por Damián Lamanna Guiñazú
Antes que estos
poemas existieran, Pamela me contó que tenía pensado juntarse a hablar con su
papá sobre la historia de su familia siria, en particular de su abuela. En ese
momento la imagen que idealizó mi cabeza fue una cocina a media luz, con
predominio de colores ocres de un domingo de merienda, el humo del mate, el
olor de alguna torta. Un padre que vuelve a sentar a uno de sus hijos para
contarle una historia, pero esta vez pensando en su propia sanación, la
necesidad de hablar de su pasado. Una escena absoluta y chamánica de
transmisión oral de memorias para que la comunidad se expanda.
Después vinieron
los poemas. Una serie de textos breves que fue mutando con el paso de los
meses, años y de la cual tuve la oportunidad de acceder a muchas versiones y
reordenamientos. Una arqueología sobre la construcción de un libro, quizá al
ritmo de la comprensión que su autora fue haciendo de sí hasta decidir qué
contar.
Son varios los tópicos
o matices que se desprenden de las páginas de Espinas (Del Refalón, 2015). Por un lado un nuevo relato sobre la
inmigración de principios de Siglo XX. Familias europeas que viajaban a
Argentina en condiciones precarias para instalarse o bien en ciudades
rebalsadas de conventillos y lenguas, o bien en territorios provinciales en un
principio bastante despoblados o bajo el control de una clase criolla blanca y
católica arraigada desde la conquista y las campañas militares. Primera
dificultad ¿Cómo se construye una vida siendo "otro" como marca de
origen?
Por otro lado,
la violencia u opresión dentro del mismo dintorno familiar. En Espinas resulta claro: el patriarcalismo
más hondo ejercido por los varones hoscos; el amor de las mujeres capaces de dar
vida, incluso de salvarla, de habilitar el juego, pero pasivas, apenas
resistentes, máquinas (o no, porque ni siquiera se llegaría a la tecnología de
la máquina, hablamos de algo más ancestral) condenadas a parir y soportar la
humillación y el engaño. La heroína de este libro, de quien se anticipa
"el poder de sus ojos abiertos" como condición inherente, es una
mujer que aguanta, que sufre incomprendida frente a "esos hombres"
que simplemente encarnan el mal, un mal rotundo, insensible siempre. Sin embargo,
no se explica demasiado quiénes eran ellos. Me pregunto, entonces, si
trabajaban, cómo eran sus vidas, su pasado, por qué habían tenido que emigrar a
una nueva tierra y cómo ésta los había recibido cuando tuvieron que salir a
pelear la subsistencia. En síntesis, ¿cuáles eran los mandatos para los hombres
rudos crecidos o clavados en un escenario de post campaña a decenas de miles de
kilómetros de su niñez?
Acá no hay
oportunidad para ellos. Quizá porque Espinas
también es una pequeña historia de civilización y barbarie cuya frontera es la
lengua. Por un lado los analfabetos opresores; por otro, la resistencia de los
libros como un ambiente sacro que habilita la ficción de los juegos, el escape,
el quiebre del destino. También el colegio como instancia cohesiva para los
niños de familias extranjeras. ¿Por qué este niño, el padre señalado para
transmitir la historia familiar va a la escuela y es distinto a los otros? En
esta tensión, en estos linajes que crecen como enredaderas entre los
portarretratos, nace la voz del yo lírico. Este libro es el resultado de ese
pacto: Para que la cadena familiar exista, hay que escribirla “todo lo que
puedo”, anudarla como lana. Y quien puede hacerlo, tiene el poder de señalar
quienes son los buenos y los malos. Los subalternos y los héroes que construyen
el ejercicio de toda historia.
Para finalizar,
detrás de todas estas formalidades o vicios de interpretación, motivos que
hacen justamente que disfrute mucho sacar agua ante cada nueva lectura de sus
tan precisos y encantadores versos, vale señalar (y ya lo anticipamos) que
estamos sobre todo ante un poemario de memoria y sanación. Versos que corren
como una totalidad inseparable e imposibilitan meter la mano para quedarse con
un solo fragmento: los dedos se humedecen y regresan vacíos.
Pamela Neme
Scheij indaga en la historia de su familia en busca de esas marcas que llegan
hasta el presente. Construye su propia figura paterna, limpiando, borrando,
sacando de todo recuerdo ese lado oscuro. La memoria y el olvido como pares
inseparables, como voluntades para forjar una identidad. Todo este dolor es
imprescindible para que la escritura pueda sobrevivir y multiplicarse. La
familia es una molécula y la historia viaja en esa sangre.
En uno de esos
textos mil veces citados, Tesis de la Filosofía de la historia, Walter Benjamin
(perseguido por los nazis, vale aclarar en todos los contextos) imaginaba a un
ángel que miraba las ruinas del pasado, sus alas desplegadas tratando de
comprender, de hilvanar. El futuro se construye en la interpretación de esas
ruinas. Y ahí los ojos del padre a medio cerrar, las imágenes proyectadas. La
necesidad de contar una historia que recupera la oralidad (alfabetizada) y la
convierte en escritura. Así como la placa de bronce del cementerio ha sido
robada, es momento de volver a decir. Dimensionar el cuerpo, ajustar cuentas
para que el linaje continúe. En la forma de una aún pequeña niña que gatea,
corre trastabillando y balbucea sus primeras palabras. Un día preguntará
quienes fueron todas esas caras que cuelgan en las paredes de la casa.
| extracto de Espinas |
Cuando
papá cierra su boca
para
callarse o dormir
veo
a Nadua, esos labios
de
ondulación aguda
un
gesto en mi abuela
idéntico
al dolor.
Ella
anda aún
en
las fotos escasas
da
cuerda a sus pestañas
me
mira quietita
yo
nací tarde
no
alcancé ni sus brazos.
...
Como
Nadua en la niñez
tatué
nuestro linaje
en
mis brazos.
Líneas,
sombras que acomodan
cada
pena, entrega y esperanza
en
su lugar preciso.
El
vibrar de tu voz, papá
entrama
los vestigios
de
esas memorias
ya
casi sin dueños.
No
quiero
que
se disuelvan. Escribo
todo
lo que puedo.
Lo
hago
como
si tejiera a dos agujas
con
dos espinas.
0 comentarios:
Publicar un comentario