por Juan Manuel Corbera
1972, el
auditorio del Instituto Nacional de Cultura revienta de vítores y aplausos
cuando el joven Jorge Pimentel termina de recitar el último de sus poemas.
Frente a él, Antonio Cisneros, en su mejor momento editorial, prepara
mentalmente otro poema para responderle. Todo el mundillo intelectual limeño
está allí siguiendo de cerca los versos, golpes de un mano a mano poético único
en su clase. Enfrentémonos en un duelo, pero no de opiniones sobre la poesía,
sino con poemas, así el público elige la propuesta más sincera, había dicho
Pimentel, semanas atrás. Cisneros aceptó, no podía no aceptar, un Premio Casa
de las Américas no podía negarse a tal reto, menos viniendo de uno de los
mozuelos entusiastas de Hora Zero. El viejo contra el chibolo, se murmuraba antes
de empezar, uno tenía dos libros premiados y el otro un montón de papeles que
recién empezaban a tomar forma. En el público se amontonan los cuerpos,
entrando en éxtasis con cada intervención, celebrando cada impacto. Van sesenta
minutos de contienda ininterrumpida y no hay un ganador definido. Alguien
grita. La policía, se escucha. Pero no es la policía, son disparos. Uno, dos y
un tercero a quemarropa contra el poeta, ya no importa cuál. Un hombre en traje
y cabello al ras del cráneo muestra la pistola en el aire. En su espalda las
letras “C.I.A.” resaltan más que el humo de sus manos. Ha muerto, Pimentel ha
muerto, musitan con miedo. ¡No! Le dio a Cisneros, ¡ha muerto el poeta Antonio
Cisneros! chillan otros. El infiltrado escapa entre atropellos y embestidas.
Los gritos no paran, los aplausos emergen con violencia, el auditorio entero
está enloquecido. Levantan en brazos al poeta, más vivo que nunca. Este sonríe
sabiéndose victorioso.
2016, el frío
barranquino agolpa dentro de un bar cualquiera a medio centenar de poetas y
otro número similar de asistentes. No nos damos abasto pero seguimos. Los
poemas no duran más de tres minutos, no deben durar más de tres minutos. Lo
performático iguala en peso a lo escrito. Sobresalen voces que silencian a las
de la ciudad y sus balnearios. Aplausos, poema, aplausos. En la entrada hay más
gente queriendo ver, queriendo entrar. No se puede ni caminar pero seguimos.
Intervención musical, rap en quechua, rimay pueblo, carajo, dice Liberato
blandiendo su bufanda verde ayacuchana. En el entretiempo preguntamos en la
puerta por la posibilidad de alojar más público. No pueden entrar más, si lo
hacemos nos cierran el local, miren cuánta gente
ya hay dentro, aparte, en un rato empieza otro evento, mejor apúrense. Nos
quedamos helados ¿Otro evento? Karen escapa a las calles a preguntar de bar en
bar quién puede prestarnos un escenario, solo una o dos horas. Los demás
mantenemos el slam andando como si no supiéramos que en algún momento todo esto
se va a ir al carajo, pueblo o no pueblo. Encontré un local, a dos cuadras,
podemos terminarlo allá. Respiramos. Lo informamos al público. Los asistentes
parecen hasta alegrarse del cambio, caminan con nosotros, discuten cuál poema
les gustó más, algunos poetas se ponen nerviosos, otros desaparecen. Llegamos y
a los segundos la dueña del nuevo bar me encara: no son setenta, a mí me
dijeron que eran setenta, aquí ya conté cincuenta y mira cuántos aún hay
afuera. Tenía razón, éramos muchos más, y la gente seguía llegando. Nos
miramos, evaluamos opciones. Otro bar ni pensarlo, cancelar el evento, menos.
¿Y si vamos a la plaza? dice Efraín. ¿La plaza?, respondo. Sí, la plaza,
papacho, tomemos la plaza. Lo miro con firmeza, sonrío: vamos, tomemos la
plaza. ¡Todos a la plaza, todos a la plaza! Nos siguen una amalgama de poetas,
curiosos y espectadores; el evento va pareciéndose
más a una marcha que a un recital, y en rigor esto era un slam, pero era la
segunda vez que se hacía en el Perú y lo estábamos haciendo así. Llegamos,
vamos llegando de a pocos. Esto tiene que arrancar de nuevo, pienso, y tiene
que arrancar con fuerza. Trepo al escalón más alto que veo, saco del pecho un
rugido: ¡bienvenidos al segundo slam de poesía oralizada en el Perú! Varios
transeúntes voltean al verme presentando algo que no entienden pero les atrae.
Se agrupan los nuevos y viejos asistentes bajo la pérgola de la plaza de
Barranco y otra vez se alinean el público, los cronómetros, los jurados, las
presentaciones de cada participante y su debido poema, esta vez a capela, en la
calle, tomando un territorio que siempre sentimos nuestro: la noche. El slam
sigue.
1545, Isabel
Chimpu Ocllo le canta harawis en quechua a su hijo mestizo. El niño habría de
recordar durante toda su vida aquellos versos que contaban cómo el dios
Viracocha, quien salió del mar, creó al mundo y al tiempo. Estos poemas
existieron desde siempre, wawita, desde que la Pachamama tiene memoria y los
Apus todavía eran jóvenes, mucho antes que nosotros existiéramos. Isabel
recuerda otro harawi, uno que cuenta cómo hace incontables cosechas Viracocha
dio a los hombres una profecía que no ignoraron pero tampoco pudieron detener: enormes
seres, armados de truenos, también llegarían del mar y acabarían con el imperio
de los cuatro suyos. Isabel contenía las lágrimas, ella había escuchado esos
truenos, ella había sido desposada por uno de sus portadores. Eligió seguir
cantando, sabía en su corazón que las cosas nunca más volverían a ser como
antes y que con el asesinato de los últimos amautas, estos harawis que su niño
escuchaba atento se perderían con los años.
2014, dentro
del marco del FILBA en el Centro Cultural Matienzo entra a escena una poeta
argentina con ascendencia guaraní llamada Alicia Aquino; le gusta que la llamen
Dolo Trenzadora pero en ese momento se presenta junto a dos mujeres como
“Cabaret Literario”. Una de ellas la acompaña en la percusión con la parte
trasera de una guitarra y la otra con una caja de madera que simula un cajón peruano. Ella recita de memoria el poema
“Me gritaron negra” de Victoria Santa Cruz, una de las mayores exponentes de la
cultura afroperuana en el mundo. Las décimas de su hermano, Nicomedes Santa
Cruz, son de las primeras cosas que nos hicieron aprender en la escuela
primaria. Recuerdo no recordar yo mismo ninguna de esas décimas y ese poema de
Victoria Santa Cruz solo lo conocía de nombre. Ver esa identidad tan negra y
latinoamericana, fusionada y difundida fuera del Perú, me conmueve: alguien
encontró una voz poética que siente suya en versos que mi memoria de mal peruano
había borrado.
2023, bajo el intenso calor de la amazonía, una poeta elabora versos en la lengua que sus padres le enseñaron. El poema trata sobre el olor certero de las fresas, sobre las riquísimas tonalidades que ve en el verde, sobre la tranquilidad de algunos árboles ancestrales al posar sus inmensas raíces en el río, sobre cómo estos versos naufragarán de manera irremediable apenas salgan de su boca. La poeta se detiene. Aquí quizás sobrevivan, pero en la ciudad, en todas las ciudades, nadie entiende, nadie nunca entenderá. Todo sería muy distinto si estuviera escribiendo poemas en español, incluso en inglés. Sonaba gracioso pero en este país parece que fuera de la ciudad uno no existe, ¿qué poeta que no escriba en español se enseña en las escuelas? El Perú no es para nosotros, se dice, pensando en sus hermanos a los que sus padres ya ni se dieron el trabajo de enseñarles a hablar en asháninca. Si cuando los ríos se ennegrecen de petróleo nadie hace nada, ¿por qué lo harían cuando en algún meandro del Amazonas una poeta crea, decide crear, en lengua nativa? El Perú no llega hasta acá, piensa. Esto no es el Perú, acá estamos solos. Si ni al quechua le hacen tanto caso los mismos peruanos, aún después de todo lo que hizo Arguedas, la poesía en lengua asháninca, o en alguna de las otras cuarenta y siete lenguas originarias, jamás tendrá cabida en el canon literario peruano. La poeta contiene la ira, sabe que lo peor que podría hacer es detenerse. La poeta sigue escribiendo, sigue cantando. No importa qué. En el futuro aún no la hemos leído. Aquellos versos están allí, esperando.
2 comentarios:
Me devuelves a la memoria la odisea de ese día para terminar el SLAM
en la plaza municipal de Barranco.Un abrazo a la distancia Manuel.
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