por Franco Dall'Oste
Una mujer de lentes, remera rayada y pelo corto, me mira desde aquella
sala. Me acerco con sigilo, y ella reacciona con una mirada desinteresada.
Parecía estar charlando con aquel muchacho de remera amarilla y bermudas beige.
Le entrego mi entrada, un papel que dice “$10.
CineFreak”, con un diseño un tanto austero. Ella mira el boleto con una
expresión rutinaria, como por inercia, y luego lo rompe en dos, pasándome uno
de los extremos. “Gracias”, me dice, sonriendo.
Adentro unas diez filas de butacas se erigen enfrentando a una vieja
pantalla de cine. Los asientos son suaves, de un terciopelo carmesí, vestigios
de un pasado glamoroso, aquel viejo teatro devenido en cine, aquel auditorio en
que en 1995, en medio de la lógica neoliberal autodestructiva, fue reclamado y
reinventado por un grupo de jóvenes con ansias de cineastas, que decidieron
darse el gusto de ver como Dios manda las películas que los obsesionaban.
Los murmullos se escuchan vagos en aquel lugar, la acústica es buena. Oigo
algunas risas, la gente se impacienta. Pronto un crujido hace que algunos se
den vuelta, luego otro más: los postigos se cierran, y las luces comienzan a
decaer. Una luz pálida sale disparada desde algún lugar de la pared y se vuelca
con sigilo en aquella pantalla. Un sonido, una presentación y mil imágenes para
armar otra historia más: esta noche “Eraserhead”, de David Linch.
•••
El Pasaje Dardo Rocha se erige con firmeza en aquella noche calurosa.
Afuera la ciudad se siente viva.
Las paradas de colectivos se llenan con los últimos regresos, es la hora de
la cena, hora de volver a casa para los que tuvieron que trabajar hasta tarde.
Un puñado de adolecentes pasa en rollers rodeando plaza San Martin, luego
otros más, hasta que me doy cuenta que no es solo un puñado, debe ser un grupo
grande.
En las escaleras del “Dardo” (como se lo llama comúnmente), la gente
comienza a amontonarse: chicos con sombreros tangueros y ropas modernas, chicas
con looks ochentosos y auriculares, skaters, y hasta adolecentes escolares. La
jungla de la juventud pasajera, con ansias de arte, palabras e imágenes que
invadan su mente.
Unas chicas se sacan fotos al otro extremo de la escalera, riendo, yendo y
viniendo por aquel lugar. Más cerca de mío, unos pibes toman cerveza y charlan
sobre la facultad. Uno me convida unos tragos. “Acá venimos bastante”, me dice,
“pasan buenas pelis, cosas que quizás no veas en otros lugares”. Le creo.
El “Cine Freak” comenzó en el año 1995, y desde un principio su intención
fue ofrecer algo distinto, ese gustito a cine de culto que las salas
convencionales no ofrecían. Estos “cinéfilos” de la era del neoliberalismo eran
Jorge Gil, Roberto Mallo, y Federico Mutinelli, quienes “deleitaron a muchos de
los platenses que estaban ávidos por ver algo más que lo le que ofrecían las 2
o 3 salas sobrevivientes que le quedaban a la ciudad (recordemos que todo esto
pasó mucho antes del arribo de las multisalas y el pochoclo)”, reconocen en su
página web.
La verdad es que la mayoría viene porque sale barato y pasan buenas cosas.
En esta, la era de Cuevana, ir al cine es un gusto extra, casi un lujo, por eso
si hay que ir, es preferible un clásico del cine de diez pesos, que una comedia
de vampiros de cuarenta. “Yo soy estudiante de cine”, me dice un hipster típico:
chupines violetas, lonas rojas, chalequito, bigote y sobrero bombín. “Okey”, le
digo, y sigo mi camino. “Me parece que estos espacios son esenciales para poder
acceder a otro tipo de cine con la calidad de una buena sala”, me declara una
chica en la entrada, mientras fuma un cigarrillo y salta de un grito al ver un
insecto caer sobre su pierna. De alguna forma la gente parece querer declararme
cosas espontáneamente.
•••
Ya la cerveza se termina en las manos de un adolecente, que procede a tirar
lo que queda y guardarla en su bolso. Otro apaga su cigarrillo y se
dispone a entrar, siguiendo como en transe la fila que asciende hacia el primer
piso. Es la hora.
Adentro del pasaje, en el hall central, los guardias de seguridad se
impacientan sentados a que su día termine, mientras un televisor muestra las
distintas cámaras del lugar. Enfrentado a ellos, un hombre canoso y de bigote
gris vende las entradas. “¿Te puedo dejar una entrada y una amiga pasa a
buscarla en un rato?”, le pregunta una chica de unos veinte años y apariencia
divertida. “Pero mirá que en diez minutos yo me voy”, declara el hombre, un
tanto impaciente ante el pedido.
“Hace dos años la entrada estaba a 3 pesos, ponele”, me comenta uno de los
guardias. “Pasa que este año la municipalidad les quitó parte del subsidio que
tenían, por eso tuvieron que subirla a diez”, me dice, brazos cruzados.
Es cierto que los tiempos cambiaron a lo largo de los últimos 17 años, el
público, y hasta quizás la razón por la cual la gente sigue viniendo. Quizás
sea una mezcla: títulos exóticos o clásicos, el carácter social del evento, y
ese fetiche por el cine, con sus butacas y sus olores, esas ganas de disfrutar
lo analógico en esta, la era de lo digital. O muy probablemente sea por esa
masa de hipsters ávidos de chupines y comentarios elocuentes acerca de las más
relevantes obras del cine contemporáneo, sí, debe ser por eso. Igual Eraserhead
me está comiendo la cabeza.
•••
La gente sale despacio, uno a uno van dejando la sala. Unas chicas aún se
ríen de alguna escena perdida en el inconsciente de David Linch, otros hablan
de que los lunes están dando Reservoir Dogs, de Tarantino. Las películas se
repiten en el calendario: por un mes, todos los lunes un título, todo los
martes otro, y así.
Afuera de la sala por fin respiro, aflojando los pulmones y la temperatura,
luego de estar encerrado en un día tan húmedo y caluroso. El Pasaje Dardo Rocha
está tranquilo, fresco. El piso abajo se ve como un inmenso ajedrez, y la gente
recorre aquella galería comentando la película aún, deseosos de volver a casa,
y entregarse a sus sueños.
Afuera la ciudad goza de un viento fresco: por fin el calor se ha ido.
También la gente parece haberse escapado: los rollers, los skates, las chicas
sacándose fotos, todos desaparecen en la noche platense. Arriba la luna ilumina
con sigilo, como aquel proyector que baña las paredes del Dardo Rocha todas las
noches, en busca de ese “algo más” que nos da el cine.
Miro hacia atrás, el guardia deja salir a la última persona del edificio, y
procede a cerrar con traba aquellas inmensas puertas de vidrio. Dos crujidos
metálicos, luego un tercero. Ahora solo pueden escucharse los autos que pasan
por avenida 7, la noche nos reclama, ya es hora de volver. A menos que…
No posta, ya es hora de volver.
1 comentarios:
Fabuloso
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