La novela de Michele Mari, Rojo Floyd, escapa a cualquier estructura vinculada con lo biográfico, así también se corre de la convención de la novela clásica y enfrenta al lector a un relato armado por innumerables voces.
por Pablo Gabriel Méndez
La primera impresión siempre es visual. Es así cuando el incipiente comprador, si no es un melómano obsesivo o un fan incondicional de la banda, dejará inadvertida la portada del libro en la selva literaria de una librería. Rojo Floyd no funciona para el cazador de datos, tampoco para el efímero lector en busca de información antes vedada, y menos para el impúdico que deglute minucias apegadas a la intimidad. Pink floyd, una de las bandas más grandes de la historia del rock vista/leída desde el prisma de la experimentación.
Es así como el autor, Michele Mari, catedrático italiano y tardío descubridor de la banda, anticipa en la primera página el siguiente subtítulo: novela en 30 confesiones, 53 testimonios, 27 lamentaciones (de las cuales 11 son ultramundanas), 6 interrogaciones, 3 exhortaciones, 15 informes, una revelación y una contemplación. Una advertencia que implica un lectura fuera del orden; es decir una historia creada bajo la fórmula de las voces múltiples: lo coral cómo una conexión posible con la creación de la línea argumental.
Si bien los personajes que interfieren son auténticos benefactores de una ficción que huele a contemplación de documentación desclasificada, la real fantasía ocurre cuando entran en juego personajes de exclusiva inventiva del autor: satélites dramáticos que interfieren residualmente en la crónica ficticia. Martí propone una historia centrada en la figura de Syd Barret, con su misterioso siamés, espejo retrovisor de su decadencia y sobre todo con los dos puntales del Floyd post psicodelia: Roger Waters, el obseso, el letrista conceptual, el maniático creador, el hijo que sigo llorando a su padre, y David Gilmour, el guitarrista virtuoso, el alter ego (de Barret y de Waters), el hombre con la mirada de gato. También aparecen en escena: Stanley Kubrick, David Bowie, Alan Parson, Jhonny Rotten, que ante un interlocutor -ese interrogador omnipresente y voraz-, hace que los protagonistas del discurso sirvan de la mano del autor (casi ajeno al libro) un anecdotario que indirectamente hará correr la historia hacia un final transitivo, casi como un ocaso costumbrista sin mayores estridencias que interrumpa la vejez de los Floyds.
Por momentos el desarrollo de los eventos narrados se intensifica, en otras recorre los páramos de lo intrascendente para hacer un juego dilatorio: por eso es una novela y su imperfección realza esa condición. La estructura es casi como un pasaje onírico de LSD; como ante se dijo, la novela sustrae los testimonios que circulan alrededor de Syd Barret para hacerlo converger en la instancia decisiva de los sucesos, y allí es donde el lector puede derrapar en la intención de su lectura, ¿cuándo dejamos de leer la ficción para acometer en la más pura instancia biográfica?
De esta manera, y bajo los rótulos marcados de los cánones comerciales de la literatura, el avance de La Bestia Equilátera al editar esta rara novela sobre una banda de rock, interroga sobre si la grandeza literaria es aquella escurridiza que se instala en los panteones del Nobel o es la que está al alcance de la mano en una librería, con una portada apenas llamativa, con un argumento demasiado acotado a un público afecto a los acontecimientos inamovibles de la historia.
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