por New York

No sé. Había algo en él que me gustaba. Cómo se expresaba, con la cintura, con los brazos, con las manos y, sobre todo, con los labios. Habíamos ido con un grupo de amigos a Down Town Matías en Recoleta. Yo no lo conocía (era amigo de Malena) pero nos llevamos bien, hablamos de Pasolini y luego de Hitchcock y fumamos y tomamos cerveza casi a la par (él tomó más. Tomaba rápido, impasible). Entrada la noche, nuestros amigos se fueron y quedamos solos y pedimos más cerveza y me convidó un cigarro persa (así lo llamó él. Era fuerte y picante). Lo observé chupar el humo, contenerlo, encarar hacia la luna y soltarlo por la boca y por la nariz. Llevaba una camisa azul de cuello blanco arremangada hasta los codos. Dijo que tuvo un sueño en el que le organizaban una fiesta sorpresa y allí estaban Jimmy Stewart y Janet Leigh y Cary Grant y Grace Kelly y Kim Novak, todos con bonetes y silbatos, abrazándolo y besándolo; se rió mucho de ello. Pedimos otra cerveza y yo me notaba más liviano y me gustaba eso porque era lo que estaba buscando, todo parecía ser una buena idea y me sentía muy relajado.
Así pasó y fue algo nuevo para mí (no para él) y decidí que no me había llamado la atención y que no me apetecía volver a hacerlo.

Unos años después viajé a Italia, mi plan era quedarme un tiempo. Tenía 25 años.
Busqué trabajo en Pésaro pero la cosa estaba difícil. Para ahorrar dinero les pedí alojamiento a unos amigos que vivían allá (Daniel y Gastón). Me habilitaron un cuarto que no usaban, que solo tenía un armario y una ventana que daba a un muro y el piso era de cemento. Allí tiraron un colchón muy fino y yo me instalé como pude.
Día a día salía a buscar trabajo.

Daniel y Gastón estaban bien conectados y asistían a fiestas en la parte rica de la ciudad, en pisos enteros, generalmente muy ornamentados, donde muchas personas hablaban unas con otras y el servicio se escabullía entre ellas sirviendo champagne y ofreciendo bocadillos. Daniel y Gastón me invitaban a veces, decían que era una buena oportunidad para practicar mi italiano.

Era un piso en la Viale Trieste. Habían unas sesenta personas de entre veintitrés y cincuenta años, todas sosteniendo una copa o un vaso. Todos parecían conocerse entre sí. Gastón se entretuvo con una danesa que sujetaba una pequeña cartera roja como si fuese uno de sus órganos vitales. Daniel me presentó a un grupo de jóvenes escritores y luego subió junto a Anna (su chica) a la terraza. En el grupo de jóvenes escritores había uno fornido y peinado con esmero que se llamaba Francesco y que dirigía el curso de la conversación. Hablaba de Ítalo Calvino.
- ¿Cómo se entiende? –dijo- Uno no puede vivir y escribir en esas condiciones.
Según Francesco, Ítalo Calvino nunca había pisado el Museo del Prado ni contemplado un original de Velázquez por lo que quedaba inhabilitado para escribir o para realizar cualquier tipo de arte, incluso para vivir.
- El artista debe interesarse más bien poco por el arte de los demás -disintió uno de anteojos de grueso marco rectangular-  El auténtico artista hace foco en su arte y en nada más.
Hasta ese momento yo no había dicho mucho y todos me miraron esperando que diga algo y me las arreglé para seguir la conversación. No estaba muy de acuerdo con la forma en la que habían abordado el tema pero no era momento de iniciar una discusión. Expuse una pseudo-teoría que elaboré en ese mismo momento y la teoría tuvo éxito y cada uno del grupo dio su opinión y luego cambiamos de tema. Era fácil conversar con esas personas. Eran animales sociales.

Más tarde me hice llenar la copa y salí al balcón desde donde se podía ver el Adriático. Permanecí inclinado sobre la baranda, inspirando el aire y observando los reflejos de la luna en el agua hasta que un hombre entró en el balcón y yo me di la vuelta para verlo. Era alto y llevaba un saco marrón anaranjado de una tela apenas reluciente y unos pantalones negros que le ajustaban debajo de las rodillas y un cinturón ancho de cuero con una gran hebilla maciza y brillante. Me saludó con la mirada y del bolsillo de su saco extrajo un paquete de cigarrillos y le dio unos golpecitos en el dorso de modo que dos cigarrillos se asomaron.
- ¿Fumas?- me dijo, acercándome la caja.
- Gracias- dije y me aseguré de que viera mi sonrisa y tomé uno y me lo puse en la boca.
Él sacó el otro y se lo puso en la boca y extrajo un encendedor y me encendió el cigarrillo y luego encendió el suyo.
Su nombre era Marcello y conocía al dueño de casa porque la madre de sus respectivas hijas era Susana, una actriz italiana de los sesenta que ahora se dedicaba a la producción. Marcello había dirigido algunas películas a sus veinte años y luego lo había dejado; según él, no le quedaba nada por decir. Ahora no hacía gran cosa, más que asistir a fiestas y dar paseos en su coche y tomar aperitivos después del mediodía. Parecía estar muy a gusto allí, en la noche, rodeado de voces que el viento traía, fumando despacio, hablándome. Habló de una hermosa rosa de papel que una buena amiga le había hecho con una página de La Stampa y que él había perdido. Yo le escuché y dije alguna cosa y luego continué escuchando y tomé de mi champagne y, a decir verdad, pasé un buen rato.
Me dio sueño y me despedí de Marcello y conseguí un taxi y me bajé antes para no gastar tanto y caminé hasta la casa de mis amigos y luego entré en mi cuarto que olía a polvo húmedo y me arrojé sobre el colchón fino y sentí el piso, lo sentí en todo el lado izquierdo de mi cuerpo y permaneció doliendo hasta que me dormí.

Tuve varias entrevistas para puestos de cualquier tipo: administrativo, mensajero, camarero, playero, etc., todas con resultado negativo.
Ese día caminé como ningún otro y hablé con varios encargados de los restoranes de la costa y nadie necesitaba siquiera un ayudante de cocina y volví a la casa cuando caía la noche, resignado.
Luego de la cena, Daniel y Gastón me dijeron que ya no podían hospedarme más, que lo sentían y que debía buscarme otro lugar. Dijeron que estaría bien que me mudase a fin de mes (faltaba una semana). No les pregunté por qué ni les opuse resistencia alguna, sólo les agradecí por la hospitalidad que me habían prestado hasta el momento.

Amanecí al otro día y todo parecía haberse vuelto más pesado y complejo. La sola idea de salir de la habitación representaba una cantidad inabordable de alternativas que me superaba de antemano. Dejé la persiana baja. Eran las once de la mañana. Debajo del colchón tenía un paquete de cigarrillos con cinco adentro. Fumé uno tras otro, sentado en el colchón, recostado sobre la pared, contemplando la oscuridad, con líquido en la mente. Cuando acabé, miré el reloj y eran las doce y media. No tenía hambre. Necesitaba más cigarrillos.
Así la semana se consumía y conté mi plata y faltaba poco para que me quedara solo lo justo para el viaje de vuelta. No quería volver de esa forma. No era un final que pudiese entender.

Era viernes y estaba haciendo tiempo para ir a la aerolínea a comprar mi pasaje. El estómago, lleno de café y amargura, me dolía. Entonces recibí un llamado. Era Marcello. Quería saber si iba a estar libre a la noche. No era un llamado que podría haber esperado y me tomé unos minutos para recordar a Marcello y entonces tuve una fuerte intuición sobre de qué iba la cosa. Y lo pensé otro poco y luego le dije que estaba libre.
En el Moleto de la Viale Zara, él tomó un Black Russian y yo un Red Label. Estábamos sentados de cara a la playa y con lentes de sol y el viento nos besaba con calma. Él llevaba una camisa clara con los tres primeros botones desabrochados y de su oreja derecha colgaba una luna negra y hablaba de Almanta Suska, con la que había trabajado en sus años de director.
- Tenía una moral blindada- dijo- Y solo podía representar un personaje- tomó de su Black Russian- Y eso no es poco. ¿No te parece?
- Algunos no pueden representar ninguno- dije.
- Exacto.
Luego dijo que a los actores-instrumento hay que engañarlos para que logren una actuación más convincente. El director debe moldear la psiquis del actor, es su prerrogativa. El actor es imagen, luego no hay nada.
- ¿A quién pertenece la imagen del actor?- se preguntó.
Así continuó hablando, muy cómodo, sin demasiada excitación, y yo lo escuchaba y empecé a darme cuenta de que me encontraba interpretando un personaje, silente y misterioso, dueño de una espesa vida sugerente que prefería guardar para mí mismo. Aparentaba conocer la profundidad de los temas y a la hora de opinar solo revelaba pequeñas pistas. Eso creaba una ilusión nítida, perdurable.
Saboreé mi whisky y me dejé hundir plácido en la niebla alcohólica; la noche se consumó temprano. Marcello pagó las bebidas y me invitó a su casa.

El fin de semana dejé la casa de mis amigos y me mudé al Hotel Il Cupone en la Via Belvedere.
Pocos días después, Marcello volvió a llamarme. Y luego llamaron amigos de Marcello. Algunos me citaban en el Scimmia, un bar del ambiente, en la Via Giuseppe Massini. Cuando mi teléfono no sonaba acudía al Scimmia para conocer personas. Nunca faltaba alguien dispuesto a invitarme una copa. Eran gente discreta y agradable.

            Siempre ocurría más o menos lo mismo. Ellos tenían muchas ganas de hablar. Algunos eran más felices y otros más tristes. Sea como fuere, yo los escuchaba con entusiasmo distante. Sabía que, en realidad, no era a mí a quien hablaban y eso me inspiraba. Pagaban los tragos y yo bebía,  interpretando mi personaje. A veces preguntaban sobre mí y yo decía muy poco. Eso era lo que buscaban. No querían a otro como ellos, querían alguien mejor y yo sabía cómo dárselos. No era que me gustase hacerlo. Simplemente era algo que se me daba muy bien. Era realmente bueno.
            Me mudé a un departamento en la Viale della Vittoria y compré mucha ropa, buena ropa. Sólo trabajaba los fines de semana y el resto de los días lo ocupaba en escribir y en recorrer los bares de la ciudad y en ir a la playa. Cerca de mi casa estaba el Mezzanotte y yo acudía allí y hablaba con el barman que se llamaba Pablo y era de Ecuador y le gustaba The Zombies y The Kinks y T-Rex.
Incluso viaje a Pisa y a Bologna y a Nápoles. Hermosas ciudades.

            El sol anestesiaba el cuerpo y yo estaba en cubierta y miraba el mar intentando ver peces bajo el agua. Sonia bailaba junto a Isabella. Pietro le enseñaba a Rosanna cómo sujetar el timón. Llevábamos allí unas siete horas y habíamos tomado mucho y habíamos nadado y nos habíamos bronceado y ahora Pietro había puesto la música muy alto. Isabella me preparó un trago con gengibre y me dio un pequeño beso y luego me llevó a bailar junto a Sonia. Todos estábamos muy eufóricos y pasamos una noche genial y la tierra estaba muy lejos y a nadie le importaba.

En el Mezzanotte conocí a Chiara. Era alta y castaña y tenía la piel muy blanca y unas tetas ruborizadas y de buen tamaño. Era estudiante de Artes en la Universidad de Bologna y tenía unas caderas un tanto anchas desde las que bajaban unas piernas fuertes. Estaba en Pésaro de vacaciones. Sola. Mientras tomábamos sentados a una de las mesas cercanas a los baños me contó que pasaba el tiempo leyendo manga, de todo, pero particularmente una serie llamada Naruto y que también iba mucho a la playa a mirarse los dedos de los pies entre la arena y pensar, pensar sin apetito. Con Chiara se podía hablar de todo, así que aproveché a hacerlo y nos vimos varias veces, siempre en el Mezzanotte para luego terminar en mi casa. A veces dejaba que se quede a pasar la noche. Me gustaba levantarme y encontrarla en el balcón respirando el aire estival.
Además de Chiara me veía con Leticia. Leticia era una amiga de mi hermano que había viajado a Europa y, luego de recorrer las principales ciudades de la Europa occidental tuvo el deseo de quedarse a vivir un tiempo en Italia. A través de mi hermano me contactó para que le consiguiese un piso barato y así lo hice. Alquiló en la Vía Luigi Galvani, cerca del Hospital San Salvatore, a quince minutos de mi casa (en colectivo). Leticia era morena y tenía una pequeña cintura y unas pantorrillas hermosas y una sonrisa inocente. Era toda frágil y escurridiza y le gustaban los cupcakes como a mi me gusta el whisky. Hablábamos mayormente de cine (era fanática de las Queer Movies) y de personas y de cómo estas se comportaban y de porqué creíamos que se comportaban así. Elaboramos varias teorías, algunas descabelladas, otras incoherentes, y otras muy en serio. Íbamos a las ciudades cercanas a recorrer las calles a pie hasta que nos cansábamos y nos metíamos en un bar. Un día quiso saber cómo era que vivía como vivía sin trabajar y le conté a qué me dedicaba, tranquilamente, sin vueltas y sin hacer chistes y ella pareció tomárselo bien y nunca más tocamos el tema. Normalmente cogíamos en su casa y era un sexo cariñoso y completo y saludable.
            Y luego estaban las otras chicas, las chicas que conocía en fiestas, chicas animadas y autosuficientes, buscando un poco de diversión real.

            Paolo era de Rímini. Viajaba los fines de semana a Pésaro y frecuentaba el Scimmia. No era nada amanerado y tenía una nariz triangular y cejas de vikingo. Era productor de espectáculos. Produjo el recital de Black Kids en Roma, el Cirque du Soleil y la Sinfónica de Rivoldi, entre otras cosas. Me hizo un relato muy entretenido de cómo fue que participó de extra en una película de Roberto Benigni. Tenía un don especial para contar historias. Siempre vestía bien y usaba un pañuelo atado al cuello, cada noche de distinto color. Las primeras veces me pagó las copas pero luego ya no dejé que lo haga. Me caía realmente bien. Con él no era como con los demás. Con él yo hablaba y participaba activamente en la conversación y no intentaba resultar misterioso ni nada que no fuese yo mismo. Con Paolo incluso nos veíamos fuera del Scimmia. Lo invité varias veces a recorrer los castillos medievales de los pueblos vecinos y él me invitó a la presentación en un pequeño bar de Rímini de una banda que según él estaba en ascenso (no me parecieron buenos). Y un día vino a mi casa y cenamos pollo y vimos Bullet y luego Al este del Edén y luego me abrazó y me buscó la boca y lo aparté.
- ¿Qué no está bien? –dijo
- Nada-dije- Todo está bien. Solo que sabes que eso lo hago para vivir.
- Pensé que esto era diferente.
- No. Lo siento.
Intenté levantarle el ánimo pero no lo conseguí.
Dejó de venir por el Scimmia.
Lo llamé y no atendió.

           
            También disfrutaba de ir solo al Compagno, en la Viale dei Partigiani. Pero no pasaba mucho tiempo hasta que alguien me saludaba y se sentaba a mi mesa. A veces era Andrea (un amigo de Chiara). A veces era Remo (el gerente del club de playa). A veces era Fabiano (el empleado de la disquería). Entre muchos otros. Cada uno se acercaba a contarme lo suyo, anécdotas que los retrataban como héroes o como antihéroes pero que siempre dejaban bien en claro que ellos habían sido los protagonistas. Y me invitaban a fiestas. A fiestas en la casa de playa de Dino Mugati, a fiestas en la terraza de Isabella Solda (desde la que se podía ver las luces de Fano), o fiestas en las calles del Ritorno (en las que cerraban el barrio y adornaban todo con máscaras de carnaval pegadas en las fachadas y cubrían el alumbrado público con celofán de distintos colores e instalaban unos potentes equipos de sonido y la gente colmaba las calles y todo era muy encantador). Me gustaba hacerles preguntas para desentrañar la lógica de sus comportamientos y por lo general descubría que hacían todo lo indicado para no obtener lo que más deseaban (y ellos no lo sabían). Me nutría de ellos y luego escribía sobre personajes inspirados en ellos.

            Leía un libro de Douglas Coupland y tomaba limonada con avena cuando este hombre se sentó a mi mesa. Eran las seis de la tarde. Lo tenía visto del Scimmia, siempre estaba en alguna de las mesas entre la barra y la máquina expendedora de cigarrillos, nunca se había animado a hablarme y no sé porque se animó ahora y ahí, en el Compagno. Dijo que se llamaba Bruno y era vendedor de coches y hablaba muy lento y grave y era casado. Le permití quedarse e hice mi número de siempre. Entonces noté que dos hombres de otra mesa me miraban. Parecían gemelos y ambos tenían un mentón exagerado y estaban tatuados y el de la derecha tenía un párpado caído. No eran del Scimmia y no estaban buscando eso. Buscaban problemas.
            Bruno se levantó y fue al baño y yo me recosté sobre mi asiento y entrelacé las manos detrás de la nuca y observé a los hombres como si estuviese observando el tráfico nocturno. El del párpado caído murmuró:
- Maricón.
Continué viéndolos, relajado.
- Maricón- volvió a decir el del parpado caído, esta vez más fuerte.
- ¿Cómo? – dije.
El otro se rió y le dió un suave golpe en el brazo al del párpado caído y este también se rió y ambos tomaron de su cerveza.
Me paré y caminé hasta ellos.
- ¿Cómo?- repetí.
Ellos se pararon y uno me empujó y yo le lancé un gancho que le dio en la oreja y le hizo inclinarse de dolor y el otro se abalanzó y me dio con la derecha en el pecho y yo caí y me golpeé la cabeza contra la barra. Me levanté y barrí al que me había derribado y este cayó y yo tomé un vaso de sobre la barra y se lo arrojé a la cabeza pero fallé y el vaso estalló contra el piso. Retrocedí unos pasos y ya tenía al que golpeé primero encima. Esquivé un golpe y le di en ese mentón ridículo que tenía y le hice retroceder y me acerqué y le volví a pegar en la cara y cayó estrepitosamente. Entonces el otro, ya recuperado, me pateó en las rodillas y yo logré mantenerme en pie y me cubrí el golpe que me lanzó a la cara y lo empujé y esquivé otro golpe y le hundí mi pie en su pecho y salió disparado y golpeó contra la pared y cayó. Tomé una silla y se la arrojé con todas mis fuerzas y ahí permaneció, en el suelo, junto a su gemelo, ambos abatidos.
            Miré a Fiorenzo (el barman) que me dijo que era mejor que me vaya y así lo hice.

            Cada tanto me topaba con esta clase de personas ¿Qué era lo que les sucedía? Por allí andaban, con sus miradas y sus murmullos. ¿Qué era lo qué los alarmaba? ¿Acaso mi forma de vida les hacía pensar en su fracaso? ¿Acaso yo era el término que les jodía la ecuación? No sé. Siempre estaban allí rondando con su ímpetu normalizador y su civil cobardía. ¡Vamos! Les hubiese dicho. ¡Despierten ahora! Pero no valía la pena, eso hubiese sido entrar en su juego y ellos eran más y tenían las de ganar. A la mierda con ellos. A la mierda con su miedo inveterado.
           
             Siguieron meses muy entretenidos. Muchas salidas al pequeño cine que abrieron en Montelabbate (con Fabiano), cesiones de buceo en las playas de Ancona (con Chiara), party crashing (con Remo y, a veces, solo). Compré una ingente cantidad de aparatos tecnológicos y cuando ya no tuve lugar donde ponerlos, tuve que mudarme. Me mudé a la Viale Gorizia, a un piso entero, a pocas cuadras de la playa. Conocí a Ernesto que me conectó con Máximo y ambos se ofrecieron a promoverme para trabajar en Roma y yo acepté. Dejé de frecuentar el Scimmia y cada fin de semana me trasladaba a Roma y asistía al Ozone donde la gente estaba forrada en dinero y pagaba mucho más y el ambiente era más seguro. Aparecí en una publicidad de L´ancome (un breve cameo) con lo que mi caché aumentó en un doscientos por ciento y compré un Lamborghini Estoque y un abono en el club de playa. Me pagaban por asistir a fiestas en la casa de un diputado y por asistir a desfiles de moda (solo por ocupar un asiento) y hasta pasé una noche con un actor muy conocido (Australiano). Sentía una agradable vibración en mi piel y una liviandad en mis hombros y yo sabía que se trataba del paso del tiempo rendido a mis pies.

            Hasta que un día atardecía en Trevi (Roma) y yo estaba en un bar desde donde podía ver como el sol se deshacía tras los edificios y el batido que tomaba sabía a espera y mi pierna izquierda temblaba ligeramente y estaba junto a Gennaro. Gennaro era del Ozone donde me había invitado a una copa pero luego se había marchado y ese mediodía me había llamado e invitado al Revolo en Trevi. Era alto, manos grandes, piel curtida. Su pelo parecía grafito y lo llevaba muy corto y su frente era amplia y en ella se veían unas pequeñas líneas de expresión que se entrecruzaban en el centro donde la frente parecía hundirse apenas, como si allí se alojase un tercer ojo. Tenía alrededor de cuarenta años.
            Creo que lo había mirado a los ojos sólo una vez cuando me tomó la mano y sentí el dinero en mi palma y luego me soltó y los billetes cayeron al suelo.
- ¿Qué sucede? - preguntó.
            Observó el dinero tirado y yo reparé en su tercer ojo. ¿Qué me sucedía?
            Sentía vergüenza. Por primera vez sentía vergüenza y pudor. Y no podía hacerlo. Simplemente ya no podía.
            Me disculpé y me retiré, como un sonámbulo.

            No aparecí por el Ozone por tres semanas y recibí la llamada de Ernesto y Máximo y les dije que ya no estaba dispuesto a hacerlo. Lo lamentaron mucho pero no intentaron convencerme.
            Pase dos, tres meses en mi piso, pensando. Finalmente llamé a Leticia y le conté lo que había sucedido y me dispuse a disfrutar del dinero que me quedaba (No estaba en mis planes volver a buscar trabajo). Vendí el Lamborghini y me mudé otra vez al departamento en la Vía della Vittoria y estuve mucho tiempo recorriendo todo Italia junto a Leticia y luego invité a Chiara a Mallorca. Pasamos unos días increíbles y le dije que a fin de año dejaría Europa.
           
Cuatro meses después, el avión se elevó y, sospechosamente, no era nostalgia lo que sentía. Era otra cosa.
           
                                                                                                      Diciembre de 2011


[Sobre el autor]

Joven autor del barrio de la paternal, voraz lector desde que tiene memoria, ha pasado más de lo recomendable frente a su computadora pensando historias. Ha escrito, corregido, rescrito y vuelto a corregir. Ha publicado poco, a modo de tímido ensayo, pero piensa publicar mucho cuando su obra esté lista, con un estilo que él ha dado en llamar –y cree que con eso lo dice todo- shoegaze. Por el momento, continúa peleando fuerte, delineando su identidad. Además, se ha recibido de abogado, ejerce de periodista de rock y disc jockey, y es miembro del grupo de escritores Lapsus Cálami. Un grande.

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