Siameses, historia de una familia normal, busca examinar con minucia e inclemencia la materia extraña de que está hecha esa cosa que llamamos “familia”. 

por Cristian Franco
 
La familia siempre es el tibio lugar de la pesadilla. Por algo en Argentina nuestros miliquitos la sumaban en su álgebra siniestra a esas otras dos alucinaciones hermosas: dios+patria+familia=pesadilla perfecta. La familia es la célula fundamental de la sociedad, nos dicen. Claro que nadie aclara que se trata de una célula deforme, metastásica, delirante, caníbal.

Mamá, papá y los hijos. Lugar común, lugar trillado: siempre una tentación, un peligro, una trampa inevitable. Si el teatro no puede dejar de repetir la novela familiar es porque todos estamos encadenados a esa escena. Es el único lugar del que nadie escapa nunca. Tal vez por eso Siameses enfrenta el desafío con una mueca de desdén. Es inútil asustarse de una trampa de la que no se puede escapar. Mejor reírse de esas cadenas y sacarles el jugo.

En Siameses es más importante lo que se muestra que lo que se cuenta. Contarla es fácil: un día un tipo se encama con una manca y ese polvo sin amor engendra unas lindas siamesas. Mamá, papá, dos nenas. La familia ideal. La obra nos hace asistir, como en un sueño sombrío y claustrofóbico, a esa intimidad resquebrajada: la mamá aburrida que mira la tele, el papá cansado que llega del trabajo, las hijas desobedientes que ponen la mesa para la cena.

Hasta ahí, pues, todo en orden, todo insignificante. Es el trabajo sobre la forma lo que hace de Siameses una obra distinta, hipnótica. No interesa tanto que las hijas sean unas siamesas un poco tontas, que la mamá no tenga brazos, que el papá sea un boxeador frustrado que imita a Rocky Balboa. Lo que importa es cómo nos muestran esa pesadilla de la que no pueden despertar y que también es nuestra pesadilla secreta e inextirpable, aunque no seamos una mamá manca y borracha o no tengamos una hermanita pegada al costado.

De ese trabajo —múltiple, meticuloso, perturbador— sobre la forma, elijo la luz como uno de los ingredientes fundamentales de la apuesta. Porque va más allá de la mera ‘iluminación’: la luz no solo enfoca o ilumina, sino que transforma, expande, encierra, habla, carcome, desfigura. La luz circula por toda la obra como una magia que hace mutar las palabras y los gestos. Las frustraciones de los cuatro, sus ilusiones podridas, sus vidas mutiladas, nos llegan teñidas y transfiguradas por las maleables formas de la luz. Como si esa fuera su verdadera sangre.

Dije antes que lo que importa es lo que se muestra (y cómo) más que lo que se cuenta. No hay en Siameses eso que propiamente llamamos narración. Es más bien, se me ocurre, como poner el ojo en un microscopio: tenemos ahí un minúsculo ejemplar en estado puro de esa célula sagrada que llamamos ‘familia’. Durante toda la obra asistimos a su metabolismo nefasto: lento, mórbido canibalismo que los personajes ejercen sobre los otros en cada escena. Un organismo que se autofagocita para no desaparecer. Los diálogos y monólogos —son crudos, son frenéticos— están hechos de los jugos de esa desintegración perpetua.

Claro que hay mucho más de lo que deja relucir este punteo escueto. Algunas imágenes se me quedaron grabadas, como si las hubiera soñado: el papá prestándole las manos a la mamá para comer; las siamesas escondidas debajo de la mesa, tramando su fuga, alumbrándose con una linternita, llorando; la mamá erguida sobre la mesa, convertida en efímera reina, decadente y patética. Escenas en las que hay un exceso que las aleja de la simple anécdota o del cuadro costumbrista, un grotesco tenue que se cuida muy bien de caer en la parodia.

Hoy que ya casi nadie parece recordar que en arte el realismo no es más que una ilusión inútil y apolillada, hay que celebrar una obra que se atreve a ser algo más que pobre "representación". Divertida, irónica, procaz, Siameses está construida para enfrentarnos con las minúsculas carencias y frustraciones de las que estamos hechos. Un microscopio-espejo: queremos mirar y lo que vemos no es otra cosa que nuestra propia mugre.

Y la mugre, cuando es esa que guardamos bien adentro, siempre asusta un poquito.

[Ficha técnica-Artística]
Dramaturgia: Felipe Rubio.
Dirección: Felipe Rubio
Actúan: Jimena García Conde, Mariana Soledad Giménez, Lizzy Pane y Julio Rosenberg.
Diseño de iluminación y concepción del espacio: Gonzalo Velozo y Felipe Rubio.
Asistente de dirección: Luz Moreira.
Vestuario: Mariana Arzola
Prensa: Correydile

[Funciones]
Viernes - 22 HS.
Patio de actores - Lerma 568
Reservas: 4772-9732

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