La literatura y el estado en el mundo de habla hispana

 

Que la literatura ha tendido ha llevarse siempre muy mal con las dictaduras y los autoritarismos es una verdad como un templo. El problema, sin embargo, es que al templo cada día se le caen vitrales y capiteles, y lo que otrora fuera una edificación sagrada, hoy se nos aparece como una cochambrosa carcasa en ruinas, incapaz de cobijarnos, de darnos seguridad o de servirnos para algo que no sea la evocación de un viejo pasado histórico, como parte de un rancio recorrido turístico. La realidad es que, hoy, en el mundo de habla hispana, donde la función sediciosa que Vargas Llosa atribuye a los escritores va perdiendo sentido de forma inversamente proporcional a la expansión de la democracia, es casi imposible comprender a la literatura sin tomar en cuenta al estado.
Ahora que la mayor cantidad de  hispanoblantes viven bajo regímenes democráticos, es posible que la relación entre la literatura y el estado se haya “normalizado”. Es posible que hoy el vínculo entre la literatura y el estado atraviese verticalmente al mundo de habla hispana. Para comenzar por arriba: los premios literarios más cuantiosos después del Nóbel son españoles: el Planeta y el de la Ciudad de Torrevieja, ayuntamiento asociado a Plaza y Janés. Esto, por no hablar de los premios Príncipe de Asturias y Cervantes, con que los escritores en español tocan la gloria. Ahora que Mario Vargas Llosa ha recibido el Nóbel, que se suma a los otros que ya tenía, lo he escuchado repetir hasta la saciedad el mantra a que ya nos tiene acostumbrados: la importancia de la libertad de expresión y la democracia, la condena de las dictaduras, y la figura del escritor (su propia figura) como héroe individualista y controversial que se superpone o es aniquilado por sus circunstancias y los convencionalismos que la sociedad intenta imponerle. Fue la misma letanía que la Academia Sueca repitió al otorgarle el Nóbel de literatura. Pero rayada así la cancha, al cambiar el contexto de las dictaduras por el de la democracia, y al continuar él defendiendo los mismos modelos sociales que nos condujeron a la crisis en que hoy vivimos, lo que propugna es la perpetuación de aquel orden establecido, de esta crisis. El resultado es que el escritor termina presentándose, o apareciendo ante los demás, no como un rebelde, sino como un reaccionario, un propagandista o, cuando menos, como un elitista.
La cantidad de incentivos que el estado ofrece a la creación literaria ha terminado por invertir los términos de la censura que la Inquisición o la dictadura del Generalísimo impuso sobre los lectores y escritores. Si antes los escritores clamaban por la libertad de expresión y hasta se daban por bien servidos con ver sus obras publicadas, hoy la posibilidad del blog y de la autoedición ha hecho de todas las voces que escuchamos actualmente gritos inaudibles en medio de la tormenta. Por otra parte, mientras lectores, editores y escritores no arriesguen, parece inevitable que las editoriales independientes jueguen a lo mismo que los equipos chicos de la primera división: a descubrir un talento nuevo para luego venderlo al Real Madrid o al Barza de la industria editorial.
Lo que los premios literarios y el auspicio del estado, a través de los ayuntamientos españoles, están propiciando, es pues una “censura positiva” o, incluso más inquietante, la sutil orientación y selección, mediante el otorgamiento de dichos premios, del gusto de los lectores y los temas y las formas que ponen sobre el papel los escritores. Hay una gran maquinaria “normalizadora” de la literatura. Una maquinaria que no censura tan abiertamente como antes hacían los tiranos y que, por eso, es aun más peligrosa para ella. Puede que esta gran fábrica esté coadyuvando a la producción de una casta de escritores mansos  (o directamente coludidos con el poder), acicateados por su hambre de gloria, obsesionados por las cuantías de los premios literarios, embebidos en su propia vanidad, encarcelados y protegidos en relatos intimistas o históricos que no se dejan afectar por lo que sucede hoy en el mundo.
Con esto no quiero decir que el servilismo merme su calidad literaria. Sería tonto no reconocer que hay grandes cuentos y novelas escritos por chupamedias, huelepedos y lameculos de un enorme talento literario. Tampoco pretendo insinuar que la rebeldía conlleve en sí misma la aptitud y la capacidad de trabajo necesarias para escribir una obra maestra. Solo pues, que hay que guardarse, no vaya a ser que nuestra vanidad o nuestra flojera, sumada a todas las amenazas que hay allí fuera, nos anulen la inteligencia y nos arranquen de cuajo lo que hay de verdaderamente libre y hermoso en la literatura.
Ante esto, a quienes amamos profundamente a la literatura, lo que nos queda es aferrarnos a nuestra más vieja tabla de salvación, la condición que precisamente nos llevó a ser lectores y, a algunos, escritores: la curiosidad. Es el momento en que los lectores debemos comenzar arriesgar con libros y autores desconocidos en nuestra lengua, y que los escritores y los editores debemos identificar bien las fórmulas que se repiten, para desecharlas y crear otras nuevas. Es precisamente cuando todo parece haberse ido a la mierda, que nos topamos con la posibilidad de comenzar otra vez, que se nos renuevan las ideas, junto con la pasión, y la emoción. Allí, en la permanente curiosidad, radica lo eternamente rebelde de la literatura, y lo más inteligente, entrañable y valiente de los hombres y mujeres que la han hecho posible.

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