En su primer libro, Mauricio Koch nos ofrece cuentos donde el humor, la desesperación, el absurdo y la ternura se entretejen en pequeñas ficciones que exploran todas las posibilidades de un género cada vez más vigente.
Por Cristian Franco
Escribir
un cuento es, tal vez, uno de los peores masoquismos a los que un escritor
puede someterse. ¿Razones? Varias: es un género con una tradición plagada de
maestros y de obras que se acercan tenebrosamente a la perfección; es un género
donde uno está obligado a agarrar al lector del cogote desde el mismísimo
principio y arrastrarlo así hasta el final: una mínima distracción, un
trastabillar que afloje la tensión y caput,
fuiste; como todo género breve, en un cuento cada palabra que se usa adquiere
un peso de entre diez y quince toneladas, además de erizarse como un cardo
electrificado; y encima, es un género al que no hay justificación
pseudoestética que lo salve: si no funciona, si cuando el lector llega al final
no se desbarranca en una revelación que sea como un balazo en el medio del
pecho, entonces no hay consideración sociológica, psicológica, filosófica o
biográfica que valga: un mal cuento es, sencillamente, una repugnante pérdida
de tiempo. Knock-out o nada… eso diría Cortázar, uno de nuestros maestros del
género (mal que le pese a esa avispadísima intelligentzia
posmoderna que zumba y pulula y se reproduce en las facultades de Letras).
Bueno, entonces
a lo nuestro: El lugar de las despedidas,
de Mauricio Koch (La Parte Maldita, 2014). 17 cuentos. No es un mal número para
un primer libro. Sucumbe, eso sí, a una tentación venenosa: juntar en su interior cuentos que coquetean
(a veces exitosamente) con registros muy diferentes entre sí. ¿Un riesgo
admitido y enfrentado? Tal vez. En todo caso, la decisión ofrece una ventaja nada
desdeñable: el fulgor vacilante de los buenos cuentos (“Cenizas”, “El tío
Difícil”, “Herna o el amor como urticaria”) resalta mucho más al contrastar con
la correcta palidez del fondo.
El amor,
la muerte, la infancia, la soledad, el fracaso, la decepción. Estos son los
temas que sobrevuelan sobre los cuentos de Mauricio Koch. Y para tocarlos, para
al menos rozarlos con las yemas, Koch elige casi siempre el humor. Otra
decisión complicada: cuando el humor funciona, es un gran aliado del narrador;
cuando no, la inocuidad y la inexistencia corroen cualquier buena intención… Y de
buenas intenciones está empedrado, más que ningún otro, el camino al infierno de
la literatura.
“Herna o
el amor como urticaria” es el clásico cuento donde el humor se regodea en ese
patetismo imbécil en el que todos nos hundimos al encarar la conquista amorosa
(cuando digo ‘todos’ me refiero más bien a quienes nada sabremos jamás de los
delicados rudimentos del levante). Sí, el tema es un poco remanido, pero
todavía fértil: el semi-loser que se quiere chamuyar a la más linda de la
fiesta. Acompañar a esa conciencia y sus retorcimientos y peripecias es, sin
dudas, el momento más divertido del libro. Y por si la risa que provoca no
fuera suficiente, también nos deja una vieja y siempre útil moraleja: tengamos
mucho cuidado con lo que deseamos, a ver si todavía, en una de esas, se hace
realidad…
“Cenizas”
es otra cosa. No hay humor. No hay patetismo. Es un cuento brevísimo, simple e intenso.
Se apoya, esta vez, en el silencio (otro de los grandes aliados del narrador). Koch
consigue crear a partir de lo no dicho, de lo apenas insinuado, una tensión y
una atmósfera que cuando el cuento llega al final se convierte en humo, pero un
humo tan palpable y triste y definitivo, que nos entra en los pulmones como
vidrio molido. Dice en algún lado Ítalo Calvino que desde el momento en que
un objeto aparece en una narración, se carga de una fuerza especial, se
convierte en algo como el polo de un campo magnético, un nudo de una red de
relaciones invisibles. Ahí está quizás el secreto narrativo de “Cenizas”: amor,
dolor, nostalgia, toda la historia se concentra en uno de esos humildes,
silenciosos objetos cotidianos que solo las tragedias vuelven visibles. Un
cuento sutil, donde las pequeñas palabras (olor, basural, kerosén) están usadas
con esa sabia precisión que las vuelve insustituibles.
Recuerdo
haber visto hace tiempo una entrevista en la que Liliana Heker decía que a ella
no le interesaba escribir cuentos correctos, que eso, con oficio, lo podía
hacer cualquiera. Ahora, en la contratapa de El lugar de las despedidas, leo que Heker nos dice que el libro de
Koch es una aventura múltiple y
entrañable para el lector y una brecha auspiciosa en nuestra literatura. No
sé. Ojalá. Lo que sí sé es que este es un pequeño libro con un par de pequeños
cuentos que vale la pena leer: ficciones que revelan un mundo y dan un pasito más
allá de lo meramente ‘correcto’. Y eso —revelar, ir más allá— es lo que, al
menos una vez en su vida y masoquismo mediante, cualquier escritor tendría que intentar hacer.
2 comentarios:
Maravillosos los comentarios, muchas ganas de leerlos y gran intriga por saber cómo hace un corrector para liberarse de las ataduras de su "trabajo" y poder escribir.
Maravillosos los comentarios, muchas ganas de leerlos y gran intriga por saber cómo hace un corrector para liberarse de las ataduras de su "trabajo" y poder escribir.
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