por Ana V. Catania

Abro los ojos. Despego los párpados. Me pareció oírte llorar. Contengo el aire. Llega el silencio. Hace días que dejamos atrás la ciudad pero algo en mí todavía espera encontrarse con sus ruidos matinales. Debo haberte soñado llorando; o pudo haber sido algún animal ahí afuera, el chillido de un pájaro quizás. El sol se filtra por las persianas. La luz recorre tu cuerpo desnudo. Veo tus hombros colorados, la marca del bretel, tu pelo largo hecho un remolino: suelo dormir con tu pelo en mis ojos. Cuento los lunares que bajan del cuello a tu espalda. Observo la piel lisa y pálida de tus piernas. Me detengo en la curva de tu cintura, en el asomo de esa redondez inequívoca. Adivino, bajo las sábanas, los tobillos hinchados, el empeine gordo, las uñas del pie pintadas de rosa, los talones ásperos. Entonces se me vienen imágenes de la tarde de ayer, bañándonos en el río, y me pregunto si acaso fuimos, alguna vez, felices.


            De noche transpiramos. En la habitación no hay aire acondicionado, no hay siquiera un ventilador de techo. Los dueños de la casa dijeron que no iba a ser necesario, que con el aire de las sierras era suficiente, pero amanecemos como sopapas. A la madrugada, camino al baño, tropezaste con la valija en el pasillo. Tuve miedo por vos, por el bebé. Te pregunté si estabas bien, si necesitabas algo. Te escuché hacer pis y tomar agua del pico de la botella. Cuando volviste a la cama apoyé mis labios sobre tu frente y te sentí la ingle: pensé que podías estar insolada o estar volando de fiebre. Vos no abriste los ojos. Luego puse mi cabeza en la almohada y me venció el sueño.

            Ahora te acaricio el muslo. Mejor dicho lo sobrevuelo con la mano. Semanas atrás, mientras te desvestías, noté el moretón. Pensé que podía haber sido yo; que quizás había hincado mis dientes, jugando, más fuerte que de costumbre. Cuando te encaré te hiciste la tonta, le diste mil vueltas al asunto. Hasta que te fue imposible sostener la mentira. Cuando mentís me evitás. Tus ojos se fijan en la pared hasta quedar en blanco. Jamás tuve celos; eso lo sabés bien. Pero sí bronca, impotencia. Entonces te sacudí y te pregunté cómo dejás que te ponga una mano encima, cómo soportás que ese hijo de puta te siga tocando. Me atreví a ir más lejos y te provoqué. Dije que me dabas asco: me das asco nena. Vos primero gritaste y luego dijiste que yo no entiendo nada, que para mí es fácil; que si hablás va a terminar matándote, tarde o temprano. En días así dejo que te descargues, que me uses como saco de box, que me muerdas y me tires del pelo. Cierro los ojos y pienso en los vecinos del departamento de arriba, en la familia de abajo. Nada más frustrante que no poder curar el dolor de la persona que uno ama. Te agarré del cuello, hice que hundieras tu frente en mi hombro, que mojaras mi remera con tus lágrimas, con tu rimel disuelto. Me desnudaste llorando. Yo pasé mi mano por todo tu cuerpo, que no dejaba de temblar. Luego me arrodillé frente a vos y besé la mancha verde en el muslo.

Más tarde me pediste que te sacara de ahí, que te llevara conmigo; ahora, ya. Al día siguiente compro dos pasajes en micro, busco una casita barata en medio de las sierras, invento cualquier excusa con mi jefe y cambio las fechas de las vacaciones. Vos le decís a él que acompañas a una amiga del trabajo a enterrar a su madre; se lo avisás una noche cuando vuelve del bar porque sabés que ya tomó demasiado.

En el viaje me recordás que a la vuelta no seguimos, que ya fuimos demasiado lejos. En un año debe ser la tercera o la cuarta vez que lo decís. No lo anunciás con tristeza ni con alivio. Hay una distancia insalvable en tu voz. Yo trato de leer. Leo un artículo en una revista que compré en la terminal de ómnibus. El artículo dice que hubo un tiempo, millones de años atrás, que estas montañas, estas sierras que ahora nos rodean, no existían; que todo era océano, glacial y salado. Me imagino que estamos bajo el agua y vos seguís hablándome, pero yo no te escucho. Yo no puedo escucharte porque bajo el agua tus palabras se vuelven burbujas. Pienso que si estás llorando no podré distinguir tus lágrimas en este mar enorme. Flotamos. Pero la presión en los oídos, en la cabeza, en los ojos, se hace imposible. Hay que volver a la superficie para tomar aire. Se me ocurre que amar debe ser algo así.

Un ave sobrevuela en círculos el techo de la casa. Debe ser un gavilán, por sus alas fuertes y su grito agudo. Oigo cómo tu respiración se hace profunda. Veo, de costado, tu pecho expandirse, tu vientre contraerse con cada exhalación. Imagino los cachetes rojos, la nariz y la frente llena de pecas, la pera redonda, el ceño fruncido. La misma cara de cuando nos conocimos. Tus compañeros me lo habían adelantado. Decían que tenías mala cara, siempre; que no había día que no entraras o te fueras sin tus gestos altaneros, tu mal humor. ¿Quién se cree que es la repositora nueva? Ellos te habían hablado de mí. Que desde mi ascenso las cosas habían cambiado, para bien; pero que tenían que hacer buena letra. Con la Chaile no se jode, ¿eh?

            La primera vez que me hablaste fue en el salón comedor. Tiempo después dirías que no te acordabas de nada de eso. Me abordaste con un impulso que me causó escalofríos, inclinando tu cuerpo contra mi espalda. Anoche soñé con vos, largaste. En tu sueño entraban al supermercado unos tipos con armas. Dijiste que yo había llevado a un grupo de empleados al depósito. Que me había hecho cargo de la situación, que había sido valiente. Dijiste que había apoyado mi mano sobre tu hombro, para tranquilizarte. Que luego los había hecho salir por la ventana que daba al estacionamiento. Les había dado ánimo para saltar y había salido última, después de asegurarme que todos estuvieran a salvo. Me quedé sin palabras. No sé cómo no me atraganté con el sándwich o me ahogué con la Coca-Cola.

        A partir de ese día empezaste a sentarte conmigo a la hora del almuerzo y en los dos recreos de diez minutos. Tomabas café mientras ojeabas algún catálogo. No salías por un cigarrillo ni usabas el celular, como hacía el resto de tus compañeros. A veces hablábamos hasta que los silencios se volvían largos. Apenas probabas tu comida. Decías que vivías a dieta, que tus piernas y tu culo eran un mar de grasa. Sin embargo morías por los dulces. Más tarde empecé a dejar chocolates en tu casillero. Elogiabas mis piernas torneadas, el abdomen plano, la curva estrecha de mi cadera. Te parecía raro que entrenara para triatlón. No sé si recordás que la vez que lo conté te reíste como loca. Yo me encerré en el baño, muerta de vergüenza.

Los otros supervisores me decían que tuviera cuidado; les resultaba sospechoso que solamente hablaras conmigo, que ignoraras al resto, que para ellos tuvieras tantos desplantes. A ver si te quiere sacar guita o meter en quilombos. Hasta a Estela le resultaba extraño vernos juntas todo el tiempo. ¿Qué está pasando entre ustedes dos?, me preguntó una vez, ella, que no sólo era mi jefa sino como una madre para mí.
            Una noche, cuando caminábamos a la parada del colectivo, me hablaste de Hernán. No sabía que eras casada; pero esa información tampoco cambió el rumbo de las cosas. Lo nombraste al pasar. Eso te obligó a contarme la historia entera: un casamiento demasiado pronto, un embarazo perdido, los malabares para llegar a fin de mes, el adiós a los sueños. Te pregunté con qué soñabas. Con viajar, respondiste. Vos pareces una tipa viajada. Te dije que no tanto. Que conocía las cataratas, Bariloche, la costa, y que había estado una sola vez fuera del país, para una competencia. Pensé que podía interesarte hacer una salida de domingo al Tigre, parar en la quinta de mis abuelos. Podríamos pasear en catamarán, visitar el Puerto de Frutos, comer un asado, tomar sol a la orilla del río. Me contaste que con tu marido no iban juntos ni a la esquina.

Jamás adiviné tu intención, hacia dónde íbamos. ¿Debía considerarte algo más que una compañera de trabajo? ¿Acaso una amiga? Yo tenía un grupo de amigas, sí. Unas pocas amigas íntimas. Con el paso del tiempo me encontré con que ya no las veía, no sabía nada de ellas, no respondía a sus llamados, a sus invitaciones. Mis amigas te causaban celos.

Esa noche, la noche de mi cumpleaños, te habías puesto mucho maquillaje; llevabas el pelo suelto, planchado. Tenías un jean que te marcaba la cintura; algunos botones de tu camisa estaban abiertos de tal modo que se te veía el corpiño negro. Estuviste toda la fiesta apoyada contra la ventana del balcón, con una botella en la mano, un cigarrillo en la otra, y esa mueca tan tuya, ese desaire. Ojeabas de arriba abajo a las doce personas que cabían apretadas en el monoambiente. En un momento dijiste que la música no te gustaba. ¿No tenés cumbia? Y a solas deslizaste que mis amigas eran unas cogotudas. ¿Con quién querías que hablara? ¿Con la vieja hinchapelotas de Estela?, te quejaste alzando la voz en la puerta del edificio. Apenas podías mantenerte en pie. Llevabas los tacos en la mano y me hablabas con aliento a cerveza, ronca del cigarrillo. Te pedí un taxi; yo lo pagaba. Dijiste que no; fuiste rotunda. Cuando te abrí me buscaste con la mirada. Tu cara se vino hacia la mía en un gracioso vaivén. Uno de tus ojos empezaba a desviarse. Quise reírme, pero en su lugar te besé en los labios. Vos saliste sin decir chau.

        El lunes siguiente apenas nos dirigimos la palabra. Me limité a temas laborales y salteé la hora del almuerzo. El miércoles recibí la noticia del traslado. No llegué a despedirme porque ese era tu día franco; a decir verdad fue un alivio. Pero me sorprendió que llamaras, una semana después. Preguntaste si podías pasar a la salida, que necesitabas hablar conmigo, que era urgente. No me diste tiempo a contestar nada. Ese día caminamos sin destino; vos fumabas rápido y corto, y cargabas con bolsas llenas de ropa. Dijiste que la situación en tu casa no daba para más, que tu marido te buscaba sólo por el sexo, que si trabajabas como una condenada era para ahorrar y rajarte en cuanto pudieras, que si yo sabía de algo mejor en esta sucursal, que no pensabas terminar tu vida como repositora. Hablabas mirando hacia abajo, hacia la vereda, escupiendo las palabras. Pasé el brazo por tu cuello, te ayudé con las bolsas, y te pedí que te calmaras, que no hicieras una escena en la calle.

            Esa noche hicimos el amor por primera vez. Yo trataba de consolarte, de hacerte olvidar, de hacerte sonreír. Tu pelo se volcaba sobre uno de tus hombros; tuve ganas de, qué se yo, besarlo o tironearlo o repartirlo de un lado y del otro. Estábamos mareadas de tanto vino; ligeras. Tiempo después descubriría que con vos me dejaba ir. Tenía olvidados mi cuerpo, mi voluntad, mis ganas. Pronto dejé de entrenar, de salir a la calle, de hablar con la gente, de ocuparme de mí. Tus arrebatos y tus maquinaciones me hacían pensar en algo absurdo, incomprensible: era como vivir drogada. No recuerdo quién tomó la iniciativa pero nos descubrimos besándonos, con sed; mordiéndonos la piel de los labios, enroscando nuestras lenguas, buscándonos debajo de la ropa. Nunca cogí con una mujer, me confesaste. Yo tampoco, mentí. Y vos te burlaste, te reíste con la cabeza echada hacia atrás. Reíste tan fuerte que tuve que taparte la cara con la almohada. Sh, sh, sh, te susurré al oído.

            Vuelvo a cerrar los ojos. Con el calor del mediodía llega un aroma dulce: a flores, a pasto húmedo. Se escucha, a lo lejos, a un perro ladrar y a su dueño chistarle. Luego el resto de una conversación en la casa de al lado. Parecen las voces de un hombre y de una mujer, pero no logro entender lo que dicen. Pienso que cuando te despiertes vas a querer ir a bañarte al río o volver a la ciudad: con vos nunca se sabe. Ya me tenés acostumbrada a tus antojos. A que seas tan temperamental como fascinante. Como esa vez que te ofrecieron el puesto de cajera en la nueva sucursal. Me arriesgué por vos, puse en juego mi nombre, mi reputación, mis años de trabajo para la compañía. No duraste un mes siquiera. Dijiste que las responsabilidades eran muchas, que no eras buena para los números, para aguantar las vueltas de los clientes, sus demandas. Que al fin y al cabo el puesto de repositora te venía mejor porque no tenías que hablarle a nadie ni enfrentarte a las quejas, a los reclamos. Recuerdo el día que presentaste la renuncia. Me expusiste, me vaciaste. Eso hacés vos: me vaciás y me volvés a llenar. ¿A llenar de qué?, me pregunto. No lo sé. Tal vez se trate de la ilusión de tomar algo del amor que creo merecer.

Esa tarde volví hecha una furia. Las manos me temblaban, un sudor frío recorría mi cuello, oía un zumbido que se hacía cada vez más y más agudo. Había sido mi culpa; debí haberlo visto venir. A las pocas horas tocaste el timbre del departamento. Me metí en la habitación. No quería verte, no quería escucharte. Fuiste obstinada: dejaste un mensaje seguido de otro en el contestador. En ninguno de ellos pedías disculpas. Hablabas sola, hablabas sin parar. Mientras tanto me desnudé frente al espejo. Al principio no me reconocí. Tuve que abrir bien grandes los ojos, bajar la vista y comprobar que era, efectivamente, yo.

Solíamos vivir puertas adentro. Pasábamos fines de semana enteros sin ver la luz, sin salir a la calle, sin cruzarnos con la gente. Aprendí a cocinarte, a cuidarte cuando te enfermabas o te emborrachabas. Nos reíamos por cualquier estupidez, como dos adolescentes; nos atrevíamos a ser despreocupadas, a olvidarnos de la violencia del mundo en general. Éramos suaves cuando estábamos dolidas; urgentes cuando sentíamos placer y culpa, que no son sino una misma cosa. De noche me atacaba el insomnio. Imagino que debía significar algo más: amor, miedo, pérdida, o alguna otra palabra que usamos cuando ya es demasiado tarde, cuando tenemos el agua al cuello. A Hernán le decías que te quedabas a dormir en Capital, en casa de una compañera. Según vos, él volvía todos los benditos sábados a horas imposibles. Solías regalarme los escándalos que se hacían al teléfono con un exhibicionismo brutal, alevoso.

Escucho, nuevamente, en la casa de al lado, esa conversación ajena. La voz del hombre se va haciendo cada vez más fuerte, arremete con un ímpetu nuevo. Caigo en la cuenta de que nunca le conocí la voz a Hernán. No sé cuán grave o monstruosa es. Me pregunto, entonces, si no he sido víctima de ustedes dos. De un plan siniestro, retorcido, de una gran broma. Si no me han usado a su capricho y distracción. ¿Quién me asegura que él no lo sepa, que no haya seguido tus pasos o que los haya dictado él mismo? Me obligo a pensar que no, que en esta historia no hay culpables ni víctimas. Que estamos solas. Pero vos, después de haberme vaciado, vas a volver a él; y yo, yo deberé reclamar fuerzas que se me han agotado hace tiempo. Mientras tanto nos acostamos, nos besamos, comemos, nos bañamos. Todo parece estar tranquilo. Te curo las quemaduras del sol, te saco a pasear, te canto, te hago reír; jugamos. Veo cómo te echás agua sobre los brazos, sobre los ojos, sobre el pelo, sobre las piernas, como si el agua verde del río curara.

Trato de imaginar el futuro, lo que vendrá. Porque es verdad lo que decís: fuimos demasiado lejos. A la vuelta, voy a borrar tu teléfono, cambiar las llaves, borrar los pocos recuerdos juntas. Apenas sé dónde vivís, cuál es tu barrio; no sé cómo es tu casa, qué hace tu familia, si acaso tenés hermanos. Nunca me mostraste fotos, no te conozco amigos. Tus viejos compañeros de sucursal ya ni te recuerdan; volviste a reposición para irte poco tiempo después. Pasaste por ahí sin pena ni gloria. Sucede siempre lo mismo en este tipo de trabajos. Hay días que alguno de ellos me escribe un mensaje o recibo una llamada de Estela, para ver cómo me va en el nuevo puesto. Jamás te nombra. Tu vida, de ahora en más, será cosa tuya.

La voz de ese hombre, en la casa de al lado, en la puerta de la casa de al lado, me rodea, rebota en el centro de mi pecho. Vos te sobresaltás, te fastidiás; agitás tus hombros, movés las piernas, te estirás como un gato, te quitás la sábana de encima, la tirás al piso. Me dejás completamente desnuda. Girás sobre tu propio peso, sobre tus nueve kilos de más, dando un largo suspiro. Tu panza roza uno de mis brazos. Yo me alejo, me repliego hacia el borde de la cama. Observo la piel ajada de tu vientre, a punto de explotar; los músculos contraídos; los pechos llenos de leche, desbordados; los pezones agrietados; los rayos de sol de la una pegándote en los ojos.


Y ahora, a pesar del canto violento de las chicharras, logro escuchar cómo tocan fuerte una, dos veces, a nuestra puerta.

[Sobre la autora]

Anita Catania nació en Capital Federal en 1980. Se crío en la localidad de Banfield, en el sur del Gran Buenos Aires. Es egresada de la carrera de Filosofía (Universidad de El Salvador). Actualmente se dedica a la docencia y a la gestión didáctica. Ha escrito sobre filosofía, literatura, artes plásticas, fotografía, diseño y música, para diferentes medios gráficos y digitales como Sede, Molde, Style BA (Time Out), Bulkka, Conga Mag, Conversiones y Encerrados Afuera. Realizó cursos de arte y filosofía, literatura inglesa y americana, análisis de prosa inglesa, poesía francesa y alemana. Se formó en los talleres de escritura creativa de Natalia Rozenblum y en los de redacción de Nerio Tello. Actualmente se encuentra cursando el tercer nivel de la Formación en Escritura Narrativa en Casa de Letras y realiza tutoría de obra con José María Brindisi. Little Sur es su primer libro de relatos publicado en 2012 por Ediciones Encendidas.

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