación del yo.
por Cecilia Gerolami
El
trabajo de Lalo Barrubia se inicia dentro de la
movida contracultural que se desarrolló en la década del 80. Allí su
trabajo como performer y su práctica oral de la poesía permiten asociarla a un
cierto activismo de la resistencia.
Difícil de ubicarla sólo como
poeta, performer o narradora, Barrubia es las tres cosas al mismo tiempo: lo
performático está en la poesía, y su cuerpo habla en la narrativa.
Los
Misterios Dolorosos (Hum 2013) es el
último libro de narrativa de la escritora uruguaya residente en Suecia. Anteriormente
publicó las novelas Arena y Pegame que me gusta y el libro de relatos Ratas, además de una obra poética que se inició en 1989 con Suzuki
400, y que se desarrolla a la par de su trabajo como performer, y que la hace la
voz femenina de la generación huérfana, la que no transa, la que transgrede y subvierte.
La novela comienza
con la descripción de una familia, perteneciente a una clase media baja, pero
con orgullo y ansias de “progresar”, donde la incomunicación reina. Es
allí donde se marcan gestos que la niña que fue la protagonista sabrá que deberá
desaprender para moverse con libertad y
honestidad en el mundo. En la primera parte tiene importancia fundamental
la escuela, como síntesis de la
represión y la injusticia: María debió ser abanderada, pero se eligió a otra
niña porque era hija de la presidenta de la comisión fomento. Así, el personaje va creciendo en un
sistema en que la normalidad es la mentira, el acomodo, el abuso, la
injusticia. La niña hace lo mejor que puede ante el abandono simbólico de unos padres que tuvieron hijos porque sí, que los abandonan como se
abandonan a ellos mismos (doblemente huérfana, entonces, esta voz). El
despertar de la sexualidad se vive con violencia, y María va aprendiendo que
hay que callarse y aguantar, como toda una generación, como todo un país. Y que
el cuerpo se debe vivir con vergüenza y
que el deseo se debe ocultar.
Esta novela
puede ubicarse dentro de la llamada literatura de autoficción, en tanto que en
ella se encuentran referencias que permiten asociar al personaje con la autora.
Si bien hay datos que varían (el personaje femenino, Maria, vive y escribe
desde Oslo, trabaja en la cafetería de una casa de ancianos, etc) el recorrido
del personaje es idéntico al de Lalo Barrubia: la infancia en un barrio
periférico de Montevideo con la dictadura como telón de fondo, el pasaje indiferente por la Universidad , el exilio
en la crisis económica del 2002, la propia labor de la escritura. También
ha sido calificada como una “anti novela de aprendizaje” pues en ésta se recorre la infancia, el mundo privado de la
familia, con una cantidad de rituales opresores, como correlato de una opresión
a nivel general; la adolescencia marcada por gestos rebeldes y de ruptura, y la
llegada a la edad adulta con una cantidad de misterios a desentrañar, de cosas
por explicar.
La trama cumple
con las características de la novela de aprendizaje, pero hay una mayor
complejidad, porque a medida que el lector se adentra en la lectura deja de haber linealidad, los tiempos se
mezclan, adolescencia, adultez, tiempo presente llevan de un recuerdo a otro.
La infancia es el tiempo del relato sin complejidad, pero a medida que crece el
personaje, la novela necesariamente debe
desprenderse de esa simpleza, no hay inocencia posible en ese yo que quiere
hacer un relato de sí. La vida adulta, por ejemplo, se narra en etapas superpuestas, alternando
el presente de la narración, con el pasado donde se buscan las causas que llevan a la
protagonista a vivir a Oslo. Los hilos de la trama que permiten unir ese pasado
con el presente son varios, pero básicamente la presencia constante del Mancha
y de Cristina, amigos de la juventud que tienen parte de sus historias en esta
novela, y que ayudan a armarla , sugiriendo sobre qué debería escribir y qué
no, hacen que se sienta el texto a veces como
un work in progress, donde el
lector es testigo del proceso de selección y escritura, o incluso a veces, la
sensación de que es el texto el que escribe a la narradora.
Pero, además de
todo esto, Los Misterios Dolorosos es una novela que habla de una generación,
de la generación huérfana, de los nacidos entre el 60 y pico y los setenta, de
los que “fueron abandonados a su suerte a
la edad de 16 años”, de los que “no
son comunes y corrientes. Gente que ha tenido que hacer esfuerzos inconmensurables
para tener vidas comunes y corrientes. Gente que sabe muchas cosas que el mundo
ignora, o pretende ignorar”. Es en
este sentido que la novela logra una proyección de carácter universal. Es la
voz de los que no hablan. La novela está narrada en tercera persona, porque
habla de los que nunca hablan por sí
mismos, cumple con la norma de que “los
desgraciados, los que sufren son los otros”. La distancia entre narrador y
protagonista explicita un
distanciamiento necesario para saber “la verdad”, para develarla. La distancia funciona como estrategia
narrativa que busca la objetivación y ser garantía de honestidad,
como si la voz que narra, que identificamos con María, quisiera sacar capas,
despojarse de ser María, para no callarse nada. Pero también para tomar el
discurso. Así, al hablar de María se habla también de Oskar el amigo homosexual noruego,
o de una anciana peruana en una casa de salud de Oslo.
Si Arena
narra el pasaje de la adolescencia a la “madurez”, y en Pegame que me gusta los personajes están
en crisis, en esta novela se narra el proceso de exploración, reconocimiento y
aceptación del yo. El registro
lingüístico no difiere del de estos
libros: el registro muy cercano a lo oral, las escenas fílmicas o audiovisuales
(“Plano fijo sobre calle de casas de
bloque rodeadas de pasto seco, muchas sin terminar, no veredas ni pavimento.
Jane Birkin sale de una de las casa, tranca la puerta con un candado, camina
rápido apretándose el saquito con las dos manos hasta que se sale del cuadro.”).
Se mantiene un ritmo musical a lo largo de gran parte de la obra ( Barrubia ha
dicho que entiende la narrativa como una forma de poesía); por ejemplo a lo
largo de un episodio se lee:“Lo que no
sabe todavía es si después irá a la manifestación por Palestina, si trabajará en
la maldita novela, o se tirará en la cama a sufrir de amor”, y se mantienen los enunciados siguientes: “lo que no sabe todavía” y finalizan
igual “o se tirará en la cama a sufrir de
amor”, pero en el cierre del capítulo se explicita: ”…usa la expresión sufrir de amor para que suene como una cumbia y no
pueda dañarla”.
El diseño de tapa de la edición preparada por
Hum, que es la proyección de una cruz vista con un vitró de fondo, muestra la
importancia fundamental, no tanto la de la iglesia en sí, pero sí de los valores cristianos que adoctrinaron a
una generación bisagra entre la modernidad y la posmodernidad. Esos valores
religiosos se impartían en la casa, en la escuela, en el liceo; y se cargan
como una cruz. La narración en este sentido puede obrar como una forma de
exorcismo. Los misterios son los que han hecho callar o retroceder en más de
una ocasión y que el libro se propone desentrañar.
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