por Cristian Franco
Hay
libros que en ciertos momentos me generan una mezcla de asombro y vértigo y
angustia y miedo. Es una sensación que punza apenas un segundo, pero deja
residuos porfiados. Algo parecido a lo que sentiríamos si de repente
despertáramos y estuviéramos, sin tener la más mínima idea de cómo llegamos
hasta ahí, justo en el punto más alto de una montaña rusa. Algo así, pero muy
microscópico. A veces no me deja seguir leyendo: tengo que abandonar la página,
mirar un rato por la ventanilla del colectivo, pensar en cualquier cosa hasta
animarme al próximo párrafo. No tengo una explicación. Simplemente sucede. A
eso le dicen “experiencia intransferible”.
En
apenas 103 páginas, Big Bang, de
Enrique Decarli, me suministró varias dosis de esos momentos. Sus cuentos son
pequeños y precisos: minúsculas bombas quirúrgicas. Pasar de un cuento a otro
es como transcurrir entre dimensiones paralelas, regidas cada una por sus
propias leyes pero todas firmemente ligadas por el hilo inquietante de la
ficción. Hay blasfemias socarronas (“Aranjuez”), hay parábolas kafkianas (“A
través de un vidrio esfumado”, “Apuntes sobre el Mercado”), hay confesiones
agrias y escépticas (“Dana”).
Después
de leer Big Bang, sería muy fácil
encasillar, etiquetar, sentenciar a Decarli: cultiva el género “cuento fantástico”.
Aunque no creo que a él le moleste demasiado ese reduccionismo arbitrario (que
lo integren a uno al clan de Borges y Cortázar no puede ser un deshonor para
nadie), cuentos como “Descarrilar” (mínima, cruel, exacta historia de amor y
desilusión), o “Dana”, son claros ejemplos de que su oficio no es meramente
medrar en un género, sino construir narraciones donde la incertidumbre es ama y
señora.
Si
en aquel frecuentado apólogo o alegoría o chiste de Chuang Tzu y la mariposa el
problema era quién es el soñador y quién el soñado, en los tres cuentos
centrales de Big Bang (“FundaciónArte”, “Fiebre” y “Big Bang”) el
problema es hasta dónde llega el
sueño, cuáles son los límites de ese territorio impreciso. Porque Decarli tiene
una extraña y envidiable habilidad: sabe escribir sueños; es decir, sabe crear
ficciones que tienen la misma estructura caprichosa, fascinante y despiadada de
los sueños (más todavía: es delicioso cómo en “Fiebre” engarza con maestría un
sueño dentro de otro sueño). Ojo, no es que se afane en la ínfima tarea de “contarnos
un sueño” (o peor —dios nos libre— “sus sueños”), sino que utiliza la forma perturbadora
de los sueños para que sus cuentos sean más eficaces y más terribles y más reales.
Casi
todos narrados en primera persona, hay también en todos un trasfondo que huele
a estupor, a desilusión, a ironía y extrañeza frente a eso que llamamos
realidad. Sin embargo, cada historia es única y está contada con una voz que es
diferente cada vez (una voz que narra es ante
todo una forma particular del miedo, del deseo, de la perplejidad). Por
eso, porque son tan reales, tan convincentes esas voces que cuentan, es que el
punto final de cada una de sus historias (ese insignificante signito
tipográfico) es más bien el borde de un precipicio irresistible. Ignoramos qué
hay en el fondo —ignoramos si hay un fondo— pero intuimos que ese punto final
es una invitación al salto.
Cuenta
la leyenda que antes de que ese implacable fuego hecho de neoliberalismo,
posmodernidad y redes sociales prácticamente los extinguiera de la faz de la
literatura, existía un extraño animal llamado “escritor”. Big Bang es la evidencia (como una huella pérdida en un bosque
incendiado) de que todavía hay algunos ejemplares de ese animal mitológico
dando vueltas por ahí. Es estos tiempos en que prolifera un vanguardismo
apresurado, enclenque y pueril, da placer encontrarse con libros que vuelven a
demostrar que hay una hermosa tradición que resiste: el cuento bien escrito.
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