Con el último aliento Pedro abre la puerta y ya casi que sabe. La lluvia incesante repliega sus sienes y el calzoncillo, confundido por el agua, el meo y el sudor, se subleva de la piel, lastimándola.
Con paso inerte se despega la mochila de la espalda para dejarla en el piso, al lado de la banqueta, y sentarse. Un wisky, pelado, que no doy más. ¿Doble? Triple. Dejaron algo para vos, Castro. Levanta la vista y la mano extendida del pelado, grande, peluda, se impone con crudeza sobre el resto de las cosas, ofreciéndole ese papel arrancado a las apuradas de algún anotador con espiral, doblado sin delicadeza, un poco humedecido. Servime el wisky, dale. El pelado se apresura y hace actuar con la destreza que dan el tedio y la repetición incansable el vaso y la botella; el líquido se balancea unos segundos en el recipiente machucado, hasta estabilizarse, rechazando, parco a cualquier brillo ajeno, la luz enclenque que quiere atravesarlo. Castro lo observa un rato, como si fuera el centro mismo de su desesperación, y después se lo toma de una vez, como si fuera de su incertidumbre el destilado más puro. Enseguida el calor le llena el estomago y se decide, como quien se prepara para tomar un remedio de mal gusto, a tragarse lo que, desde el pricipio, ahora se da cuenta, había sabido -débil, indescifrable, entonces lejano todavía- que no podía ser de otra manera. Desdobla el papel y lee su letra grande, desprolija, casi infantil: NO ME BUQUES. NO SIGO MAS. OLBIDATE DE MI PEDRO. NO SIGAS, POR FABOR. ¿Cuándo vino? Hace rato. Dos tres horas, ponele. ¿Cómo la viste? Yo que sé, parecía cansada, preocupada, viste que de hace unos días que está así. Servime otro, dale.
Afuera la lluvia no amaina: va anegando calles y veredas desatando su tenaz apetito sobre la ciudad rendida, hundiéndola y quebrándola, convirtiéndola en una trampa gris que es inútil tratar de esquivar. Castro puede verla, empapada, taconeando, casi corriendo, por las veredas deshechas en charcos marrones: Manuela esquivando las baldosas flojas que se conoce de memoria, Manuela sucios los párpados de delineador corrido, Manuela ruidosa y dura la lluvia destiñéndola como si toda ella estuviese hecha de capas y capas de tinturas baratas, Manuela llendo, desarmada, a ningún lado: él único rumbo que sabía, que tenía. Y vos no te creas que estás mucho mejor que digamos. Más vale que empieces a hacer algo más que tomar wisky. El pelado lo mira, extrañado, tratando de descubrir en qué anda metido Pedro, qué significan esas erráticas idas y venidas, esos papelitos, las horas muertas en las que los dos se quedaban sentados en la mesa del fondo, sin decir nada, sin mirarse, como rendidos o derrotados o perdidos, y todo eso invisible y rancio que los rodea como una niebla llena de espinas y murmuraciones apagadas. No entendió nada, dice Pedro sin saber que está hablando en voz alta. Esta pelotuda no entendió nada. ¿Qué tenía que entender? Que no nos queda otra, eso tenía que entender: que no nos queda otra, que no se puede zafar, dice Pedro, y las palabras que quizás seguían las mata vaciando el trago de una sola vez. Dobla el papel y se lo mete en el bolsillo, al lado del 22. La ropa, alimentando el deforme y quebrado charco-espejo que se formó alrededor de la banqueta alta en la que está sentado –donde, cabeza abajo, está también hundido y oscuro, invertido, su cuerpo mojado-, aunque menos, le gotea todavía, principalmente desde la botamanga embarrada de los pantalones, que parece ser el punto en el que, antes de caer al piso -transitando invisible y muda, por caminos ocultos, desde cada milimetro de su piel y pelo, cada hilo de su remera, camisa, pulover, calzoncillo y pantalón- se concentra toda la lluvia bruta que se trajo pegada de afuera en la ropa que no se cambia desde hace por lo menos dos días. Día choto, dice el pelado por decir algo, incómodo en el silencio ausente de Pedro, tratando de sacarlo del vaso que, con los ojos enormemente abiertos, no deja de mirar, como si se estuviese resistiendo desesperadamente, y al mismo tiempo cediendo con tranquilidad, a una caída lenta al pozo interminable que había en ese vaso desgastado por tantas y ariscas noches, manos y bocas. Eh, Castro, eh, dice finalmente después de esperar unos segundos algún tipo de reacción, pero ahora golpeándole el hombro con un dedo, como para despertarlo de su caída. Sí. Sí. Un día de mierda. ¿No querés un café? Te va venir bien. Hace tres días que no puedo dormir, pero si vos me decís que me va venir bien. Bueno, no sé, un té, algo caliente. Un té con limón, ¿no querés? Te lo preparo enseguida. Servime otro y listo, pelado. Ya que estamos, me podrías dejar la botella, ¿no te parece? No, no me parece. Dale, no te hagás el recio conmigo. No me rompas las bolas, Castro: no quieras hacer la de siempre. Bueno bueno, te prometo que uno más y me voy.
Iba a ser esta la última vez que Castro y el pelado repitieran la escena que venía dándose, con ligeras variaciones circunstanciales, desde hace unos días, cada vez que Pedro caía al bar con la intención indeclinable de emborracharse. Podríamos decir que la nota de Manuela fue, como quien dice, la gota que rebalso el vaso - poco después es lo único que, conviene decirlo ya, le van a encontrar encima-, si no supierámos de sobra que en este punto, y desde hace rato, era Castro ya un ejemplo adecuado de vaso más bien seco. Algo se cortó de repente y lo dejó descolocado, en el aire, a pesar de que lo había venido esperando, consciente de que no sólo ella estaba transcurriendo por un borde en el que sostenerse implicaba, además de mantener a cada segundo los ojos dolorosamente abiertos, nunca dejar de mirar para abajo, hacia ese fondo donde se agitaba, indescifrable, el agua hambienta que les tenían preparada, si no desde su nacimiento, al menos desde el momento exacto -de todos modos todavía indescirnible del todo- en que pasaron a formar parte involuntaria de la trama invisible de las víboras.
¿Podemos hablar? Siente primero, antes de su voz, de su pregunta inútil, a sus espaldas, ese perfume cansado y lleno de falsas promesas que le conoce tan bien, ahora atenuado por el lavaje de la lluvia y por el humo del parucho que seguramente encendió apenas entró al bar. Vos y yo no tenemos nada de qué hablar, le dice sin siquiera gastarse en darse vuelta para mirarla. El pelado, apenas la ve, se aleja, por delicadeza, al otro extremo de la barra, donde, de todas maneras, puede escucharlos perfectamente. Mireya se sienta en la banqueta de al lado y le manotea el vaso que está por la mitad para darle dos sorbos breves. Día de mierda, dice, clavando, igual que Castro, los ojos en las botellas que ocupan, en orden irregular, toda la pared frente a ella. Estás cruzado hoy, por lo que veo. Che, pelado, qué hacés que no me traés un cenicero y otro vaso, cada vez atendés peor a la clientela vos, querido. Alguno de los que estaba desde hace rato sentado en una de las mesas se para y se acera por detrás a Mireya y, mientras le rodea la cintura con un brazo, le dice algo al oído. Como a un chiquito, o a un bicho más bien, Mireya se lo saca de encima con un Salí salí, después, no me rompás las bolas, al que el otro responde con un Bueno sumiso y desencantado, volviendo a su mesa. Una no se puede ni tomar un trago tranquila con un amigo con estos pelotudos, qué se piensan. Se piensan que sos una puta, pero le erran fulero. ¿Vos decís que se quedan cortos? Mireya se ríe y el humo del parucho -agrio, pesado- le sale violentamente por la boca y la nariz, acompañando el sonido irreverente de su risa, que revienta contra la indiferencia de Castro, que ahora se baja de la banqueta y se pone la mochila. Yo que pensé que ya te estabas poniendo de humor. ¿Ni siquiera pensás invitarme un trago? Eso habla muy mal de vos, pedrito. Dale, ¿no tenés ganás de tirarme un poco de la lengua? Viste que yo soy como vos: me tomo un vasito de cualquier cosa y enseguida te largo todo. Y vuelve a reirse, sin moverse de la banqueta y sin volverse hacia Castro, que ahora sí la mira y ve el perfil de su rostro, surcado por gotas que le nacen en la frente desde la peluca y le van arruinando el maquillaje para llegar -sucias, empalagadas- al cuello y seguir descendiendo hasta toparse con las enormes tetas; ve su boca roja, todavía con restos de esa risa deliberadamente asquerosa, abrirse para atrapar el filtro del parucho y retenerlo hasta sacarle, con una aspiración profunda y nerviosa, antes de estrujarlo en el cenicero, un último resto de ese humo turbio y arisco, mientras con el dedo índice de la otra mano juega con los hielos que quedaron en el vaso para después chupárselo con detenido deleite cuando ya a Castro se le hacen casi irresistibles las ganas de darle una cachetada y sentir en la palma de la mano la deliciosa, exasperada mezcla entre la húmedad roñosa de la cara de Mireya y el calor rápido del golpe. Te guste o no, vos y yo tenemos que hablar, pedrito, y si no es ahora será en otro momento. Te digo, porque yo tengo todo el tiempo del mundo, pero me parece que vos no tanto. Vos y yo no tenemos nada de qué hablar, repite Pedro, puta de mierda, piensa Pedro, y no puede evitar mirarle las gambas, que surgen repentinas de la minifalda para cruzarse como dos animales blandos, sosegados, pero alertas y viciosos. Está bien que estés enojado, no vayas a creer que no te sé entender, pero decime por lo menos si querés que le diga algo a la Manu de tu parte, viste que ella se preocupa mucho por vos. Andate a la mierda, es lo único que Castro atina a decir, antes de enfilar directamente para la puerta, conteniendo ahora, con la garganta cerrada, las ganas de meterle a Mireya dos balazos en el estómago y dejarla que se desangre en el piso como un perro, dándole, de ser posible, si los habitues del bar del pelado se lo permitiesen, una cantidad considerable de patadas en la cabeza antes de que deje de respirar.
Antes de que Pedro cruce la puerta para estar de nuevo en la lluvia, acomodada en la banqueta para verlo salir y ya con otro parucho prendido entre los dedos, Mireya le grita ¡Te manda saludos Martínez, che!, pero Castro no se da vuelta ni se detiene, solamente su mano derecha, que está ahora metida en el bolsillo del pantalón, aprieta un poco más la culata del 22.


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