«De todo el algodón hay sólo una hebra.
La urdimbre y la trama, la púa de la lanzadera del tejedor,
la lanzadera, la textura de las telas, las zapatillas de algodón
y las madejas de hilo;
a todas se las conoce por su respectivo nombre
y todas pertenecen a su respectivo lugar.
Pero hay una sola hebra de hilado».
La urdimbre y la trama, la púa de la lanzadera del tejedor,
la lanzadera, la textura de las telas, las zapatillas de algodón
y las madejas de hilo;
a todas se las conoce por su respectivo nombre
y todas pertenecen a su respectivo lugar.
Pero hay una sola hebra de hilado».
Bulleh Shah (1680-1758)
Estas páginas se me han hecho singularmente difíciles. El pedido de La Tribu de escribir algo para sus veinte años ha coincidido con una etapa aguda de la crisis global, y con otra de la misma índole en lo personal. Así pues, el borrador de este texto ha tenido idas y vueltas, decenas de redacciones, correcciones, supresiones. Se supone que el autor no debería comenzar un texto justificándose (aunque todo lo que escribimos es, en última instancia, para justificarnos), pero aprovecho la libertad de pluma, o más bien de tecla, que me han concedido para iniciar esta historia del modo que lo siento y no del que las convenciones generales aprueban. Coincide también, más o menos, con el 33 aniversario del golpe de estado del 24 de marzo de 1976 que para quienes somos contemporáneos de los hechos que se recuerdan tiene, por esos extraños ritos de las fechas, una carga adicional. Mi propósito era difícil y sólo vos, que estas leyendo el resultado, podrás saber si lo he logrado. ¿Cómo intentar un Zeitgeist de lo que sucede en el complejo marco de las relaciones entre nuestra sociedad humana, el conocimiento que creamos y la tecnología que producimos, en el restringido marco de un artículo para una obra colectiva? ¿Cómo hacerlo si aún no tenemos una síntesis adecuada, si no podemos observar la historia en la que estamos inmersos con las ventajas de un potencial distanciamiento en el tiempo o en el espacio?
Mi ánimo está mucho más para cartas de amor que se arrojan con botellas al mar que para un ensayo. Así que apelo a tu indulgencia, lectora, para con el tono de este texto; y si se te ocurre leerlo como una declaración de amor hacia la libertad, el autor se sentirá satisfecho
Mi ánimo está mucho más para cartas de amor que se arrojan con botellas al mar que para un ensayo. Así que apelo a tu indulgencia, lectora, para con el tono de este texto; y si se te ocurre leerlo como una declaración de amor hacia la libertad, el autor se sentirá satisfecho
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Todas las etapas históricas han estado signadas de algún modo por la tecnología, que a fin de cuentas no es sino una expresión material de la sociedad y de la ideología imperante; pero es tal vez la etapa más reciente, desde los ‘70 hacia acá, en que esta presencia se ha hecho más evidente. Como sea que definamos la tecnología, sabemos que está indisolublemente asociada con la sociedad humana. En efecto, en sentido amplio la tecnología es la relación de una sociedad con las herramientas y técnicas que crea, y las formas en que esa sociedad puede ejercer control sobre su medio ambiente. El desarrollo tecnológico implica pues abrevar en muchos campos del conocimiento: por cierto, el campo científico, pero también el matemático, el ingenieril o el histórico. Así entonces, se trata de una forma de sistematización del conocimiento, distinta de la ciencia, pero asociada con ella en múltiples formas. El conocimiento, como tal, es un producto social. Es creado en forma de pequeños agregados incrementales, y en tanto incrementa la utilidad del consumidor, resulta un bien económico. Pero conceptualmente es un bien público, en el sentido que es al mismo tiempo no-rival y no-excluible. El lector versado en economía no tendrá problemas en entender estos conceptos; pero cómo este texto no está dirigido exclusivamente a economistas, me permitirán un pequeño desvío para explicarlos.
Es posible clasificar los bienes en función de dos variables: rivalidad y excluibilidad. Cuando el consumo de un bien por un agente económico impide que el mismo bien sea consumido simultáneamente por otro agente, decimos que el bien es rival. Así, un martillo será un bien rival: sólo una persona puede utilizarlo a un tiempo. En sentido opuesto, un bien no rival es el que puede ser gozado simultáneamente por un número ilimitado de consumidores. La mayoría de los bienes no rivales son intangibles. Por otro lado, llamamos excluible a un bien cuando es posible evitar que las personas que no han pagado por él obtengan sus beneficios. Algunos pocos bienes son naturalmente excluibles, pero en general la exclusión implica la necesidad de establecer distintas formas de coerción (por ejemplo, la amenaza de sanción penal para quien se apodere de un bien ajeno). Los bienes que son simultáneamente rivales y excluibles se llaman privados; su opuesto son los bienes públicos. En medio hay bienes que son rivales pero no excluibles, a los que en general se llama bienes comunes (el ejemplo clásico es la pesca en aguas internacionales: nadie está excluido de pescar, pero en medida que la pesca excede la tasa de reproducción de los cardúmenes, los peces se tornan cada vez más escasos), y bienes que no son rivales pero son excluibles, llamados usualmente bienes de club, bienes colectivos o bienes artificialmente escasos; el ejemplo clásico es la televisión por cable.
Hecha esta breve digresión, volvamos al hilo. En los últimos treinta años, desde la aparición de enormes excedentes de capital financiero como consecuencia de la crisis del petróleo de 1973, y la sucesiva multiplicación de estos excedentes a través de crisis de ciclo corto y largo, ha habido una constante puja por la conversión de estos bienes públicos del conocimiento en bienes excluibles. Una explicación probable de este fenómeno es que no había más bienes materiales que apropiar (es decir, trasferir del dominio público al privado) sin un enorme costo de confrontación.
No es, ni mucho menos, que no haya habido en esta etapa disputas feroces por la apropiación de bienes materiales; se han visto, claro, tanto en los planos de las guerras entre corporaciones, poco sangrientas a los ojos del público, como en las guerras de «baja intensidad» que han cubierto buena parte del planeta, de Iraq a los Balcanes y de Sierra Leona a Afganistán. Aquí, lector, probablemente harás un alto, te rascarás la cabeza y te dirás: «Iraq, petróleo. Está claro. ¿Pero qué tiene que ver en esto un país paupérrimo como Afganistán?». La respuesta es múltiple, pero déjenme sintetizar el aspecto principal (y si algún día me invitan una taza de café, discutiremos los accesorios): una plantita de aspecto inocentón, de flores lila, rosa pálido o blanco, llamada Papaver somniferum. De ella, como ustedes saben, sale el opio; de este, la morfina, y de ella la heroína. Tres cuartos de la heroína del mundo provienen de Afganistán; la producción local se multiplicó entre tres y cinco veces desde la caída del régimen talibán. Pero volviendo al punto: las disputas por bienes materiales se vuelven sangrientas y costosas. Al mismo tiempo, los capitales financieros ociosos exigen rendimientos cada vez mayores. Entonces, no queda más remedio que apropiar lo que quede de espacios comunes en territorios donde sea posible invadir más o menos pacíficamente. Pero estos espacios comunes no son ya tierras de labranza, sino elaboraciones inmateriales: conocimiento, tradiciones, arte en sus múltiples expresiones. Así pues, las últimas tres décadas han visto un arrollador avance de apropiación sobre estos bienes comunes, por vía de una serie de trampas obscenas encapsuladas bajo el nombre de «propiedad intelectual», un portmanteau que engloba cosas tan disímiles como derechos de autor y conexos, derechos de los editores (copyright), derechos de los obtentores de variedades vegetales, patentes, marcas, derechos de máscara y la lista sigue. Esto de «derechos», claro, no debe ser tomado al pie de la letra, en el sentido en que generalmente los entendemos; se trata más bien de privilegios (de privus, individual, privado y legis, ley; una ley pública en beneficio privado).
Esta transformación de lo no excluible en excluible sólo era posible por un aumento de la coerción, a través del establecimiento de un sistema de medidas más severas de amenaza de sanción. En la práctica, esto significó que especialmente a partir de la década de 1980, y con creciente intensidad, el lobby «industrial» de los (re)productores de estos bienes inmateriales presionó con éxito para extender los plazos de exclusividad del copyright, ampliar el rango y sentido de las patentes, incrementar las restricciones de uso sobre variedades de semillas. Otra forma, de ejecución más lenta, de este proceso de apropiación se manifiesta en la orientación de la ciencia aplicada, es decir, en el terreno de las inversiones en investigación y desarrollo (combinando después el resultado, en muchos casos, con el factor de coerción). Mientras que el terreno del simple incremento de la coerción fue el elegido en general por las corporaciones productoras debienes completamente inmateriales (música, cine, software), otros sectores como la industria farmacéutica y la agrobioquímica escogieron el camino de la investigación orientada y la restricción legal posterior. Como resultado de las inversiones en biotecnología, tenemos una «segunda revolución verde» (de consecuencias aun más desastrosas que la primera, pues esa al menos sirvió para solucionar algunos problemas de hambre) orientada a la agricultura extractiva con fines industriales. Organismos genéticamente modificados están siendo introducidos a mansalva en la naturaleza, como si fuera posible hacer este experimento de laboratorio a escala global sin ningún análisis consistente, sólo para satisfacer la demanda de crecientes utilidades de corporaciones como Monsanto, trastocando drásticamente los modos de producción agrícola y creando estructuras de lock-in por doquier.
La cuestión es, entonces, apropiar, transformar, difundir. Apropiar, es obvio, para pasar esos bienes al dominio privado; transformar para esterilizar cualquier antígeno que la nueva posesión pudiera tener; finalmente, difundir no sólo para obtener de ello renta (a tasas absurdas, como veremos después) sino también, como efecto colateral y deseado, para perpetuar, cristalizar, un modelo ideológico y político, para hacer ver no sólo admisible, sino hasta «buena», «progresista», «inocente» esta apropiación y las que siguieran.
...
En algún sentido, las tecnologías de información y comunicaciones surgidas (o masificadas) en la etapa tuvieron sin embargo efectos aparentemente no deseados. El más notable fue la reducción brutal del costo marginal (el costo de producir una unidad más de un bien determinado) de reproducción de la información: mientras que reproducir un texto bajo la forma impresa lleva consigo la necesidad de insumos materiales significativos (tinta, papel), una estructura industrial de imprenta, y mecanismos de distribución física para que llegue a los lectores, reproducirlo bajo la forma digital y hacerlo circular por la Internet tiene un costo microscópico en términos de energía y almacenamiento. Esta reducción del costo marginal provocó, consecuentemente, un aumento en la velocidad de circulación de la información. Digo «aparentemente» no deseados porque es indispensable tener en cuenta que ambos emergentes facilitan enormemente difundir a escala global un modelo unilateral de cultura y pensamiento. Es cierto que uno puede hoy «bajarse» de la Internet un buen disco de Qari Waheed Chishti (para los pocos que no lo sepan, unqawwal indio) pero... ¿cuántos millones de copias de discos de Avril Lavigne se bajaron al mismo tiempo?
Al reducirse el costo marginal y aumentar la velocidad de circulación, una multitud de obras protegidas por derechos de autor comenzaron a circular gratuitamente por la Internet. Miles de millones de copias (y en el mundo digital la distinción entre «original» y «copia» pierde mucho de su sentido) de contenidos audiovisuales circulan a diario a través de la red, o se transfieren de mano en mano a través de dispositivos digitales de almacenamiento. Los titulares de derechos de autor de estas obras, que raramente son los propios autores, a su vez procuran aumentar más los vectores de coerción, hasta el punto de producir transformaciones en el lenguaje: por ejemplo, han resignificado el término «piratería» para referirse a la obtención de copias ilegales de material protegido por derechos de autor o conexos. También se han intentado medidas técnicas de restricción para evitar la copia ilegal.
Ambos mecanismos de restricción han tenido poco éxito: el incremento de la coerción carece de resultado práctico porque, por sus características homeostáticas, no hay ningún sistema de administración de justicia que permita efectivamente encauzar a los distribuidores y consumidores de estos bienes ilegalmente copiados. Las medidas técnicas han sido derrotadas una tras otra, y generan además fuerte rechazo social («¿por qué no puedo copiarme este disco que compré a mi reproductor MP3 y la r%&# que los parió?»). No obstante, el lobby corporativo sigue insistiendo en el aumento de la coerción, combinando el modelo clásico de acción estatal con una creciente policialización (debería más correctamente decir «parapolicialización», pues sus ejecutores son agentes privados) de los intercambios de información. Desde luego, estas policializaciones tienen su aliado natural en los deseos de aumentar el control social (bajo la máscara «antiterrorista») por parte de «Estados» que, por supuesto, sirven a las mismas corporaciones.
Nunca en la historia como hoy las actividades y relaciones humanas han estado tan vigiladas. Tus tarjetas de crédito, tu cuenta de banco, las cosas que comprás por Internet, las cámaras en los espacios públicos y privados, el emisor RFID en la tarjeta que te permite entrar a tu trabajo, las llamadas telefónicas que hacés, las páginas web que navegás, toda esa información que al cabo de cada día de tu vida va quedando almacenada en miles de registros, permiten saber dónde estás, dónde estuviste, dónde irás, los libros que leés, el dulce de leche que te gusta, el color que creés que le gusta a la persona que amás. Control microscópico, un panóptico benthamiano perfecto.
Me dirás, tal vez frunciendo el ceño, que también hemos podido aprovechar estas tecnologías para derrotar algunos de estos embates corporativos; que hemos creado mecanismos peer to peer que hacen prácticamente indestructibles a las redes que queramos construir, que hemos podido apropiar al menos una parte significativa de estas tecnologías y usarlas para construir medios alternativos. Es cierto: hemos podido subvertir algunos aspectos de las tecnologías, en particular en el campo de los sistemas de información y comunicaciones, que nos permiten no presentarnos desarmados al campo de batalla.
Y debemos continuar subvirtiéndolas. Debemos seguir creando espacios libres, cultura libre, alternativas al modelo hegemónico, porque en eso nos va la vida. O la libertad, que al final de la cuenta es lo mismo. Pero no nos tentemos con la visión inocente de que la tecnología es neutral: será un peligroso error, cuyas consecuencias pagaremos a un costo inimaginable.
Las tecnologías, en tanto producto de un sistema económico-político hegemónico, no sólo están teñidas de ideología sino que además son vectores de ella. Permítaseme un ejemplo: el fusil de asalto Avtomat Kalashnikovaobraztsa 1947 goda. La obra de Kalashnikov puede considerarse una cumbre de la ingeniería. Ha sido empleado en innumerables conflictos armados en los últimos sesenta años. Ha sido usado para oprimir o para liberar, dependiendo del punto de vista de vencedores y vencidos. Sencillo, robusto, efectivo,el AK-47 es fácil de operar y sobre todo, fácil de reproducir, elemento fundamental para facilitar la apropiación de una tecnología. Buen ejemplo de ello es que pueden obtenerse versiones casi artesanales de fabricación local en los territorios tribales semi autónomos de Pakistán cercanos a la frontera afgana, por un costo menor a doscientos dólares estadounidenses. Sin embargo, con prescindencia de hacia dónde pueda ser apuntado y disparado, no dejará de ser un fusil de asalto: no servirá para cultivar, o para escuchar música. Este ejemplo, claro, suena trivial. Pero lo que no es trivial es que el arma en sí misma representa un conjunto de presupuestos ideológicos, desde la forma de resolver conflictos hasta múltiples doctrinas estratégicas y tácticas sobre la guerra (que, a fin de cuentas, «la infantería es la reina de las batallas»).
Y volvemos al poema de Bulleh Shah con que comenzamos esta historia. Sí, efectivamente, hay una sola hebra que conecta todos los mecanismos de sujeción/dominación. El estado de desarrollo de las relaciones de poder, como constructor de un marco ideológico, determina y perfila ciencia y tecnología. Pero, a su vez, la tecnología resultante actúa como refuerzo indispensable, como conductor y como vector del poder hegemónico. Es el amplificador de sus modos de producción y de sus pautas culturales. Es cierto que podemos subvertir algunos artificios tecnológicos, pero no podemos desprendernos de la ideología subyacente en el propio concepto del artificio.
¿Qué hacer entonces? En el plano de lo instrumental, enfrentemos la tecnología con visión crítica y razonable escepticismo (permítanme el término provisional de «agnosticismo»), no con ludismo. Descubramos que en la gran trama hay múltiples encrucijadas de convergencia entre aquellos que, desde distintos terrenos, enfrentamos alguna de las múltiples facetas de esta ofensiva por la privatización de los últimos espacios comunes, y hallaremos que hay muchos más puntos de contacto entre, digamos, los desarrolladores de software libre y los campesinos que luchan por conservar su derecho a usar y mejorar sus semillas que los que en principio podríamos suponer.
Todo lo demás es provisional. Con cada embate del poder surgen nuevas formas de resistencia. Contra los vectores de la cultura hegemónica, aparecen nuevos espacios alternativos. En oposición a nuevas formas de autoritarismo, encontramos desvíos, transparencias, contradicciones explotables. Converger respetando las diversidades, confluir respetando las experiencias de los demás, parece hoy el instrumento más adecuado. Mucho hay por hacer, y mucho puede ser hecho (aunque en razón de nuestra propia inmersión en el momento histórico resulte a veces casi imposible observar el avance). Desde seguir creando cultura libre a conservar las semillas, desde hacerle la pata ancha al modelo de monocultivo sojero a diseñar protocolos más avanzados para proteger nuestro derecho al secreto de las comunicaciones, desde combatir las intromisiones en nuestro espacio privado hasta crear relaciones de amor más libres y transparentes. Todo es resistencia: bienvenida sea.
Es posible clasificar los bienes en función de dos variables: rivalidad y excluibilidad. Cuando el consumo de un bien por un agente económico impide que el mismo bien sea consumido simultáneamente por otro agente, decimos que el bien es rival. Así, un martillo será un bien rival: sólo una persona puede utilizarlo a un tiempo. En sentido opuesto, un bien no rival es el que puede ser gozado simultáneamente por un número ilimitado de consumidores. La mayoría de los bienes no rivales son intangibles. Por otro lado, llamamos excluible a un bien cuando es posible evitar que las personas que no han pagado por él obtengan sus beneficios. Algunos pocos bienes son naturalmente excluibles, pero en general la exclusión implica la necesidad de establecer distintas formas de coerción (por ejemplo, la amenaza de sanción penal para quien se apodere de un bien ajeno). Los bienes que son simultáneamente rivales y excluibles se llaman privados; su opuesto son los bienes públicos. En medio hay bienes que son rivales pero no excluibles, a los que en general se llama bienes comunes (el ejemplo clásico es la pesca en aguas internacionales: nadie está excluido de pescar, pero en medida que la pesca excede la tasa de reproducción de los cardúmenes, los peces se tornan cada vez más escasos), y bienes que no son rivales pero son excluibles, llamados usualmente bienes de club, bienes colectivos o bienes artificialmente escasos; el ejemplo clásico es la televisión por cable.
Hecha esta breve digresión, volvamos al hilo. En los últimos treinta años, desde la aparición de enormes excedentes de capital financiero como consecuencia de la crisis del petróleo de 1973, y la sucesiva multiplicación de estos excedentes a través de crisis de ciclo corto y largo, ha habido una constante puja por la conversión de estos bienes públicos del conocimiento en bienes excluibles. Una explicación probable de este fenómeno es que no había más bienes materiales que apropiar (es decir, trasferir del dominio público al privado) sin un enorme costo de confrontación.
No es, ni mucho menos, que no haya habido en esta etapa disputas feroces por la apropiación de bienes materiales; se han visto, claro, tanto en los planos de las guerras entre corporaciones, poco sangrientas a los ojos del público, como en las guerras de «baja intensidad» que han cubierto buena parte del planeta, de Iraq a los Balcanes y de Sierra Leona a Afganistán. Aquí, lector, probablemente harás un alto, te rascarás la cabeza y te dirás: «Iraq, petróleo. Está claro. ¿Pero qué tiene que ver en esto un país paupérrimo como Afganistán?». La respuesta es múltiple, pero déjenme sintetizar el aspecto principal (y si algún día me invitan una taza de café, discutiremos los accesorios): una plantita de aspecto inocentón, de flores lila, rosa pálido o blanco, llamada Papaver somniferum. De ella, como ustedes saben, sale el opio; de este, la morfina, y de ella la heroína. Tres cuartos de la heroína del mundo provienen de Afganistán; la producción local se multiplicó entre tres y cinco veces desde la caída del régimen talibán. Pero volviendo al punto: las disputas por bienes materiales se vuelven sangrientas y costosas. Al mismo tiempo, los capitales financieros ociosos exigen rendimientos cada vez mayores. Entonces, no queda más remedio que apropiar lo que quede de espacios comunes en territorios donde sea posible invadir más o menos pacíficamente. Pero estos espacios comunes no son ya tierras de labranza, sino elaboraciones inmateriales: conocimiento, tradiciones, arte en sus múltiples expresiones. Así pues, las últimas tres décadas han visto un arrollador avance de apropiación sobre estos bienes comunes, por vía de una serie de trampas obscenas encapsuladas bajo el nombre de «propiedad intelectual», un portmanteau que engloba cosas tan disímiles como derechos de autor y conexos, derechos de los editores (copyright), derechos de los obtentores de variedades vegetales, patentes, marcas, derechos de máscara y la lista sigue. Esto de «derechos», claro, no debe ser tomado al pie de la letra, en el sentido en que generalmente los entendemos; se trata más bien de privilegios (de privus, individual, privado y legis, ley; una ley pública en beneficio privado).
Esta transformación de lo no excluible en excluible sólo era posible por un aumento de la coerción, a través del establecimiento de un sistema de medidas más severas de amenaza de sanción. En la práctica, esto significó que especialmente a partir de la década de 1980, y con creciente intensidad, el lobby «industrial» de los (re)productores de estos bienes inmateriales presionó con éxito para extender los plazos de exclusividad del copyright, ampliar el rango y sentido de las patentes, incrementar las restricciones de uso sobre variedades de semillas. Otra forma, de ejecución más lenta, de este proceso de apropiación se manifiesta en la orientación de la ciencia aplicada, es decir, en el terreno de las inversiones en investigación y desarrollo (combinando después el resultado, en muchos casos, con el factor de coerción). Mientras que el terreno del simple incremento de la coerción fue el elegido en general por las corporaciones productoras debienes completamente inmateriales (música, cine, software), otros sectores como la industria farmacéutica y la agrobioquímica escogieron el camino de la investigación orientada y la restricción legal posterior. Como resultado de las inversiones en biotecnología, tenemos una «segunda revolución verde» (de consecuencias aun más desastrosas que la primera, pues esa al menos sirvió para solucionar algunos problemas de hambre) orientada a la agricultura extractiva con fines industriales. Organismos genéticamente modificados están siendo introducidos a mansalva en la naturaleza, como si fuera posible hacer este experimento de laboratorio a escala global sin ningún análisis consistente, sólo para satisfacer la demanda de crecientes utilidades de corporaciones como Monsanto, trastocando drásticamente los modos de producción agrícola y creando estructuras de lock-in por doquier.
La cuestión es, entonces, apropiar, transformar, difundir. Apropiar, es obvio, para pasar esos bienes al dominio privado; transformar para esterilizar cualquier antígeno que la nueva posesión pudiera tener; finalmente, difundir no sólo para obtener de ello renta (a tasas absurdas, como veremos después) sino también, como efecto colateral y deseado, para perpetuar, cristalizar, un modelo ideológico y político, para hacer ver no sólo admisible, sino hasta «buena», «progresista», «inocente» esta apropiación y las que siguieran.
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En algún sentido, las tecnologías de información y comunicaciones surgidas (o masificadas) en la etapa tuvieron sin embargo efectos aparentemente no deseados. El más notable fue la reducción brutal del costo marginal (el costo de producir una unidad más de un bien determinado) de reproducción de la información: mientras que reproducir un texto bajo la forma impresa lleva consigo la necesidad de insumos materiales significativos (tinta, papel), una estructura industrial de imprenta, y mecanismos de distribución física para que llegue a los lectores, reproducirlo bajo la forma digital y hacerlo circular por la Internet tiene un costo microscópico en términos de energía y almacenamiento. Esta reducción del costo marginal provocó, consecuentemente, un aumento en la velocidad de circulación de la información. Digo «aparentemente» no deseados porque es indispensable tener en cuenta que ambos emergentes facilitan enormemente difundir a escala global un modelo unilateral de cultura y pensamiento. Es cierto que uno puede hoy «bajarse» de la Internet un buen disco de Qari Waheed Chishti (para los pocos que no lo sepan, unqawwal indio) pero... ¿cuántos millones de copias de discos de Avril Lavigne se bajaron al mismo tiempo?
Al reducirse el costo marginal y aumentar la velocidad de circulación, una multitud de obras protegidas por derechos de autor comenzaron a circular gratuitamente por la Internet. Miles de millones de copias (y en el mundo digital la distinción entre «original» y «copia» pierde mucho de su sentido) de contenidos audiovisuales circulan a diario a través de la red, o se transfieren de mano en mano a través de dispositivos digitales de almacenamiento. Los titulares de derechos de autor de estas obras, que raramente son los propios autores, a su vez procuran aumentar más los vectores de coerción, hasta el punto de producir transformaciones en el lenguaje: por ejemplo, han resignificado el término «piratería» para referirse a la obtención de copias ilegales de material protegido por derechos de autor o conexos. También se han intentado medidas técnicas de restricción para evitar la copia ilegal.
Ambos mecanismos de restricción han tenido poco éxito: el incremento de la coerción carece de resultado práctico porque, por sus características homeostáticas, no hay ningún sistema de administración de justicia que permita efectivamente encauzar a los distribuidores y consumidores de estos bienes ilegalmente copiados. Las medidas técnicas han sido derrotadas una tras otra, y generan además fuerte rechazo social («¿por qué no puedo copiarme este disco que compré a mi reproductor MP3 y la r%&# que los parió?»). No obstante, el lobby corporativo sigue insistiendo en el aumento de la coerción, combinando el modelo clásico de acción estatal con una creciente policialización (debería más correctamente decir «parapolicialización», pues sus ejecutores son agentes privados) de los intercambios de información. Desde luego, estas policializaciones tienen su aliado natural en los deseos de aumentar el control social (bajo la máscara «antiterrorista») por parte de «Estados» que, por supuesto, sirven a las mismas corporaciones.
Nunca en la historia como hoy las actividades y relaciones humanas han estado tan vigiladas. Tus tarjetas de crédito, tu cuenta de banco, las cosas que comprás por Internet, las cámaras en los espacios públicos y privados, el emisor RFID en la tarjeta que te permite entrar a tu trabajo, las llamadas telefónicas que hacés, las páginas web que navegás, toda esa información que al cabo de cada día de tu vida va quedando almacenada en miles de registros, permiten saber dónde estás, dónde estuviste, dónde irás, los libros que leés, el dulce de leche que te gusta, el color que creés que le gusta a la persona que amás. Control microscópico, un panóptico benthamiano perfecto.
Me dirás, tal vez frunciendo el ceño, que también hemos podido aprovechar estas tecnologías para derrotar algunos de estos embates corporativos; que hemos creado mecanismos peer to peer que hacen prácticamente indestructibles a las redes que queramos construir, que hemos podido apropiar al menos una parte significativa de estas tecnologías y usarlas para construir medios alternativos. Es cierto: hemos podido subvertir algunos aspectos de las tecnologías, en particular en el campo de los sistemas de información y comunicaciones, que nos permiten no presentarnos desarmados al campo de batalla.
Y debemos continuar subvirtiéndolas. Debemos seguir creando espacios libres, cultura libre, alternativas al modelo hegemónico, porque en eso nos va la vida. O la libertad, que al final de la cuenta es lo mismo. Pero no nos tentemos con la visión inocente de que la tecnología es neutral: será un peligroso error, cuyas consecuencias pagaremos a un costo inimaginable.
Las tecnologías, en tanto producto de un sistema económico-político hegemónico, no sólo están teñidas de ideología sino que además son vectores de ella. Permítaseme un ejemplo: el fusil de asalto Avtomat Kalashnikovaobraztsa 1947 goda. La obra de Kalashnikov puede considerarse una cumbre de la ingeniería. Ha sido empleado en innumerables conflictos armados en los últimos sesenta años. Ha sido usado para oprimir o para liberar, dependiendo del punto de vista de vencedores y vencidos. Sencillo, robusto, efectivo,el AK-47 es fácil de operar y sobre todo, fácil de reproducir, elemento fundamental para facilitar la apropiación de una tecnología. Buen ejemplo de ello es que pueden obtenerse versiones casi artesanales de fabricación local en los territorios tribales semi autónomos de Pakistán cercanos a la frontera afgana, por un costo menor a doscientos dólares estadounidenses. Sin embargo, con prescindencia de hacia dónde pueda ser apuntado y disparado, no dejará de ser un fusil de asalto: no servirá para cultivar, o para escuchar música. Este ejemplo, claro, suena trivial. Pero lo que no es trivial es que el arma en sí misma representa un conjunto de presupuestos ideológicos, desde la forma de resolver conflictos hasta múltiples doctrinas estratégicas y tácticas sobre la guerra (que, a fin de cuentas, «la infantería es la reina de las batallas»).
Y volvemos al poema de Bulleh Shah con que comenzamos esta historia. Sí, efectivamente, hay una sola hebra que conecta todos los mecanismos de sujeción/dominación. El estado de desarrollo de las relaciones de poder, como constructor de un marco ideológico, determina y perfila ciencia y tecnología. Pero, a su vez, la tecnología resultante actúa como refuerzo indispensable, como conductor y como vector del poder hegemónico. Es el amplificador de sus modos de producción y de sus pautas culturales. Es cierto que podemos subvertir algunos artificios tecnológicos, pero no podemos desprendernos de la ideología subyacente en el propio concepto del artificio.
¿Qué hacer entonces? En el plano de lo instrumental, enfrentemos la tecnología con visión crítica y razonable escepticismo (permítanme el término provisional de «agnosticismo»), no con ludismo. Descubramos que en la gran trama hay múltiples encrucijadas de convergencia entre aquellos que, desde distintos terrenos, enfrentamos alguna de las múltiples facetas de esta ofensiva por la privatización de los últimos espacios comunes, y hallaremos que hay muchos más puntos de contacto entre, digamos, los desarrolladores de software libre y los campesinos que luchan por conservar su derecho a usar y mejorar sus semillas que los que en principio podríamos suponer.
Todo lo demás es provisional. Con cada embate del poder surgen nuevas formas de resistencia. Contra los vectores de la cultura hegemónica, aparecen nuevos espacios alternativos. En oposición a nuevas formas de autoritarismo, encontramos desvíos, transparencias, contradicciones explotables. Converger respetando las diversidades, confluir respetando las experiencias de los demás, parece hoy el instrumento más adecuado. Mucho hay por hacer, y mucho puede ser hecho (aunque en razón de nuestra propia inmersión en el momento histórico resulte a veces casi imposible observar el avance). Desde seguir creando cultura libre a conservar las semillas, desde hacerle la pata ancha al modelo de monocultivo sojero a diseñar protocolos más avanzados para proteger nuestro derecho al secreto de las comunicaciones, desde combatir las intromisiones en nuestro espacio privado hasta crear relaciones de amor más libres y transparentes. Todo es resistencia: bienvenida sea.
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*Enrique Chaparro, "Tecnologia" en Revista Muerde, Fm la tribu 20 años. Buenos aires, 2009.
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