Apátrida: doscientos años y unos meses busca dar cuenta de las trabas impuestas a la constitución del arte argentino a fines de siglo XIX. Escrita, dirigida y representada por Rafael Spregelburd, la obra nos traslada a un momento histórico en el que las producciones artísticas europeas eran las únicas válidas para el gusto nacional.
Por Nicolás Gallardo
Una vez ubicado en la sala del Teatro El Extranjero, el espectador puede notar un buen número de arcaicos metrónomos de madera en impecable estado. No sólo por su belleza estética y movimientos pendulares, sino también por su hipnotizante compás que nos predispone a viajar en el tiempo, olvidarnos del aquí y ahora por unas horas, para conocer otro “aquí” seguramente más olvidado y desatendido: la Argentina de fines de 1800.
Federico Zypce, el encargado de la dirección musical, es el primero en entrar en escena. Lo veremos gran parte del tiempo rodeado por un teclado, un ecualizador, una computadora portátil que corre un software de edición musical y demás elementos que simularán ser auténticos instrumentos musicales –tales como placas de chapa, imanes, tuercas y hasta bolitas de vidrio-. Nos hará escuchar melodías arcaicas, buscando quizás el mismo efecto que los metrónomos, pero las mezcla con ritmos y géneros pertenecientes a nuestra época. Esta tendencia se irá repitiendo hasta el final de la obra, que además de lograr un estilo fusión más que atractivo, permitirá recordarnos que lo que estamos a punto de ver no deja de ser una representación pensada bajo los términos de nuestra propia época.
En su llegada Spregelburd apaga los metrónomos, y con su irrupción la música se apacigua. Vemos que está vestido acorde a su época, nuestro traslado temporal ha finalizado. Toma un micrófono mientras que Zypce pasa música en la que sobresalen los violines, de corte aristocrático. El actor nos aclara que en ese momento encarna al pintor argentino Eduardo Schiaffino, quien agradece a las damas de beneficencia por brindar el espacio para una exposición de artistas argentinos. La aclaración resulta pertinente porque no será su único personaje. También interpreta a Eugenio Auzón, crítico de arte español radicado en el país y, más bien en segundo plano, pintor con el seudónimo de “Azul de Prusia”, color con el que firmaba sus cuadros. Es quien dicta la sentencia que acaba por encolerizar a Schiaffino: “no habrá arte argentino hasta dentro de doscientos años y unos meses”.
Una vez presentados los dos bandos de esta contienda, veremos a Spregelburd ir de un lado hacia el otro, dependiendo de a quién le toque representar. Es a través de Auzón que conoceremos la forma de pensar tanto del extranjero que vive en Argentina como de las clases privilegiadas de aquel entonces: el arte argentino no tiene nada bueno para mostrar –“sólo pinta a Juan Moreira”, suele decir-, y si lo tiene, los europeos siempre podrán hacerlo mejor. Schiaffino, en cambio, tomará partido por el común de los artistas argentinos, generalmente obligados a emprender el viaje a Europa para “cultivarse”. Paradójicamente sus talentos son alabados en el exterior pero, cuando vuelven, son menospreciados en su propia patria. Denuncia a un Estado que no los apoya, como sí sucede en el viejo continente, y sostiene muy adelantadamente que todo sustento a las actividades culturales permitiría fortalecer el sentimiento de nación en el heterogéneo pueblo argentino. No habría, para él, consolidación de la Nación sin que antes existiera la del arte.
Todas estas idas y vueltas argumentales darán como resultado un duelo en la navidad de 1891, del que escucharemos nada más que su cortina musical. Reconstruiremos lo sucedido por medio de la radio y un retroproyector que nos muestra la primera plana de un diario. La principal víctima de este suceso fue la mano hábil de Schiaffino, y hay posibilidades de que no pueda volver a pintar. A partir de este momento, el actor sólo hará de Auzón que, frente a la vergüenza que además de no creer en el arte autóctono hiere a sus exponentes, se larga a la fuga por el conurbano de Buenos Aires, llegando a un pantano que lindaba con Morón. En este recorrido terminaremos de conocerlo y se confirmarán las sospechas de Schiaffino: es un “pseudo-artista con miras comerciales” que viene de afuera a lucrar con un público que consume únicamente lo europeo en lugar de permanecer en su tierra y triunfar con un talento que, al parecer, no tiene.
Apátrida: doscientos años y unos meses es un espectáculo que ofrece mucho a su audiencia, a la que Spregelburd se dirige constantemente desde ambos personajes, como si fuéramos parte de un auditorio. Sumado a la dirección musical de Zypce que intensifica los momentos de tensión y a la veracidad de mucho de lo que se cuenta, uno realmente se siente interpelado por los discursantes y hasta parece que buscan persuadirnos tal y como lo harían con cualquiera de sus contemporáneos. Si era la intención de esta singular dupla, lo logran con creces
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