Si bien seguramente no pase de ser una
cuestión en buena medida banal, la discusión en torno a la “literatura
independiente” y sus inmediaciones parece ser (a dios gracias) un debate
todavía abierto. ¿Qué es?, ¿para qué sirve?, ¿dónde está?, ¿con qué se come?, ¿quién
la conoce?: oscuros enigmas que una y otra vez se reiteran cuando sale a la
palestra ese álgido tema que nos preocupa a unos cuantos y deja indiferentes,
inertes o bastante desinteresados al (aprox.) 99,99% de la humanidad.
No está mal, sin embargo, —si acaso
nos interesa rescatarla de las tinieblas y la vacuidad en las que suele
encallar con preocupante frecuencia— darse una vueltita por algunos de los usos
y abusos a los que solemos someter esa incierta categoría, aunque más no sea
para rozar algunos de los problemitas que quedan tapados cuando, sin demasiada
precisión ni cuidado, hablamos de “literatura independiente”.
Seamos independientes, que
lo demás no importa nada…
Entiendo que, actualmente, en sus
acepciones más difundidas el concepto “literatura independiente” no pasa de ser,
por lo general, una etiqueta adherida sin demasiada discreción a una gama bastante
heterogénea de productos literarios ubicados en lo que podríamos llamar, de una
manera algo rimbombante, márgenes de la industria
cultural[1]; para peor, no es poco habitual
que se trate, además, de una auto-etiqueta; o sea: temeroso de que dentro del
enquilombado zoológico de la literatura lo vayan a meter en una jaula que no
sea la que le corresponde, es el escritor mismo quien, presuroso y previsor, se
estampa en la frente el cartelito de “independiente”, solidario así del trabajo
de aquellos que se solazan en la rotulación y cuidadosa demarcación de los accidentados
terrenos de la literatura. Tampoco es raro que, complementando lo anterior, este
rótulo funcione como una especie de bálsamo auto-justificante (y
auto-exaltante): a cualquiera que escriba cualquier cosa le bastará con anexarse
el mote de “independiente” para así, de inmediato y como por arte de magia, hacerse
acreedor del derecho a pertenecer a una especie de imprecisa y sediciosa cofradía
dedicada a infringir los difusos límites de los cánones literarios en boga[2].
En todo caso, lo “independiente”,
cuando se reivindica a viva voz como pauta estética, usualmente no pasa —en
estos tiempos y en el campo de la literatura— de actuar como justificativo ad hoc para anémicas chácharas con tintes
pretendidamente vanguardistas; discursitos diluidos en gastadas vaguedades que oscilan
desde exhortaciones conmovedoras acerca de la “libertad del escritor” y su
urgente misión social como portador de una “visión alternativa de la realidad”,
hasta denodadas apologías de cualquier efusión verbal auto-editada en económico
formato (si es pseudotransgresora, mucho mejor) que se distribuya en trenes o
barcitos o placitas o ferias, superando muy —pero muy— de vez en cuando el
estadio de una fácil y acrítica sobrevaloración de lo marginal por su simple condición
de tal.
Es que con el uso de la palabrita
“independiente” adjetivando a la palabrita “literatura”, lo que se suele buscar
no es más que ejercer sobre esta última una especie de efecto tonificador,
revitalizante. Así, no es extraño que en las invocaciones a lo “independiente”
y sus virtudes se filtren con demasiada frecuencia trilladas alusiones a esa
vieja (y —¿hace falta repetirlo?— falsa) antinomia entre vida y literatura: el escritor
independiente sería, entonces, aquel que —en un gesto heroico y cuasi sacrificial—
elije la vida en lugar de la literatura (elección que, generalmente, no produce
otro resultado que el de limitarse a escribir mal en lugar de hacer el intento
de escribir bien[3]). Agregando algún velado (o
no tanto) escarnio de “la Literatura”, —empardándola, no sin cierta liviandad,
con lo académico, lo canonizado, institucionalizado, elitista, lo meramente
“esteticista” o “torremarfilesco” o “purista”, etc.—, se llega a la apresurada (y
a esta altura ya bastante anacrónica) conclusión de que, para poder rescatarla de
la decadencia, el escritor independiente debe someter “la Literatura” al
imperio purificador de “la Vida”[4].
Así, que algunos paladines de lo “independiente”
lleguen a autoerigirse como los destinados a “salvar la literatura”, actuando
desde una especie de privilegiado lugar adecuadamente depurado de los vicios
que la estarían llevando a su tan anunciada y suntuosa (y siempre pospuesta)
muerte, no es más que una de las consecuencias lógicas de todo lo anterior.
¿Y
la literatura independiente dónde está?
Como se ve, si realmente se quiere
hacer de él un uso crítico y fértil, hace falta despegar al concepto
“literatura independiente” de ciertos usos superficiales y gastados que se han
ido instalando en nuestro sentido común. Personalmente, creo que una crítica a
las utilizaciones triviales de esta categoría (que en los párrafos anteriores
apenas he esbozado torpemente y sin agotarla) es lo primero que se hace necesario
para operar en ella una resignificación: convertirla en un concepto operativo
que sea más que una etiqueta de moda requiere repensar sus aristas y revisar sus
grietas.
Vuelvo entonces al principio: si la
“literatura independiente” es aquella literatura que se encuentra por fuera o
en los márgenes de eso que llamamos industria cultural (representada en este terreno
por, digamos, las grandes editoriales transnacionales y sus mecanismos y
circuitos de difusión y legitimación locales), habría que pensar qué es lo que
esto significa y los problemas que plantea. Porque hablar de “literatura
independiente” significaría, según creo, analizar de qué modo una práctica
artística específica se inserta de modos distintos a los hegemónicos dentro de las
tensiones y contradicciones del campo cultural; por esto, quizás no alcance con
decir que la “literatura independiente” es aquella que se mantiene al margen —en
una especie de lúcida e invulnerable fortaleza— de cualquier tipo de poder
político o económico: hay que preguntarse acerca de cuáles son las condiciones concretas
y específicas en las que esa literatura se produce, distribuye, circula y apropia,
los canales y soportes que utiliza, los efectos materiales y simbólicos que
produce, su forma de articularse con el resto de los componentes del campo cultural
(instituciones, medios, discursos, modas, circuitos) y sus relaciones con los niveles
social, económico y político; y todo esto sin perder de vista que, si seguimos
conviniendo en considerar a la “literatura independiente” como aquella que se
produce y encuentra su hábitat en cierta periferia, es inevitable que —además
de intentar caracterizar esa periferia, ese margen— tengamos que preguntarnos
acerca de cuál es la dialéctica que (inevitablemente) mantiene con el centro.
Por otro lado, habría que hablar de la
“literatura independiente” no como algo consolidado y definido, como una
especie de corpus del que se pueda establecer claramente sus límites y alcances,
sino como un proyecto y como un proceso social en devenir; como aquello que se
produce mediante una forma particular de insertarse y actuar en los distintos
niveles y tensiones del campo cultural mediante una praxis social alternativa.
Digo praxis porque creo que es necesario acentuar la dimensión material
(es decir económica e histórica, y no sólo simbólica) que requiere un análisis
profundo y una posible proyección de eso que llamamos “literatura
independiente”. Digo social porque no
hay que limitarse a considerar como constituyente de dicha praxis la actuación de individuos-escritores que en su épica e
impoluta soledad luchan contra la industria cultural dominante[5]: debe
interesarnos el escritor como productor de una obra que (social e
históricamente condicionada) va a hacer entrar en circulación en su sociedad, actuando
dentro, a través y contra los límites que ésta le imponga. Digo alternativa porque se supone que esa praxis social debería estar basada en
una lógica distinta a la lógica hegemónica del capitalismo y apuntar a tejer
nuevos tipos de relaciones en lo que hace a la producción, propiedad,
distribución y circulación de la literatura, ya que siempre está presente el
riesgo de reproducir a nivel micro-marginal (sea por ingenuidad o cualquier
otra razón) el mismo funcionamiento mercantilista y fetichista de la industria
cultural dominante.
Es claro que desde esta perspectiva,
de alguna manera estamos dejando de hablar específicamente de literatura para
deslizarnos a un campo mucho más amplio y espinoso. Es decir: referirnos a la
literatura independiente como aquella que, mediante una praxis social
alternativa, busca y construye su espacio al margen de la industria cultural
hegemónica y su aparato de comercialización, circulación, apropiación y
legitimación, no nos dice mucho en realidad acerca de las posibles características
de esa literatura en cuanto a sus formas o contenidos, más bien nos obliga a
abordar una serie de problemas que tienen más que ver con las tensiones socioeconómicas
y políticas que atraviesan el campo cultural en general, que con lo propiamente
“literario”.
Creo que este deslizamiento es
necesario para alejarnos de aquellos enfoques que, por imprecisos y
superficiales, se limitan a categorizar lo independiente a partir de la presencia
de un supuesto “contenido alternativo” en las obras, o por la utilización de
formas o procedimientos pretendidamente “transgresores”. Definir la literatura
independiente por sus contenidos o por sus formas implica no poder diferenciarla
en última instancia de la literatura que circula y se legitima socialmente a
través de los canales hegemónicos[6]; de hecho,
creo que es imposible establecer una distinción clara entre ambas “literaturas”
desde lo propiamente estético, más allá de que algunos pretendan elevar al
rango de “valor literario” el saludable ejercicio de mantenerse a distancia segura
de la lógica caníbal del mercado capitalista[7].
A
la intemperie
En definitiva, hablar de literatura
independiente debería significar la revaloración de todo un conjunto complejo de
prácticas (que incluyen y articulan desde el proceso mismo de escritura hasta las
formas de edición, circulación y legitimación) que surgen en oposición y como alternativa
viable a los espacios y voces hegemónicos que pretenden erigirse a sí mismos
como la única posibilidad de existencia para la literatura. Prácticas que se enlazan
con los diferentes lugares y formas de resistencia que históricamente se han construido
para dar cabida a una literatura que no quiere ser sometida a la neutralización-mercantilización
operada por la industria cultural.
Pero lejos de fundarse en las certezas
fáciles y adormecedoras que constituyen la monocorde banda de sonido de nuestra
posmodernidad, creo que la única tierra fértil para la literatura independiente
es la incertidumbre. Es quizás en la alegría y el dolor de lo incierto, del
salto en el vacío que da origen a todo arte genuino, que una literatura
independiente será posible. Por eso tenemos que asumir el riesgo que implica
construir un espacio que esté más allá de las retorcidas exigencias de los mecanismos
que dominan el campo cultural: hacernos cargo de que el único lugar que nos
queda, el último refugio verdaderamente nuestro, es la cruda y deliciosa intemperie.
Y en el camino, tratemos también, como
quería Borges, de ser buenos o tolerables escritores.
Cristian J. Franco
[1]
Para una aproximación suave a la perspectiva adorniana de la industria cultural, podemos recurrir a
Sarlo y Altamirano: “Tanto por sus objetivos como por sus métodos, la industria
cultural estandariza sus productos (cinematográficos, musicales, literarios,
etc.) Producidos y distribuidos como mercancías, los bienes culturales son
consumidos como tales y el carácter de ‘masa’ de la cultura así configurada no
atiende a la magnitud o a la escala cuantitativa de esos bienes, sino al
principio que preside su producción: la irradiación
de una cultura media cuyo efecto es el conformismo y la identificación con lo
que existe. Si la industria cultural estandariza todos sus valores al
imprimirles el carácter de mercancía y neutraliza sus diferencias intrínsecas
al arrojarlas al mercado, estandariza y degrada también su modo de consumo. No son las cualidades de los bienes culturales
(su valor de uso) las que atraen las expectativas del consumidor, sino el valor
de cambio” (Conceptos de sociología literaria, p. 96; el subrayado es mío).
[2] Una de las
cuestiones que dificultan una mínima conceptualización crítica de la
“literatura independiente” es la relación —asumida muchas veces casi como una
obviedad de sentido común— que suele establecerse con el “vanguardismo”; que
aquellos que pretenden hacer coincidir
ambos términos suelan regocijarse “haciendo antiliteratura antes de haber
aprendido a hacer literatura”, es apenas un dato accesorio: el verdadero
inconveniente resulta de considerar como una característica intrínseca a la
literatura independiente algo que no es más que una torpe (y pobre) exigencia
externa.
[3]
Como señala Juan José Saer acerca de quienes pretenden utilizar a Roberto Arlt
como justificativo de la inepcia y de la
ignorancia: “Escribir mal sería una virtud de quien éticamente es superior,
por una especie de vitalismo redentor, a todos aquellos que, de espaldas a la
vida y a la famosa realidad, tratarían de escribir bien” (El concepto de ficción, p. 90). Derivar de
ese vitalismo redentor hacia la
figura utópica del “escritor analfabeto” como horizonte de sentido es un movimiento
casi inevitable; los resultados, claro, suelen ser menos que ruinosos: la
fantasía de una escritura no tocada por la literatura que acosa a muchos
“escritores independientes” no hace más que justificar la producción de una
abultada masa de textos insignificantes que, renegando de “lo literario”, no
pasan de ser mala literatura. Parecería ser que para algunos, así como les
resulta natural asumir la equivalencia literatura
marginal = literatura independiente, también una escritura mediocre y descuidada
se les hace condición necesaria y suficiente para formar parte de lo
“independiente”.
[4]
Parecido ocurre cuando lo que se propone como bálsamo curativo para la
literatura es la política: haciendo pasar su escritura por ese saludable filtro,
el escritor se pondría a salvo del temible virus del “esteticismo”. Obviamente,
los avatares de la remanida y siempre apasionada discusión acerca de las
relaciones entre arte y política exceden los objetivos de este trabajito, aunque
podría decirse que, a su modo y desde cierto punto de vista, se inserta
tangencialmente en ese debate.
[5]
Sin duda, la imagen del “escritor solitario-rechazado-incomprendido” —el
decimonónico “poeta maldito”—, es unos de los mitos fundadores, aunque ya considerablemente
deslavado y trivializado, que todavía articula y da su horizonte —por lo menos
de manera subyacente— a muchos de los discursos acerca de la literatura
independiente. En mucha menor medida, la tan vapuleada imagen del “escritor
comprometido” también sigue jugando su papel articulador en este asunto, desde
una perspectiva que suele poner de relieve la dimensión y las implicancias
sociales de la escritura, aunque cayendo por lo general en cierto “realismo
ingenuo”: el escritor comprometido-independiente como aquel que tiene que reflejar en su obra la injusticia, la explotación, la marginalidad,
etc.; menos corriente es que suela definirse como independiente ese subtipo de escritor
comprometido que reduce su escritura a la ilustración literaria de alguna ideología
redentora.
[6]
Es evidente que el —por llamarlo de alguna manera— “nivel de transgresión” de
una obra literaria no es suficiente para ubicarla dentro de la literatura
independiente. Como señalara, hace ya 40 años, Enrique Pezzoni, en la sociedad
capitalista “los ataques contra las pautas del pasado se codifican en convenciones
aceptadas sin escándalo por un público aficionado a las audacias del escritor
[…] La novedad, o más bien la aspiración a la novedad, se impone como un valor per se” (El texto y sus voces, p. 19). A
esta altura, me parece que está bastante claro que, más tarde o más temprano,
las formas, los estilos, los contenidos considerados transgresores, alternativos
o rupturistas son fácilmente estabilizados, asimilados o institucionalizados
por las lógicas hegemónicas del campo cultural. A partir del surgimiento mismo
de las vanguardias (que de algún modo son el barro primigenio con el que se han
amasado las condiciones que nos permiten pensar lo independiente) podríamos
resumir esquemáticamente los momentos de esta dialéctica de la siguiente
manera:
TRADICIÓN/INSTITUCIÓNàRUPTURA/VANGUARDIAàASIMILACIÓN/ESTABILIZACIÓNàTRADICIÓN/INSTITUCIÓN
[7]
Es lo que denominé más arriba como “fácil y acrítica sobrevaloración de lo
marginal por su simple condición de tal”. Sin embargo, y más allá de que lo
contrario parezca ser uno de los pre-supuestos vertebrales de estas reflexiones
provisorias, habría que atreverse a pensar que “independiente” no tiene porque
ser sinónimo de “marginal”. Al mismo tiempo, es claro que lo independiente no puede
diferenciarse de lo hegemónico únicamente por utilizar, buscar o construir
formas nuevas y alternativas de producción, circulación y apropiación de la
literatura: es inevitable que la praxis que implica lo independiente necesariamente
tenga implicancias estéticas, tanto a nivel de formas como de contenido, pero
éstas serán consecuencias de un proceso, no puntos de partida establecidos a priori como supuesta garantía de
“independencia”.
4 comentarios:
interesantísimo texto, cj. muy esclarecedor y un buen punto de partida para seguir pensando a la literatura independiente como "un conjunto complejo de prácticas que surgen en oposición y como alternativa viable a los espacios y voces hegemónicos".
es un buen momento para volver a esa discusión y forjar un marco teórico sobre estas cuestiones. felicitaciones!
Eze
Te felicito cJ muy bueno como para empezar! Vamooo q se armo! Tqm compa! (ponelo en el face che!)
gracias por leer che!!!
es apenas un borrador, una primera aproximación provisoria a ciertos problemitas sobre la literatura independiente que estaría bueno empezar discutir... como bien dicen: "un punto de partida"...
esperemos que sirva el aporte!
Por fin encuentro un texto expresado en palabras adecuadas y certeras sobre el tema.
Tus opiniones concuerdan con pensamientos que tengo, comparto tu punto de vista.
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