por  Franco Dall Oste

  Aclaración: este es un intento por homenajear al genio Philip Dick. "Lo que vale es la intención", dicen...


¿Qué estás pensando?
Hoy es un día igual que cualquier otro. Hoy es un día…
Space Holiday Art Print
Siento las piernas dormidas, o eso creo. Ya no puedo moverme, desde hace unos años, ya todo mi mundo está inmerso en cables, y máquinas y ya no recuerdo mucho más. Mi vida ahora fluye a través de un mundo inmenso, etéreo, virtual. La tecnología al servicio del hombre, del ser que existe, y que se reinventa en cada persona que lo percibe, que es uno y es miles. Pero yo soy más que eso, soy millones, soy cada palabra que se escribe mediante mis ondas cerebrales en mis redes sociales. Soy ese que comenta una foto, que pone un “me gusta”; ese que no es otro que lo que allí se encuentra. Y no es por ponerle un tinte apocalíptico típico de las predicciones tecnológicas. No, no es eso. Y soy todo lo que veo en mi pantalla, en mi computadora, y no por un aislamiento personal, sino, todo lo contrario, por una nueva apertura que mi mente utiliza en el cotidiano, día a día, para poder seguir siendo ese ser que existe, que es algo en cuanto alguien más lo perciba ser.
Antes todo era distinto, antes todo es difuso. Ya no puedo distinguir realmente entre mi pasado y mi presente, entre los millones de códigos y caracteres que se reproducen en mi vida diaria, que forman mi hogar, mi cotidiana lógica del día a día, mi refugio. No tengo muchas alternativas, a decir verdad. Es esto o nada, o la soledad infinita, el aislamiento interno que nos arroja a la ceguera y la incomprensión. El existir sin existencia, sin percepción de un exterior, sin ser percibidos por un exterior. Sí, hago hincapié en este punto, en la realización del individuo a partir de su relación con los demás, de esa imagen que nos representa por fuera de nuestro consciente; somos ese ser que se construye ahí lejos de nosotros, indefinido, como una imagen borrosa, incomprensible.
Pero la cuestión pasa por el pasado, el pasado y el futuro, o al menos eso creo. ¿Realmente siento dormidos los pies? ¿Aún existen mis pies? Por momentos siento que estos antifaces cibernéticos presionan mis ojos, irritándolos, o quizás sea que también mi rostro está dormido. Por el momento solo sé que existo en el universo virtual, en las palabras que se escriben en la pantalla.
Sin embargo, a veces creo recordar mi pasado: imágenes borrosas, desdibujadas, se desfilan por mi mente, confundiéndose con las líneas y los colores de alguna página de internet. Recuerdo un poco a Guille, aun. No puedo decir si era mi hermano mayor, o un amigo de la vida. Solo recuerdo verlo llegar, por aquella puerta corrediza vieja y oxidada. Diez años habían pasado. Diez años en Marte. “Me voy, no sé cuándo vuelvo”, era lo único que había dicho antes de partir en ese expreso interplanetario.
Recuerdo también cuando volvió, diez años más tarde. Entró en mi cabina con un bolso colgando del hombro, y se sentó simplemente en el sillón, como solía hacerlo antes, sin mostrar ningún tipo de cambio, como si nunca se hubiese ido. Prendió un cigarrillo y se limitó a mirarlo, inspeccionándolo. Yo estaba sentado en una silla, mirando algunas cosas de las nuevas especies biológicas introducidas en la atmósfera de Saturno con la esperanza de repetir la experiencia colonial de Marte. “¿Cómo estuvo eso?”, le pregunté, arrimándome a la mesa ratona y recogiendo un poco de tabaco marciano. “Bien, que se yo”, me contestó. Entonces observé que tampoco había envejecido. “Lo más choto es el viaje, a la vuelta vine sentado al lado de una stripper, era re buena onda. Me tiro unos palos, pero no agarre viaje. Los asientos son muy incómodos, pero te sirven whisky a cada rato”, me dijo, aun mirando el cigarrillo. “Traje algo”, comentó luego y comenzó a revisar su bolso en busca de una pequeña bolsita que arrojó sobre la mesa. “Es Ubick”, me dijo abriendo bien los ojos. Yo me acerqué y comencé a inspeccionarlo, tenía una consistencia pastosa, y un color verdoso extraño, como si estuviese podrido. “Creo que leí algo sobre esto”, le comenté, “es un alucinógeno, dicen que está muy bueno, pero que sale caro”.
Recuerdo, o creo que recuerdo, que Guille tenía una manía por conseguir este tipo de sustancias. Quizás por eso ese viaje, o quizás solo quería respirar el oxidado aire marciano una vez más antes de regresar definitivamente a la Tierra (en cierta ocasión había sugerido que había sido engendrado en aquel planeta oxidado). En todo caso no tardamos mucho en probar el Ubick. El efecto en principio era placentero, como una relajación cálida, reconfortante. Luego las sustancias alucinógenas se combinaban dentro del organismo con la meta-efedrina (producida en masa gracias a los organismos biológicos que se desarrollaron en la atmósfera marciana).

Sí, ahora recuerdo bien ese efecto (o creo recordarlo). “El Ubick fue prohibido por el estado para hacer guita”, decía Guille siempre enojado. “Pensá en las farmacéuticas, son las principales ganadoras con todo esto, producen esas medicinas berretas para los tratamientos por un lado, y por el otro tienen laboratorios clandestinos para producir la droga. Es como pasaba con el cáncer ¿te acordás?”.  
Busco en internet: Ubick: 35.000.000 de resultados posibles. Entro a uno de los primeros links, una noticia de hace seis años. “La Guerra contra el Narcotráfico Marciano llega a su fin”, proclama el titular. Sí, creo poder recordar algo de eso. “Finalmente, las autoridades han apresado al último traficante de la droga “meta-efedrina pineal”, conocida comúnmente bajo el nombre de Ubick. Según fuentes oficiales, el criminal se habría enfrentado con fuerzas interestelares en el sector 39, y fue muerto luego de una valiente intervención del agente Rick Deckard.”
Ese nombre, hay algo con ese nombre. Abro el chat y charlo un poco con Kevin, un amigo, o creo que lo era, de aquella época. “No, no lo conozco, debe haber sido caza recompensas, usualmente casan a los androides que escapan de Marte”, me comentan. “Los hacen pasar por agentes para no tener que explicar por qué el gobierno paga a mercenarios en vez de solventar las fuerzas policiales”.
Siguiente búsqueda: Dick Deckard: resultados 1. La misma nota que estaba leyendo.  
El Ubick era una droga nociva, pero su efecto generaba una apertura mental sin precedentes. Los tibetanos habían comenzado a emplearla, ya que decían que facilitaba la ampliación de las percepciones y la asunción al mundo espiritual pleno. Otros decían que era solo basura, que combinaba los efectos del LCD, el MDMA y la cocaína. “No era nada de eso”, dice Kevin, “lo que hacen es combinar el líquido de las glándulas pineales de ciertos organismos marcianos con la “meta-efedrina”, que se sintetiza a partir de ciertos tipos de polen”.
Pero, ¿Quién era Dick Deckard? Algo dentro de mí siente una familiaridad con él, aunque también es posible que me esté engañando.
Entonces me esfuerzo en recordar un poco más de Guille, de aquella noche tomando Ubick en mi compartimiento, en alguna ciudad, probablemente La Plata. El mundo tan perceptible, y mis piernas ahí no están dormidas, y la droga poco a poco abre mi mente, y veo todo de una forma más real, más nítida. Escucho golpes, golpes en las ventanas y en las puertas, golpes que suenan a metal, a violencia, y Guille que guarda rápido la bolsa, y saca un revolver, y primero apaga el pucho en un plato. Se acerca a la puerta, y la abre, y alguien lo empuja desde afuera, pero se recupera y llega a trabar la puerta, entonces se escuchan disparos, y él me agarra y me empuja hacia la ventana, y saltamos, y caemos pesadamente sobre un container, y corremos calle abajo, hasta encontrar una vieja nave roja, y nos subimos y despegamos mientras sentimos los disparos desde abajo, y él que se no parece inmutarse, como si supiese algo. “¿Qué carajo pasó ahí?”, le pregunto. Aunque mis percepciones son muy confusas, producto de la droga. “Nada, son cazadores. No hay mucho más que decir”, me dice. Y observo su brazo, y está rasguñado, pero debajo parece haber algo más. “¡Sos un androide!”, le digo gritando. “No seas boludo, estas re drogado”, me dice mientras abajo veo los grandes edificios flotantes alejarse a toda velocidad. “¿A dónde vamos?”, le pregunto. “A Capital, tengo que encontrar a Juan”, me dice.
¡Juan!, él debe saber que pasó. Los busco por chat. “No sé de qué me estás hablando. Ese día yo no estaba en Capital. Los cazadores habían intentado atraparme, así que me escondí en un pueblo del sur”. Entonces, ¿Qué fue lo que nos pasó?
Rick Deckart. Ahí tiene que estar la clave. Si tan solo pudiese levantarme de esta maldita cama, si es que estoy en una cama. Ya no podría asegurarlo. Busco un poco más en internet.
Busqueda: “Ubick + Guillermo” Resultados: 2.400.000. La mayoría son combinaciones al azar. Pruebo con una “La red de narcotráfico marciano impera en el conurbano”. Leo la nota. “Algunas fuentes hablan de ciertas conexiones con trabajadores marcianos, otros hablan de una revolución del espíritu a través del Ubick. Su líder parece ser un hombre de identidad desconocida a quien llaman Guillermo”.
¿Qué es lo que realmente pasó? Poco a poco los resultados de la búsqueda pasan por mi mente, uno por uno los nombres se acumulan, y el recuerdo borroso de aquel hombre a quien yo llamaba Guille se va deformando, va y viene, en aquella nave, buscando a Juan, supuestamente. Todo parece irreal, aunque ya no hay mucho de peculiar en este sentido. Nada es lo que yo creo que es, o sí. Solo puedo construir mis recuerdos a partir de mi realidad, y esa realidad es virtual.
Recuerdo aquel día de forma fragmentada, como un rompecabezas, recuerdo el nombre de Rick Deckard pero solo como algo efímero, lejanamente familiar. Quizás si pudiese moverme, sentir mis piernas nuevamente, entendería donde estoy, o que fue lo que pasó.
Intento avisarle a Kevin, pero ya no contesta, y la imagen se vuelve oscura, borrosa, lejana. Intento entonces moverme, pero mis músculos no contestan. Comienzo intentando zarandearme, me concentro en mis extremidades. La conexión a internet parece haberse cortado, así que solo veo oscuridad. El dispositivo que me unía a la web se encuentra montado en mi rostro, eso lo recuerdo. Me muevo un poco, siento mis dedos moverse, poco a poco, e intento arrastrarme hacia un lado. Mis hombros parecen responder, así que voy para un lado y para el otro, como intentando caer por un costado (sí es que existe ese costado). Entonces siento una fuerza en las piernas, siento también desesperación, nervios, aceleración, adrenalina, y poco a poco mis pies se mueven y también se zarandean, estoy cada vez más cerca de la libertad, pero no puedo lograr ver nada, y mi cuerpo se mueve cada vez con más violencia, para un lado, y para el otro, hasta que ya siento la fuerza, siento cada una de mis partes, aunque se mantienen rígidas, pueden hacer el esfuerzo necesario para tirarme, para sacarme de ahí. Siento el borde de aquella cama o camilla, o donde sea que haya estado posando, y pronto mis oídos me hacen sentir la adrenalina del desequilibrio. Caigo pesadamente sobre un piso frío y sólido. Temblando me saco el artefacto de los ojos. Agarro el elástico que lo une a mi rostro y lo tiro hacia un costado. La luz lastima mis pupilas. Intento taparla con mis brazos, hasta que poco a poco mis ojos se acostumbran. Me levanto tambaleante. Es hora de la verdad, de recuperar mi identidad, de entender que fue lo que pasó con Guille, con el Ubick, con mi vida. Veo a mi costado un libro, pequeño y azulado. “¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?”, reza sobre su lomo.

De repente me doy cuenta que no estoy solo. Alguien me toma del brazo. 

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