3. ¿Qué revolución vas a hacer quedándote dormida?


Cortada, mojado, negro, violeta. La boca tiesa, los ojos abiertos, blancos, su hija al lado. Los ojos blancos otra vez. Por un vino y un queso brie. Los vidrios saltaron y astillaron la carne blanda, flácida, de su cerebro, esa tarde. Ahora son las tres de la mañana. Vive de vacaciones. Se nota el cambio de las estaciones en el frío sur que se cuela por la hendija de la puerta del baño. Durante años y años hablaron entre las mismas personas sobre cosas que no le importaban a nadie. Todos querían ser los mejores en cosas que no le importaban a nadie. Ahora no hablan. Y está bien. A ella le queda cómodo el silencio. Hoy el viento mueve a los árboles que tiemblan, los vasitos de plástico se vuelan, una luz de led ilumina la mitad del espacio: la penumbra parece el lugar más habitable para gusanos como ellos, de hecho bailan, ellos, no ella, que estás sentada en el inodoro hace un rato mirando a un punto fijo en el espejo. Se siente mutar.

Se aleja y rebota como un boomerang la imagen en su cabeza: la cara cortada, el pelo mojado, negro, el suelo violeta. Su hija al lado, llorando. Sale de vuelta a escena. La luz la encandila un poco, pero la incomodidad es física y no sabe lo que es un cuerpo. Con el tiempo se olvidó de ese detalle. Y le da lo mismo. Las personas le dan lo mismo. Pero es verdad que el baño conservaba ese calor soporífero y teñido de fucsia que emanaba el indoor en la bañera del dueño de la casa. Un útero fucsia donde crecen plantas. ¿Quién es el dueño de la casa? ¿Sabe o no tiene ni idea? Ráfaga fresca después del caldo tibio de cultivo. Le da lo mismo.

Se sienta en la mesa y sube las piernas. En el aire hay olor a azufre. Pero no lo percibe, porque es el olor de los últimos años: vive en una ciudad. En el medio de la mesa hay una televisión muy chiquita, titila su luz que bien podría ser una alerta que anuncia algo quemándose (debe aprender de una vez que las quemaduras siempre son algo más que células podridas), y en él miran en silencio un video de una vieja que sopla la vela: se le incendia la cara en su cumpleaños. A ella, eso le causa gracia. Deja salir una risita histérica. El colapso del sentido: qué hermoso, ¿no? Es dulce, empalagoso y, ahora, en la minúscula tevé, suena “música para dormir gatitos”, así que cierra los ojos y dormita. Retorna: su cabeza blanca, empapada, cubierta de vidrios. Dice: “Todo este enchastre de vivir por un vino y un queso brie”.

Y no, la verdad que no. Eso es mentira. Jerónimo había ensayado su propia muerte varias veces. Un accidente de moto, una pelea en la calle con varios tipos que lo dejaron inconsciente. Sí. Ella también la había ensayado, tímidamente. Pero, ¿habían ensayado la muerte de otros? A ella no le importaba. Le daba lo mismo. Pero ahora su cuerpo se queda sin aliento, con las piernas levantadas, cuando está a punto de decir “Che, ¿me abrís?”

Ahora emula o acompaña a la mañana blanca, acostada en diagonal, con la ventana cerrada desde la cama: un rectángulo interminable de agua tibia. Está despierta porque tiene los ojos abiertos. Anoche una amiga de Malena la trajo hasta la puerta de su casa. Se llama Loli. Pero no va a registrarla hasta que vuelva a aparecer, más adelante, cuando todo este desastre tome forma otra vez. Su problema es que todavía recuerda como un triunfo sobre el mal el día que Santi dijo en un bar:

–Estoy llegando al pozo sin retorno del sueño. Y ahora vomito.

Y vomitó lleno de gracia. Todavía ve cierta imagen divina en el cuadro imaginario de una esquina llena de basura radioactiva en la que se bañan algunos perros a la madrugada. “Qué lindo, ay, qué lindo”. Cuánto romanticismo. Cuánta nostalgia ¿De qué? La conmovía cualquier cosa. La deprimía no trabajar cuando estaba con “stress postraumático”. La deprime trabajar ahora que “está bien”. Hace y deshace camas y les saca fotos para que todos las vean en las redes y digan “qué cómodo, qué hogar ideal, esto me falta para llegar a la cúspide de mi caribe emocional” y quieran comprar sábanas. Le pagan bien por eso. También va una vez por semana, los martes, a un cowork a que un creativo publicitario exprima su cerebro mientras le compra café y la mira, belicoso, cada vez que se levanta para ir al baño. Todos ahí hacen en su casa pan de masa madre y tienen una Macbook que acarician como si tuvieran ganas de cogérsela mientras hacen los contactos del día. Qué graciosa la entrevista en la que su jefe decía que son “la generación que convirtió los hobbys en fuerza de trabajo”. Qué gracioso eso de pagar para tener un asiento en una oficina y que les rompan el culo sin obra social mientras creen que son libres, ¿no? En fin, no está mal que se deprima, ella quería otra cosa para tu vida. Ella quería escribir.

Fue a almorzar a la parrilla de la esquina de su casa. Desde hace meses, los días que no trabaja realiza exactamente lo mismo con pequeñas o nulas variaciones: se despierta a la una de la tarde, mira el celular dos o tres horas mientras toma café hasta que su cuerpo le pide que se levante para ir al baño -así se da cuenta de que también tiene hambre-, se pone unas chancletas y sale en piyama, cruza de cuadra y se sienta en la misma mesa de siempre a almorzar una porción de vacío con ensalada mixta, papas fritas y mucha salsa criolla. Mira el celular aproximadamente una hora y media más. Todos los días, la misma chica, sucia, con los pantalones rotos, entra al restaurante a pedir las sobras de lo que ella come. Le trata de vender hilo y agujas, curitas, alguna lapicera. Ella dice que no. Que no tiene. Vuelve a su casa y piensa “al menos hablale a alguien, hace valer tu tiempo, animal, hace que tu tiempo valga el dinero que estás perdiendo”. Entonces llama a alguien y ese alguien viene, toman mate, se quedan en silencio, se hace de noche, siguen en silencio pero ahora con cerveza, miran algo en la tele, piden comida, ella se queda dormida, alguien la despierta, le abre la puerta y vuelve al sillón, se despierta de día en el sillón cuando el gato mete la lengua en su nariz y se pasa a la cama. Se hunde en el colchón con un cigarrillo en mano. Sigue el ritmo embotado de los objetos inanimados. Esa porción de pizza que está ahí tirada en el suelo y ella, son lo mismo.

En general, todo esto sucede con su cerebro sonámbulo, nublado: un colchón de chicle esponjoso amarillo, sin gusto, estado que le es facilitado por la diversa variedad de benzodiacepinas que estuvo consumiendo este tiempo. Todo en la sangre se acumula. Y estrellarse eventualmente es inevitable. La imagen de Jerónimo preso hace meses, los titulares de diarios, los comentarios de miles y miles de personas abajo de las notas llenas de opinión y opinión y opinión, el trending topic por días, el monotema infernal, dan vueltas y colman como espirales gordos, enormes, punzantes, el espacio reducido de pensamiento que le quedó.

“Crimen en el centro: Así mató el hijo del empresario Montes de Oca a un trabajador y padre de familia”, “El video que muestra el momento del asesinato de Jerónimo Montes de Oca al dueño del supermercado chino”, “Los hijos de millonarios de mal en peor: Jerónimo Montes de Oca asaltó un supermercado, asesinó al dueño y se encuentra detenido”. Ella no está en ningún titular. Nadie la nombra. Es la novia del asesino. ¿Qué novia? Lo conocía hace menos de un mes. Estaban aburridos. Hay que decir que el aburrimiento es su estado natural. Es probable que después de ese día no se hubieran visto nunca más. Entraron al chino y ella agarró un vino. Él agarró otro, uno caro, y sacó de la góndola de lácteos un queso brie. Ella metió el vino en la mochila, él envolvió el otro en un buzo. El chino los vio. Fue corriendo a buscarlos.

–Eu, eu, flaca.

–Uh, disculpá, me colgué pensando, ni te vi.

–¿Te retiro el vacío?

–¿Vos me estás jodiendo a mí?


Hace horas que está mirando fijo a los ojos llorosos del tipo que se parece a Mick Jagger y salió de un hospital psiquiátrico hace poco. Ahora hace videos en vivo en internet y como nadie lo ve, o solo ella lo ve, él llora por horas y horas en las redes. “Qué lindo, ay, que lindo”. Se conocieron una vez en un colectivo. “Hola”, le dijo ella, “te parecés a Mick Jagger”. “Hola”, le dijo él, “y, sacame una foto”. Ella tuvo ganas de decirle que los momentos más tristes no aparecen en fotos, pero le pareció demasiado feo, así que le dijo “Dale, te la mando”, y nunca se la mandó. Después comprobó que sí, que a veces los momentos tristes de unos tocan fibras extremas de placer en otros. Y que eso también es humano. Ella se engaña, pero ya sabía que ser adicta a la novedad no es bueno y menos cuando sos una máquina de tomar malas decisiones. Antes era escritora, pero eso se terminó cuando dejó de registrar que estaba viva. Algo de que ocurra lo peor y sin embargo todo siga igual, ¿no? Algo de la culpa sin consecuencias. “Vos le dijiste que lo haga, fuiste vos”. Algo de que Dios no existe, entonces a ella nadie la perdona. Un síndrome de actriz de reparto.

En su tragedia personal, ella es un personaje secundario. Sin embargo -o por esa misma razón- siente culpa. Tantas posibilidades. Tantos recursos. Se levanta y va al kiosko a comprar una Coca Cola, chocolate y cigarrillos. En la esquina duerme una familia entera con sus dos perros, que ladran histéricos. En el último tiempo se convirtió en una apología a los objetos de consumo porque, últimamente, tratar de explicar la miseria existencial le parece inútil. Pero aunque lo repita en voz alta y suene inteligente, no olvida lo importante y corta los cables que la sostienen.



sobre la novela 

"Escrita con mayúsculas, con muchas eee y con notas al pie que desmienten la escritura hasta alcanzar el crimen: “Mis ancestros son asesinos. Mi papá siempre fue un asesino. Un violador. Esa es su naturaleza (…), cuando le digan a mi papá que me mataron se va a alegrar”. La escritura de este libro ataca las máscaras e intenta una y otra vez sacarlas para ver qué hay debajo." Ariana Harwicz 


sobre la autora 

Lucila Grossman nació en Buenos Aires, en 1993. Publicó la novela Mapas terminales (Marciana, 2017, Argentina / Los libros de la mujer rota, 2018, Chile). Estudió Letras en la UBA. Es editora y curadora en FINA Revista. Acá empieza a deshacerse el cielo es su segunda novela.

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