¿Por qué “picnic”? Un picnic es una actividad lúdica y colorida, pero requiere de un planeamiento minucioso para que salga bien. Es necesario que en un picnic convivan el afán por divertirse y el buen juicio que sepa identificar qué es necesario y qué prescindible.
Por eso nos pareció propicio el concepto. Estamos buscando darle más sustento
y estructura a la cuestión lúdica que nos sale naturalmente.

Todos los escritos del blog utilizan este procedimiento:
*La inclusión de 3 frases (pensadas a priori)
*Una condición.
*Y una imagen que acompañe al texto.

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Dos mil doce (por Paula Manzano)
Vi que sus piernas no terminaban nunca, que un colmillo le sobresalía cuando se reía, que su piloto beige poco la había protegido de la llovizna molesta y que su hebilla roja hacía juego con sus zapatos brillantes de punta redonda. Vi que tenía cara de invierno. Hermosa. La deseé tanto que me di vergüenza.
Que estuviéramos recibiendo la primera noche del dos mil doce significaba que la suerte estaba de mi lado, de eso estaba seguro. El festejo de año nuevo siempre es excusa perfecta para tomar riesgos y volverse un poco estúpido. Me acerqué a ella justo cuando se largó la tormenta y fue a la cocina para rellenar su copa. Como me sabía la casa de memoria –que el festejo se ubicara en la casa de mi mejor amigo a solo tres cuadras de la mía, también era un buen augurio- le aseguré que no había que desanimarse: además de las toneladas de New Age que colapsaban la heladera, mi amigo Ramón guardaba en la alacena superior lo mejor del alcohol. Atrás de las cacerolas, aseveré. Dejé que ella misma lo comprobara para que no me creyera demasiado vivo. Nos servimos el whisky del secreto, enseguida encauzamos conversación, me dijo que se llamaba Lorna y yo supe que la amaba porque solo ella podía llevar con gracia un nombre tan espantoso. A la media hora estábamos caminando esas tres cuadras hacia mi casa. La besé y fue, sí, criminal.
Yo, que se podría decir era un tipo romántico, me veía superado en todas mis usanzas cuando a las cinco semanas nos mudamos juntos. Tenía cierta tendencia al enamoramiento pero era siempre pasajero, en cuanto encontraba una mujer con mayor o mejor encanto que la anterior, no dudaba en cambiar de vía. Con Lorna, como es de prever, fue diferente. La amé a ella. Y ese fue el quiebre, me había caracterizado hasta ese momento por un signo por demás común: me apasionaba tenazmente por alguna mujer, pero ese fanatismo se reducía al veinte por ciento de la misma, amaba -con mucho ahínco, eso sí- solo determinada cualidad de mis compañeras. Así que todo duraba poco. Lorna en cambio me liquidó hasta en su cocinar tóxico, en lo mucho que desafinaba al cantar cualquier cosa (algo que hacía en todo momento, y qué mal lo hacía), la cantidad de gripes que la tumbaban a mi merced y acto seguido las millones de carilinas por toda la casa, lo mucho que arriesgaba en sus comentarios de fútbol sin el más mínimo entendimiento. Me gustaba el buen humor con el que se levantaba, su buen humor en general ahora que lo pienso. Su inclinación por todo lo que era matemático, su desplazamiento certero entre las multitudes de recitales y otros conglomerados, la seguridad con la que se proyectaba al hablar, y entre todo eso, difícil olvidar los terremotos carnales que eran esas caderas.
Se podría decir entonces que todo iba bien. Encajábamos de una manera que me sorprendía, vimos cómo se fue armando un mundo común y logramos el amor. Ahora lo veo de lejos y casi puedo revivir lo sosegado que me sentía, porque no era otra cosa que una sensación íntima de bienestar, amén de las batallas poco campales que de vez en cuando sorteábamos. Pero obviamente no duró. Intento distinguir en qué momento exactamente la cagué y creo que fue por septiembre. El clima empezaba a templarse y como dije, todo iba regio. Tanto que Lorna dejó de tomar pastillas, los dos sabíamos que queríamos un hijo de eso que formábamos juntos, y sus hombros otra vez al descubierto por la nueva estación me violentaban a la búsqueda. Pero de repente y sin exordio alguno, la flipé. Estaba enloquecido por un ensayo que estaba terminando de escribir, y en medio de todo eso las expectativas de Lorna, que no se habían distanciado de las mías, me iban haciendo de a poco un nudo en la garganta. Admito que me asusté, con terror y como el más idiota de todos.
Aproveché lo del ensayo y le dije a Lor que me volvía por un mes a mi depto –ahora sé que por algo no lo había puesto en alquiler- hasta la fecha de publicación. Que lo hacía por ambos pero sobre todo por ella, el diseño gráfico la tenía para suerte de nuestra economía doméstica muy atareada, y no quería volverla loca con mi exaltación de ánimo. Le incomodó la sorpresa pero no sospechó ni un poco. El problema fue que una vez instalado no pude volver a nuestro techo. La ansiedad por mi obra era una excusa irreprochable para Lorna que era la más respetuosa de mis silencios, pero la verdad es que no tuve ganas de responderle ni uno solo de sus mails, ni una de las tantas salidas que semanalmente me proponía. Lo único que hice fue mandarle un mensaje de texto diciéndole que no se preocupara, que era lógico que estuviese un poco trastocado con lo del “primer libro”. No hubo un momento en que dejara de extrañarla, no. Pero lo cierto es que no podía verla y se me complicaba adivinar la luz al final del túnel.
En la presentación nos vimos y como esa primera noche de año nuevo, me volvió a liquidar. Cuando la vi sentada entre el público por un minuto no me importó el libro ni todos los invitados que por cierto superaron en cantidad mis pronósticos un poco pesimistas. La noche, por cierto, fue memorable; hubo un clima de aceptación general y todos se mostraron festivos, avivados. Yo la miraba a Lor y me la quería llevar a casa, cogerla hasta el mareo. Se me fueron las nauseas, mis manos dejaron el temblequeo y agradecí por primera vez en un gesto cristiano, juntando mis palmas, por tener a una mujer como Lorna queriéndome después de semejante salida de tono. Es que me había olvidado que esos ojos negros estaban a la mira con esa mezcla tan cruel para mí, de intriga y dominio. Qué idiota me había puesto. La solución había sido siempre una y muy sencilla: suspender el tráfico de mi cabeza y verla.
El mes que le siguió fue olímpico. Volver a casa fue volver a la mansión de los bienaventurados. En mi escritorio encontré un conjunto de regalos que me había hecho durante esas cuatro semanas: todos envueltos tenían pegados un papel blanco que decía: “Para Simón de Lorna”. La falta de comas hizo que empezáramos a llamarme así, Simón De Lorna, como un segundo apellido adoptado. Vi colgadas en la ventana de nuestro dormitorio tres enaguas como de encaje, de un estilo naif que en otro momento hubiera odiado. Pero transparentes, de solo pensar en sus tetas metidas ahí adentro se me avivó el cuerpo.
A lo largo de ese mes, cada una de las expresiones que se me iban presentando, se multiplicaban para recordarme ese todo terrestre que era Lorna.
Por esos días le salió un proyecto para una revista en el que tendría que estar seis meses en Madrid, de enero a julio. Tranquilamente podía acompañarla para empezar a escribir un nuevo ensayo que estaba perfilándose. Pero el que la caga una vez, la caga dos veces. Esos días los pasé todo el tiempo que pude afuera. Llegaba muy tarde a casa y casi ni me la cruzaba. Le dejaba notas en la heladera diciéndole que andaba en algo importante, que ya le iba a contar con detalle, intentando de varias formas disimular que estaba otra vez entregado al pánico. Le aseguré que tendría una respuesta para todo y que era menester mi retirada temporaria. Algo de esto era real: a pesar de lo bienvenido que había sido mi libro en la presentación y en las críticas, las ventas no reflejaban ningún tipo de conquista. Según mis editoras, no había mucho que esperar. Yo no sabía cómo explicárselo a Lorna porque no sabía cómo explicármelo a mí mismo. Me sentía bajo la peor de las pestes. Pero mi revelación detallada, la que le prometía día a día en diversos colores pegada en la heladera, nunca llegó. El quince de diciembre volví a casa y Lorna se había ido. Le adelantaron el viaje y se había cansado en exceso de mi ausencia. Yo me la veía venir, por supuesto, pero no lo pude creer.
Me calmé y empecé a buscar pasajes aéreos. Toda esa semana la llamé para decirle que en cualquier momento me iba para allá. Ella no me creyó, claro. Pero algo se interpuso en mi plan, algo que no esperaba ni en la más agitada de las pesadillas.

Fue un martes. Me levanté un poco antes que de costumbre y me fui a hacer un café. Agarré la taza violeta, empecé a batir el Arlistán mientras buscaba los fósforos y todavía en bóxers sentí frío en mis pies: estaba parado sobre un charco. Lo seguí y me condujo a la heladera. Fui a secarme los pies y a ponerme ojotas antes de abrirla deseando que no se hubiera roto porque el viaje a Madrid me iba a costar unos cuantos pesos. Pero al abrirla vi que no tenía nada raro, excepto que no funcionaba. Me fijé el cable, perfectamente enchufado. Qué boludo, no debe haber luz, pensé. Así era, no había luz. Fui a llenar la pava para seguir con el café pero tampoco había agua, sospechoso. Salí al pasillo para ver si los otros PH corrían con mi misma suerte. Lo hacían. Me asomé al balcón para ver si era en toda la manzana. Abrí las ventanas y ahí vi que estaba todo negro, negro absoluto. No había autos, y los pocos transeúntes que pasaban lo hacían corriendo a las picadas, desesperados. Había un olor raro, como si faltase el oxígeno. Me asusté. Fui a llamar a mi familia y nada, el teléfono muerto. Me vestí en milésimas de segundos y corrí hasta lo de Ramón. Se vino todo abajo, me dijo.

Nosotros, que nos habíamos reído con Lor hasta largas horas de la noche acerca de los vaticinios del dos mil doce de “se acaba todo”, nos enmudecimos cuando el veinte de diciembre llegó, finalmente, el apocalipsis.

El mundo se volvió negro. Nunca más salió el sol y los mares se quedaron quietos.

Nadie murió ni aparecieron zombies, pero todos sabíamos sí, que estábamos viviendo el fin. Todo estaba como en ese estado de la atmósfera cuando no hay viento. Como si el apocalipsis fuera el de las fachadas de las salas de cine, que en manada y de un hondazo se volvieron todas viejas. Lorna desde Madrid y yo desde acá, intentábamos un encuentro desesperado. La falta de luz solar trajo muchos infortunios y fue una navidad sin regalos. Con el tiempo se crearían otras formas de energía y la vida seguiría su curso. Los aviones volverían a volar, pero después de cientos de mensajes agónicos en los que condensábamos todo nuestro fervor, fijados para siempre en los trastos de Gmail, a partir de mediados de enero no supe nada más de Lorna.

Seguí con mi vida, tuve la sensación amarga de que no había adonde ir, excepto a todas partes. La mía fue irme a Madrid, por si el universo se dignaba a devolvérmela y porque muchos de mis amigos terminaron ubicándose allá. El apocalipsis nos restituyó a España. Me hice cronista de un diario y me volqué de lleno a la escritura. Con el tiempo me acostumbré a la noche de olor rancio y al aspecto de telemarketers que todos supimos adoptar. Me olvidé que alguna vez hubo perros en las calles. Ahora solo se ven arañas gigantes, peludas e inofensivas.
A veces me despierto llamándola. Voy hasta las tres enaguas y siento su olor.

Todas las noches sueño que me pega el sol en la cara.



Dialéctica fluorescente (por Cecilia Guatri)
Que te haya venido al recuerdo en medio de tu cruzada por un local de electrodomésticos – sospecho- es ironía de pe a pa. La escena de Frávega, ahora, cobra un valor inaudito para mí. Efecto retroactivo: lo contingente, azaroso, se vuelve necesario. Voy a meterme en la web del local. Su marquesina de acrílico aséptico, bien podría convertirse hoy en regia dialéctica fluorescente. Y a partir de ahí, el consecuente cambio primero de una serie infinita. Hace meses que quiero comprarme un ventilador. Terminé bajando uno de la baulera, que tiene la marca registrada de cualquier casa paterna: hace un ruido infernal. Fluir con su traqueteo en armonía demasiada hasta perder el control, resulta de una coherencia inquietante. No dejo de escuchar una base electrónica en su velocidad dos. No llego a entender del todo el criterio de su de repente empezar a andar alocado. Le construí una especie de altar, es que se ha vuelto para mí una inevitable máquina mística que opera con cierta impunidad más allá de cualquier intención individual.
Esos pasos que en el piso de arriba, hasta hace poco tiempo, dedicaban sus tropiezos a la puesta en marcha de un zafarrancho inercial, no se escucharon más. Y eso que se hacían prestar atención, aun divulgándose como un baile de salón estéticamente organizado… Eco de un susurro delicado que se desparramaba sobre lo estéril del parquet (algo parecido al aireador de una pecera de pasillo travestido de cancioneta de cuna, cuando de madrugada y con siete años me veía sentaba al borde de la marinera, porque un tigre quería abalanzárseme. Era un alivio bajarme de ahí para acercarme a esos peces hiper-oxigenados moviendo la boca con entusiasmo exagerado). Y no se trata de la muerte del vecino, si no del mismo track cansino de la máquina camuflándolo todo. En aquel caso, claro, habría encontrado por lo menos una nota en el ascensor: “lamentamos el fallecimiento de…”, o algo de ese estilo. Un espanto.
Fue extraño leer tu agradecimiento por el insomnio. Por algo te había vomitado toda esa perorata extensa sin ningún reparo, porque sabía que ibas a responder y que tu respuesta nos iba a hacer soñar. Conmigo el desvelo no fue tan amable, me hizo burla todo el rato entero del después: me ató un repasador sucio sobre la frente. Y hete aquí, el resto de un sueño vago en donde comí chocolate blanco enamorada de alguien que comía chocolate blanco. Los sueños sin bordes nítidos tienen el mismo estatuto que ese despertar antes de tiempo. Un despertar desconsiderado y cruel, por dejarnos saboreando el preludio de algo que no terminó de pasar…un regio mamporro en la nuca. Intenté establecer relaciones, pero enseguida caí en la cuenta de que los nexos hacen las veces de anestesia local y prefiero que me duela el paladar.
Y después, la tarea fatídica del olvido (desconfiemos, claro, del destierro implacable. Nunca el rapto del recuerdo es del todo efectivo. La amnesia en el boxeo profesional resulta un engaño en sí misma. Se trata de justificar las marcas sobre la sien o las sábanas desmanteladas desde siempre, para el caso del mamporro amateur). Y después –decía- la tarea fatídica del olvido. Apagué el ventilador y salí hacia un caminar torpe, a puro arbitrio (voluntad que no depende de la razón, si no del capricho). Lo fascinante fue embarcarse en una odisea dantesca atestada de objetivos absurdos. El peregrinaje se desembarazó de cualquier atisbo de contundencia. De pronto, un afán desmesurado por conseguir un ejemplar original (y el consecuente desplomo al advertir que las “versiones de” se devoran al inédito), de pronto, una expedición militar para rescatar el santo sepulcro de Jerusalén, de pronto…y así, consagrando a cada medio de transporte un exceso de grandilocuencia. Estaba agitada. “¿Te la envuelvo para regalo?”, preguntó. Apresuré el sí, dejando exenta de dudas la suerte del paquete. Es que había llegado a ver que el papel era de fondo negro con unos espectaculares lunares en fucsia. El tipo insistía sobre una prolijidad algo desmesurada para la circunstancia. Podía sentir en sus maniobras cómo con cada golpe contra la vitrina el papel se adulteraba un poco más. Le temblaban los dedos, que así arremangados sobre un foco preciso se veían como pasados por una lupa. Me hablaba sin ningún tipo de puntuación sobre la masonería especulativa. Yo seguía anclada en el mostrador y su relato me entraba entrecortado, como cuando uno tapa y destapa los oídos en alternancia, sacando y metiendo la cabeza debajo del agua. Anticipé el momento en que abriría el paquete, ya haciendo pie sobre el parquet. Se suspendió la taquicardia. Pensé en un baile de salón, en el aireador, en la boca de los peces.


¿O estaría lloviendo helado? (por Victoria Belaustegui Goitia)
Estábamos todos. La mesa del domingo, atiborrada de comida, contrastaba con la delicadeza de nuestro apellido. Solíamos seguir la ancestral tradición de los almuerzos familiares, aunque ese día se esperaba algo más. La tía Noemí trajo la pasta frola y la cortó en milimétricos cuadraditos. Era su postre de cabecera. Noemí tenía alrededor de cincuenta años, era bajita y regordeta. Estaba siempre arreglada y olía a perfume dulce y estridente, de esos que penetran los orificios nasales llegando a lugares inexplorados. Cada vez que la veía me quedaba con la sensación de no haber descifrado si era coqueta u ordinaria. El tío Francisco había llegado cerca de media mañana, a leer el diario mientras Noemí terminaba con los preparativos. Susi y las nenas, Adolfito y Pupi, Juan Cruz, mamá, la abuela y yo tocamos el timbre doce y media en punto. Habíamos llegado antes, pero mamá insistió con las buenas costumbres y el deber de no importunar al anfitrión con la ansiedad propia. Mi prima Manuela y su reciente novio estadounidense se retrasaron diez minutos, pero las molestias se disiparon ante el whisky caro que Johny apoyó con amabilidad en la mesa. Faltaba Simón, que traería una noticia. Esas de las que hacen hablar a las familias paquetas de Buenos Aires durante meses. Odié toda la vida esos eventos agobiantes, me resultaban verdaderos laberintos de gente que estrangula a las palabras. A menudo me preguntaba si el lenguaje no se vería asfixiado del uso improductivo que le damos la mayoría de las veces, para traducir en banalidades lo que puede yacer a la perfección en el silencio más musical. Solía quedarme callado. La metamorfosis que estaba sufriendo mi voz en esos tiempos me hizo conocer la lapidaria acidez de la vergüenza. Luego del almuerzo me iba a recorrer la casa. El escritorio atestado de libros, planos y muebles enormes para sus pocos metros. El patio del fondo con sus plantas uniformes, los macetones y la enredadera, una verdadera selva en la infancia. La misteriosa dependencia de servicio que ofició de taller de herramientas del abuelo, el único lugar de la casa al que se accedía por una pequeña escalera. La sobremesa era el momento privilegiado para salir del elegante living-comedor y adentrarse en los pasillos largos de la casa de Flores. No había a dónde ir, excepto a todas partes. Las habitaciones reposaban, respiraban como si quisieran decir algo, como si se lo estuvieran guardando, como si una vez que yo las abandonara se pusieran a reír entre ellas. Me quedaba un rato en cada una, inspeccionaba los rincones esperando encontrar el mensaje encriptado. Extrañaba a papá, mucho. Ese día del almuerzo pensé en Eloísa y en lo indescifrable que era. Escuché a lo lejos las risas y a Susi diciendo: “Vamos con el postre, ¿alguien quiere café?”. Era el modo de disimular que contábamos los minutos empapados de ansiedad ante la tardanza de Simón. ¿El norteamericano hablaría castellano? Volví a pensar en Eloísa y los terremotos carnales en el patio durante el extendido veraneo de mis abuelos. El calor de las dos de la tarde y la interrupción de la televisión para ahorrar energía en el país eran una tentación imposible de sortear. Ella –que siempre asomaba segura y dominante-, se rendía en estos momentos a merced de mi volcánica energía. Le gustaba que le dejara la ropa a medio sacar. Su cara enrojecía y sus ojos se perdían infinitamente. Nos internábamos en la voluptuosidad y el silencio. La transpiración quedaba impregnada en las baldosas terracota. Me envalentoné y me dije a mi mismo: “Cuando llegue Simón, después del anuncio, lo freno en la cocina y le pregunto sobre las mujeres como Eloísa”. Simón siempre tenía revelaciones. Simón sabía. Volví al living para servirme café, con la pesadez en el cuerpo de las voces que no quería escuchar. Desde hacía años me costaba muchísimo estar ahí, sentado en la mesa familiar. Sentía que mi cuerpo se convertía en un autómata, mientras mi espíritu se disparaba hacia el infinito. Imaginaba recurrentemente que llovería helado hasta ahogarnos a todos. Ahí respiraba. Pero, ¿por qué me costaba tanto estar ahí? Quizás se lo pudiera preguntar a Simón. No sé por qué, pero ese verano dejé de ver a Eloísa. Ese verano de la transpiración en el patio y el vino en la cama hasta las cuatro de la madrugada, que se evaporaba en el sopor denso de la mañana siguiente. No sé qué hizo que no nos encontráramos más, si cosas de ella o mías. Durante meses, extrañarla era lo más cercano a lo que toda la vida imaginé sobre el apocalipsis. Eloísa no hablaba. No era muda, era otra cosa. Una vez me animé, quise preguntarle qué había pasado. Nos encontramos en el Boulevard Charcas, después de dos meses de no vernos sin explicación. Yo estaba muy nervioso, tenía la ilusión de entender algo sin preguntar mucho. Mientras la esperaba, entré a la heladería de la esquina y me pedí un cucurucho de chocolate y coco. La ví tras el vidrio, había llegado. Salí raudamente y me acerqué a ella. “Hola”, le dije. “Hola, campeón”, respondió. La frase fue de una extrañeza inquietante. La voz no era la suya. Pero… ¿de quién era? Era la voz de Simón. Al fin había llegado al almuerzo. Tarde, impecable, parsimonioso. Sabía que lo esperábamos. Le sirvieron café y masas, Noemí lo miró, rogándole que hablara, “por el bien y la salud de todos”. Antes de sentarse, nos dio la espalda, se quitó el saco italiano color gris, se dio vuelta y se sentó. Probó el café, levantó la vista, miró hacia la mesa ahora alfombrada de masas y pasta frola. Sus comisuras se empezaban a despegar. Me puse muy nervioso, la sangre se me había convertido en lava, intenté que el pulso no me jugara una mala pasada con el helado, mientras veía que abría su boca para articular algo y yo me perdía en las paredes de su garganta.




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