Riki Riki Tave y
la Banda Misteriosa narra creaciones oníricas y caos en su último disco Dormido Cayendo. Su poesía enardecida
nos sumerge en el filo de la noche.
Por Joel Vargas
Sería muy facilista tildar a la Riki Riki Tave y la Banda Misteriosa
de retro y anacrónica. Sería más facilista aún catalogarlos como herederos del
estilo de la Pesada, Manal y Vox Dei. Por eso la nostalgia setentosa se la
vamos a dejar a otros periodistas menos imaginativos, acá escribiremos sobre un
presente continuo, donde no existe pasado ni futuro. El rock vive en un estado
casi inalterable. Aunque a veces surgen pequeñas explosiones que lo puede
alterar un poco. La Riki es una de ellas.
Estos guerreros oriundos de Atalaya, localidad de la Provincia de Buenos Aires, son dueños de una poesía enardecida. La acepción más famosa del
nombre de su barrio es la de una torre de vigilancia, que sirve para defenderse
y ver antes que nadie las nuevas amenazas. La Riki es un vigía dormido, una
bestia atada a punto de romper sus ataduras. Como dijo Bukowski alguna vez: “Algún día no tendré sueño por la
tarde /Algún día escribiré un poema que encenderá volcanes /En las colinas que
están ahí fuera”.
En Dormido
Cayendo, su último álbum, a diferencia del anterior, Llorando en Corea, la Riki
administra de forma diferente la rabia y la distorsión. La consigna es aun más
experimental, mucha fusión, arreglos precisos y salvajes a la vez. “Vida de
parabrisas” y “Escena de los ojos”, temas que abren la placa, son un claro
ejemplo de esta batalla dialéctica: violines frenéticos que se pelean con bajos
bien gordos mientras Juanjo Harervack, el comandante de las palabras picantes,
canta con los dientes apretados secretos que parecen ancestrales y el Coronel
Pali, desde los parches, maneja la energía y el pulso de las canciones.
El momento ideal para sumergirse de lleno en el disco es a
la noche. En la oscuridad está la poesía de la Riki, ahí latente, respirando
despacito a punto de comerte y de meterte es sus fauces profundas. Harervack
pareciera susurrarte al oído y te empuja por un acantilado sonoro de violines,
chelos y pianos, como en la trilogía de hits: “En el sueño”, “El gato gris” y
“Luces del día”. En ese instante sos ceniza que cae al vacio, empujada por una
poesía enardecida. Disfrutas de la caída mientras tu cuerpo se quema.
Cuando la luna empieza a ocultarse y el disco llega a su
fin, la luz enceguece de a poco. Unos rayos tímidos van entrando por la
persiana mientras la Riki incendia las colinas que están ahí afuera: “En la quietud de los que olvidan, en la
pregunta que aun espera, siempre la sed de haber nacido, la vida nunca tuvo un
final”.
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