El poeta se dirige sólo a aquel que ya está compenetrado con la poesía, es decir a uno que ya es poeta, pero esto es como si un cura endilgara su sermón a otro cura. ¡Cuánta más importancia tiene, sin embargo, para nuestra formación el enemigo que el amigo! Sólo frente al enemigo podemos verificar plenamente nuestra razón de ser y sólo él nos procura la clave de nuestros puntos débiles y nos pone el sello de la universalidad.

W. G.



a guille flores, por la provocación





Complicado defenderse de Gombrowicz. Complicado si lo primero que genera su texto “Contra los poetas” -aunque uno haya publicado un prematuro librito de versos- es una adhesión fascinada, casi inmediata. Los versos no gustan a casi nadie y el mundo de la poesía versificada es un mundo ficticio y falsificado, decretó Gombrowicz hace poco más de cincuenta años. Los argumentos que despliega, su cruda acidez, su irreverencia, resultan, en un principio, por demás convincentes. Sin embargo, luego del consentimiento inicial, y teniendo en cuenta -repito- que uno ha publicado un librito de versos, el sentimiento comienza a tornarse ambiguo. Con la relectura dan ganas de mirar un poco más de cerca, de darle vueltas al texto y desmenuzarlo un poco, captarle las grietas, pero más que para refutarlo o defenderse, para confirmar su actualidad. Porque la diatriba de Gombrowicz es todavía completamente actual: los problemas que plantea, después de medio siglo, siguen merodeando.

Claro que desde entonces mucha agua ha pasado debajo del puente, y algunas de las embestidas de Gombrowicz pueden, hoy, parecernos inocuas por anacrónicas. Por ejemplo: “Me cansa el canto monótono de esos versos, siempre elevado, me adormecen el ritmo y la rima, me extraña dentro del vocabulario poético cierta ‘pobreza dentro de la nobleza’ (rosas, amor, noche, lirios)”; y más adelante: “Es el exceso lo que cansa en la poesía: exceso de la poesía, exceso de palabras poéticas, exceso de metáforas, exceso de nobleza, exceso de depuración y de condensación que asemejan los versos a un producto químico”. Ante estos ataques, no es raro que nos sintamos aliviados, lejos, nosotros -bien ubicados en la posmodernidad y el consabido desparpajo verbal- de la trayectoria de las balas. Hace un buen tiempo ya que la poesía, por fortuna, se ha depurado de esos ‘excesos’ que denunciaba Gombrowicz: ya no nos complica el ritmo y mucho menos la rima; hemos rechazado las rosas y el amor y la noche y los lirios; ya no nos desvelan ni la depuración ni la condensación ni la nobleza, etc, etc, etc…
Y sin embargo, que los poetas se hayan limpiado de esos ‘excesos’ no ha cambiado sensiblemente, que yo sepa –si bien es preocupante la ausencia de estadísticas fiables al respecto-, la cantidad de gente que lee poesía. O sea: los versos, hoy como entonces, siguen sin gustar a casi nadie. Esta banal constatación -que al parecer se renueva cada 20 o 30 años- me hace intuir que quizás Gombrowicz orientó su vasto arsenal al lugar equivocado. Mi afirmación de que el ‘desprendimiento de los excesos poéticos’ que tanto deseaba el polaco sea entre nosotros un hecho consumado puede que no pase de ser una hipótesis bastante endeble, pero, aunque así sea, habría que preguntarse si con ese sólo ‘desprendimiento’ bastaría para que el ‘hombre común’ vuelva a arrimarse a la poesía… Todo parecería indicarnos que no.
Dice Gombrowicz: “El estilo se deshumaniza; el poeta no toma como punto de partida la sensibilidad del hombre común sino la de otro poeta”. Bien. Lo que me hace ruido es eso de “sensibilidad del hombre común”. ¿Qué vendría a ser eso? Más allá de que esa tan mentada “sensibilidad” sea un presupuesto teórico bastante difícil de sostener –y que de hecho ha producido, en el campo de la poesía contemporánea, resultados bastante dispares-, habría que preguntarse qué puede ganar un poeta aferrándose a esa conjetura como punto de partida en lugar de cualquier otra. ¿Cuántos ‘hombres comunes’ leen hoy esa poesía que abreva generosamente en su ‘sensibilidad’? Algunos podrán aducir que es cuestión de tiempo, que más tarde o más temprano las masas se volcarán agradecidas a devorar los poemas que las tienen como justificativo (ojalá no les tarde ese hipotético día a tantos que lo esperan sentados).
Asumo, decía más arriba, que la reacción por la que clamaba Gombrowicz ya se ha, aparentemente, producido y que, sin embargo, los poetas siguen, según todos los indicios, escribiendo para los poetas (o casi). Claro que es imposible no estar de acuerdo con varias de las invectivas witoldianas que todavía resultan válidas, en especial cuando se refiere al espíritu de capilla, a lo que él denomina ‘el aislamiento social’ de los poetas y sus consecuencias prácticas (cuestión a la que dedica líneas deliciosas). Pero hoy día -y son legión los que quisieran interpretar a Witold en ese sentido- ya se ha hecho demasiado evidente que no alcanza con escribir apelando al ‘hombre común’ y su sensibilidad, escribir para ‘el pueblo’ y sus gustos -dejemos de lado la chatura que suele alcanzar, entre quienes los reivindican, estos conceptos- para que la poesía consiga un público mayoritario; que la poesía continúe siendo minoritaria se debe, me parece, a cuestiones un poco más complejas, que escapan a la estrechez del plano puramente artístico.
Una de ellas, y no la menor, es que no existe (todavía) un verdadero mercado para la poesía, y no existe por el simple hecho de que es muy complicado (por el momento) convertir a la poesía en un objeto de consumo, en mera mercancía: a diferencia de los best seller o el reggaeton o las heladeras o las tapas para empanada o la cocaína, la poesía -la verdadera poesía, quiero decir, no sus paliativos escolares y escolásticos- no se puede (por ahora) producir en serie; o sea, para decirlo sencillito: el trabajo humano que implica la creación poética escapa -o debería hacer todo lo posible por escapar- a las pautas que regulan la producción social de bienes dentro de eso que algunos llaman ‘globalización’, y otros, con menos delicadeza, ‘capitalismo mundial’. Condicionada (y oprimida) por una intrincada y múltiple red de relaciones sociales de dominación-explotación que se ramifica y penetra en todos los niveles de la vida, la práctica poética concreta, material, reivindica su pequeño, insignificante espacio de creación, es decir su enorme espacio de libertad, colocándose al margen de las leyes de la oferta y la demanda, lejos del alcance de esa omnímoda mano invisible que -bajo la advocación de Adam Smith y sus nuevos exégetas milenaristas- regula, supuestamente, las inocentes operaciones del mercado. Esto por un lado.
Por el otro, además de la cuestión que podríamos llamar de ‘rentabilidad’ (cualquier sabe que del acto poético -que, al decir de Panero, es “como un viejo chupando un limón seco”- la renta que se suele extraer se ve representada, por lo general, con una cifra que se acerca bastante, tanto en términos relativos como absolutos, a cero), además de la cuestión de la ‘rentabilidad’, decía, tenemos lo que podría denominarse la cuestión de la ‘conveniencia’. Es decir: por un lado lo económico, y por el otro lo político. Al poder político le resulta en la actualidad particularmente complicado encontrar la manera de utilizar a su favor esa manifestación humana incontrolable que es la poesía. Que semejante patología libertaria se expanda y penetre entre las masas, aunque más no sea en sus expresiones más vulgares, no parece ser muy conveniente para aquellos que detentan el poder, por la humilde y sencilla razón de que, como señala Saer, la poesía es -siempre y cuando se asuman plenamente sus riesgos, que no son pocos- “un acto de desobediencia”; y ningún acto de desobediencia suele ser para los poderosos en manera alguna inofensivo (por algo será que, ya desde Platón, se destierra a los poetas de cualquier tipo de república ideal). Si la política es, en nuestra democracia formal, el ‘arte de lo posible’ -es decir, de lo conveniente para unos pocos-, la poesía ha de conservarse como nuestro espacio para reivindicar lo imposible. De ahí que no haya, para un poeta, peor negligencia que la de basar su trabajo en tratar de asustar al burgués, ya que, como nos advirtió Onetti (y en este país tenemos sobrados ejemplos para el caso), el burgués sólo se asusta cuando le amenazan el bolsillo. La peligrosidad de la poesía (si ha de tener alguna) debe provenir de la reivindicación de una práctica que escapa a cualquier tipo de mandato social o político, no de un pretendido contenido ‘revolucionario’ o ‘alternativo’ o ‘contracultural’ o ‘independiente’, contenidos que las más de las veces -cuando se los propone a gritos como la única salida posible para gambetear al status quo- no pasan de ser pálidas decantaciones acríticas de los discursos dominantes o trillados lugares comunes (ergo: no asustan a nadie y mucho menos ‘despiertan’ a conciencia alguna).
Claro que estos dos aspectos que señalé apenas someramente no agotan el problema acerca de la nula masividad de la poesía, pero creo que a Gombrowicz se le escapan, y de ahí que en buena parte se vea mermada, con un poco de perspectiva, la efectividad de su ataque.
Es que, en realidad, si bien a muchos puede parecerles que el texto de Gombrowicz es en esencia un posicionamiento político -que también lo es, en algún punto-, es claro que la preocupación del polaco es principalmente estética. Dice: “se vuelven esclavos de su instrumento porque esa forma es ya tan rígida y precisa, sagrada y consagrada que deja de ser un medio de expresión: y podemos definir al poeta profesional como un ser que no se puede expresar a sí mismo porque tiene que expresar los versos”. Y después: “yo no aconsejo a nadie prescindir de la perfección ya alcanzada, sino que considero que esta perfección, este aristocrático hermetismo del arte deben ser compensados de algún modo y que, por ejemplo, cuanto más el artista es refinado, tanto más debe tomar en cuenta a los hombres menos refinados y cuanto más es idealista tanto más debe ser realista. Este equilibrio a base de compensaciones y antinomias es el fundamento de todo buen estilo”. Y por si fuera poco: “Todavía no han comprendido los poetas que de la poesía no se puede hablar en tono poético y por eso sus revistas están llenas de poetizaciones sobre la poesía muy a menudo horripilantes por su estéril malabarismo verbal. A esos pecados mortales contra el estilo los lleva el temor que sienten ante la realidad y la necesidad de encontrar a toda costa una afirmación de su quebrantado prestigio”.
Llegados a este punto, no sé si hace falta aclarar (pero por las dudas) que Gombrowicz no era tan demagogo ni tan ingenuo como para afirmar que si la poesía debía volver a la “sensibilidad del hombre común” era para así mejor colaborar con un cambio social cualquiera o cosa parecida. Aparentemente la cuestión -siempre tan vanamente debatida- acerca de la posible función social de la poesía lo tenía sin cuidado. Su preocupación era bastante más modesta: le interesaba el problema del estilo, de la forma, en su texto contra los poetas quiere dejar en claro cuál es según él la actitud que éstos deben sostener para conservar su fuerza, su efectividad, su capacidad expresiva. Lo que no percibe es que, muchas veces, es justamente la potencia de su estilo -se sumerja o no en la ‘sensibilidad del hombre común’- lo que puede escamotearle lectores a un poeta; y que aquellos poetas que hacen todo lo posible por hacerse más digeribles para el ‘hombre común’, son frecuentemente lo más carentes de fuerza (ya no digamos de estilo), por el simple hecho de que asumen que el estómago del ‘hombre común’ sólo es capaz de asimilar una papilla recalentada o una sopa sin muchas calorías, a lo sumo una ensaladita sin sal (sin olvidar a aquellos que, para suplir la falta de proteínas de su menú, se exceden en condimentos de diversa índole, pero ni así logran que su carta resulte apetitosa para esas masas hambrientas de ‘poesía popular’ que imaginan como tenue justificativo). El problema, como se ve, aún sin moverse del terreno de lo puramente estético, es bastante complejo.
En fin. Cuando la poesía se convierte en un panteón de formas muertas, los poetas son culpables y víctimas a un tiempo; en esto Gombrowicz tiene razón y no hay que olvidarlo. Acerca de la mayor o menor cantidad de lectores, al parecer no es mucho lo que los poetas que se preocupan por el estilo puedan hacer, cuando son justamente las formas muertas las que suelen hacerse populares más fácilmente, las que más rápidamente pueden convertirse en pobres objetos de consumo (remitirse sino, para salir del campo de la poesía, a la música y al cine, donde pululan los ejemplos deplorables que sería sencillo multiplicar hasta la náusea). Hay que tener cuidado, pues, con las soluciones fáciles: nada se resuelve tratando de escudar la actividad poética tras un justificativo cualquiera; nada sale ganando la poesía cuando los poetas, en lugar de trabajar sin tregua en la selva del lenguaje, se limitan a aplacar alguna culpa pequeñoburguesa escribiendo ‘para el pueblo’ o, lo que es más usual, afectando alguna pose de pálida rebeldía verbal para sentirse ‘fuera del canon’ -como si eso fuera garantía de algo- y partícipes fervientes de alguna especie de inofensiva y pálida revolución de juguete -revolución cuya principal particularidad pareciera ser la de limitarse al terreno del papel impreso, desde donde puede llegar a asustar a madres y tías, pero difícilmente le mueva un pelo a los que manejan la batuta del poder-. Ya que por el momento seguirán siendo pocos los que lean poesía, para esos pocos los poetas al menos deberían tener la deferencia de la honestidad y la modestia.
‘Contra los poetas’ sigue siendo un texto alegremente corrosivo, un buen ejemplo de incorrección política (que tanto escasea en estos tiempos), un punto de partida efectivo para discutir problemas que siguen siendo los nuestros, pero ante todo es un texto donde Gombrowicz nos pide que escribamos bien, sin excusas, “no paralizados por puestos, glorias, obligaciones y responsabilidades”. Siempre a la intemperie -que es el hábitat natural del poeta-, sin pedir disculpas, sin pedir permiso, con intransigencia, con la fuerza imprevisible de quien ante todo trabaja sin descanso buscando su propio estilo, su propio lenguaje, su propia libertad para decir de una manera personal y fulgurante lo que tiene para decir, sin darse demasiada importancia, sin pretender cumplir ninguna misión social ni servir a ideología alguna, preocupado únicamente por hacerlo bien, cueste lo que cueste. Sólo así la poesía podrá seguir siendo nuestro espacio para lo imposible. Sólo así quizás nuestra escritura podrá ser, como quería Arlt, un cross a la mandíbula.


[ para leer el texto del polaco, entre otros enlaces:

http://depeupleur.blogspot.com/2008/04/contra-los-poetas-witold-gombrowicz.html ]

6 comentarios:

Giordano Malta dijo...

"...mi mente ya está sola con la noche..."

Cristian Franco dijo...

y en algún momento será una con la noche...



(y ahí te quiero ver...)

Giordano Malta dijo...

Fragmento de un discurso atópico:

"verás
es de loto
la mente mía
y si he de quererla
por fugaz florecer
no me pienses pensante
sino amigo de ella"

Giordano Malta dijo...

tiene relación

no tiene relación

tiene relación

no tiene relación

tiene relación

no tiene relación

tiene relación

no tiene relación

...

augusto enrrique dijo...

interesantes reflexiones sobre lo dicho por Gombro

saludos

Anónimo dijo...

Muy bueno cristian, la verdad un analisis excelente. Por fin lo leí completo!! antes había vagueado. Me sorprendio y me sentí tocado, muy bueno. Lo unico que te diría es que no sé si estoy de acuerdo en que el texto se dirija tanto a la cuestión del hombre común. Vi lo que decís de la cuestión estética, pero creo que criticas (o justificas muy bien) la cuestión del hombre común que no sé si esta tanto en el texto, igual voy a leerlo de nuevo. Espero otros articulos y poemas jaja
abrazo!

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