[Sobre Fiura]

Fiura es un proyecto editorial sin ánimo de lucro que nace como colaboración entre dos amigos. Ni revista ni fanzine, Fiura es un contenedor de pensamiento y reflexión. Bajo el imperativo ético y estético de explorar lo desatendido y lo minoritario, Fiura aspira a dar voz a interrogantes pendientes y exponer las manifestaciones artísticas y tendencias de la contracultura actual. Esa cosa que llamamos fealdad es nuestro número piloto, una tentativa de lanzarnos al centro del volcán. Estas páginas son una oda a lo incómodo, lo sorprendente y, sobre todo, lo feo, quintaesencia y metáfora de la voluntad del proyecto. En ellas encontrarán una pluralidad de voces y opiniones que configuran un esqueleto de psicología, cine y la literatura, cirugía estética, filosofía o moda, entre otros. Una reivindicación de las vías del saber artístico, el académico y el moral. En el mejor de los casos, una conciliación de las tres.


[Muestra/adelanto de Fiura]

Un chocho = una revelación
Por Martín Rueda

Se irguió. Sintió el alcohol sacando los últimos trastos de la mudanza fuera de su cerebro cuando miró hacia abajo y la vio a ella, la chica de la noche anterior. Una mujer. Una mujer sin más, finas piernas largas bien depiladas y blancas, un cuerpo. El objeto de deseo de hacía unas horas, de su yo de unas neuronas menos y unas copas más. Y allí tirada, Eva –pongámosle Eva– no se hubiera imaginado en un millón de años que, injustamente o no, a Laura –pongámosle Laura, a la contempladora– le inspiraría la reflexión más fea que había hecho en años: en la naturaleza está toda la fealdad arraigada. Lo pensó así, de una forma si bien no muy lúcida ya sintáctica, en una estacada de palabras que de pronto le sobrevienen a una al levantarse. Miró fijamente su pubis –el de Eva– y se propuso que aquello, o algo muy parecido, era el origen del mundo. Planteárselo por segunda vez, décimas de segundo después, le costó. No sabía si achacárselo todavía a un cocktail de espesor matutino común con evacuación de toxinas alcohólicas o a la dureza con la que atiza por primera vez una realización genuina. Qué coño estoy pensando, pensó, esta vez no lingüísticamente, más bien como una intuición abstracta. En la naturaleza está toda la fealdad arraigada. De repente su imaginación se introdujo por el pubis de la chica. Comenzó a ver, y en la mente resacosa, space trooper a las siete de la mañana, se le empezó a elaborar un campo semántico (semen, sangre, orina) horrendo, natural y horrendo. Los orígenes de la vida eran un asco; el placer máximo, el deseo sexual –¡que impulsa el mundo!– era un asco. Toda la vida en la Tierra encontraba su germen, su origen, en las cosas que la Humanidad a posteriori había decidido encontrar asquerosas. ¿Qué sentido tenía eso? ¿Es la naturaleza inherentemente fea, fea y desagradable? ¿O somos los humanos idiotas, alienándonos de nosotros mismos y de lo más básico de nuestra condición?
¿Existiría algún ser vivo que no produjera excrementos?, elucubró, de repente con tantísima vividez, cada vez más despierta a causa de esta rampante epifanía. Con la mano en su propio coño, gesto inocente, pensó en lo feo del parto (menstruo, excrementos, inflamación), lo feo del sexo, lo jodidamente lejos que había quedado el nacimiento de una planta, con sus raíces y su barro y sus lombrices, del glamour que totemizaba la época.
Y luego se le ocurrió la respuesta a lo de antes –porque la gente piensa así, no como intentan vender la moto otros escritores, que parece que sus personajes piensen en MSDOS; no, no somos putas máquinas, pensamos las cosas desordenadamente, cuando se nos ocurren; y eso si las pensamos, que muchos ni eso, pero luego cualquier narrador te cuenta y hasta el secundario más parco tiene unas reflexiones de la profundidad de Stephen Hawkins; la mía piensa esto y ya está–. Volviendo al caso, se le ocurrió que probablemente lo que sucediera es que al principio todos estaban hermanados con la fealdad, la fealdad de la mierda y los partos y los excrementos y el pis y la suciedad de los que no se duchaban, que eran casi todos, pero que luego llegaría un listo –un genio o un cabrón– y se le ocurriría que para diferenciarse de los demás lo que podía hacer era dejar de ser como ellos: alejarse de la fealdad de sus compadres. Y en ese momento hizo un quiebro en la historia de la humanidad. Es que alguien, alguien en concreto, tiene que haber inventado la belleza, pensó ya de bajón, inmiscuida en un sendero de regreso a lo soporífero, grogui.
Y sin concluir nada se tumbó de vuelta en el pecho de Eva. En la naturaleza....Se durmió imaginando unas mamas por las que salía una leche amarillenta. Un niño aparecía llorando con la cara manchada de marrón.

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