EL PRINCIPAL PROBLEMA DEL ESCRITOR: Tal vez sea el de evitar la tentación de juntar palabras para hacer una obra. Dijo Claudel que no fueron las palabras las que hicieron La Odisea, sino al revés.

LITERATURA Y PROSTITUCIÓN: ¿Cómo vivir? De cualquier modo que la creación no sea manoseada, bastardeada, abaratada: poniendo un tallercito mecánico, trabajando de empleado en un banco, vendiendo baratijas en la calle, asaltando un banco.
E. S.





Ya no tengo la edición maltratada -segunda o tercera, no me acuerdo- que compré una vez, hace por lo menos ocho años, en algún puesto del Parque Rivadavia, sin saber muy bien dónde me estaba metiendo. Hasta ese momento solamente había leído de ese libro (y de su autor) apenas una mala fotocopia de uno de los apartados, titulado “Sobre el castellano que empleamos”. Esa fotocopia -que sigo guardando, ya amarillenta- empieza así:
Parte de los defectos lugonianos se deben a la manía de probar que un americano puede escribir una lengua tan rica y castiza como la de un español. Este sentimiento de inferioridad presionó catastróficamente en nuestros escritores. De la forma y medida en que presiona sobre muchos maestros y profesores de enseñanza secundaria, mejor es que no hablemos"
Lo que sigue es una de las tantas diatribas polémicas que Sábato dispara, cambiando varias veces de objetivo, a lo largo de “El escritor y sus fantasmas” (1963). Quiero aclarar, innecesariamente tal vez, que esta especie de reseña no obedece a turbias cuestiones de los vaivenes del mercado editorial -me refiero a esos vaivenes que obligan a tantos críticos para ganarse el pan (en el mejor de los casos), a reseñar para algún diario o revista, en cincuenta o cien líneas apretadas, cualquier nueva porquería que lleve el sello de una editorial medianamente prestigiada-, sino que responde más bien a cierta nostalgia de mi mismo: de ése que era cuando llegué al viejo por primera vez, sin saber que ya luego no iba a querer volver. Porque para hablar de libros, que mejor que referirnos a aquellos que “valieron la pena”, que constituyeron, de alguna manera, un acontecimiento en la vida, “un antes y un después”: que nos transformaron y pasaron así a formar parte insoslayable de nuestra historia personal. Son muy pocos, en ese sentido, para cada uno, los libros que cuentan verdaderamente: para mí, éste es uno de esos: leerlo marcó profundamente, para bien y para mal, mi concepción de la literatura, y hasta mi visión del mundo.
Sosteniendo un tono que vira entre la ácida ironía y la inquietud trágica; urdido sobre un sistema de antinomias que se despliegan, en el intento de alcanzar una síntesis integradora, a lo largo de un texto fragmentario pero unívoco; enfrentándose, solitario, a muchas de las ideas dominantes de su tiempo; fermentado, en definitiva, a partir de encarnizadas reflexiones acerca de un solo tema, tema que me ha obsesionado desde que escribo: ¿por qué, cómo y para qué se escriben ficciones?, “El escritor y sus fantasmas”, conserva, me parece, cierta preciosa validez en lo que hace a los problemas, resbaladizos y arduos, del trabajo de escribir, más allá de que se pueda acordar o no con todas las posiciones polémicas que Sábato defendía en ese entonces desde su bombardeada trinchera de escritor argentino; más allá de que muchos de los debates en los que se inscribió hayan sido ya (creo, espero) superados. Hoy, colocada la literatura en la triple disyuntiva de degradarse a la condición de simple mercancía descartable, de subordinarse a ser subproducto de alguna ideología, o de limitarse a ser un apacible juego intelectual, Sábato la restituye a su lugar al indagar en los atributos profundos de lo que debe ser una literatura que trascienda los cortos fines que pretenden imponerle el mercado, los dogmas y las academias. Voy a elegir, pues, de entre todas las que me siguen resultando, desde aquella primera lectura, ineludibles, imprescindibles, sólo una de las líneas centrales de entre todos los entrecruzamientos que dan forma al libro.


por una novela humana

¿Cuál es el papel, la función que debe cumplir la literatura en una sociedad en crisis? Con esta pregunta puede resumirse una de las preocupaciones principales que atraviesan todo el texto. Simplificando un poco la cosa, puedo decir que para Sábato la función de la (gran) literatura es una sola: dar testimonio. Surgen, entonces, inevitables, los eternos problemas del “qué” y el “cómo”: ¿testimonio de qué? ¿cómo (y desde dónde) testimoniar?
Empecemos por el “qué”: Nada más equivocado, dice, que pedirle a la literatura el testimonio de lo social o lo político. Escribir en grande, simplemente es, sin más atributos. Una novela verdaderamente humana –o sea, una obra que se arriesgue profundamente en las contradicciones, angustias y esperanzas, pasiones y obsesiones del ser humano concreto- será también, simultáneamente y en diverso grado, “novela social” y “novela política” y “novela histórica” y “novela psicológica”. Por eso, para Sábato, aquellos que postulan que la novela, para ser “socialmente válida”, debe ante todo ser capaz de dar una imagen fiel de determinada “realidad” política o histórica o social, se hunden en un esfuerzo estéril, ya que, por lo general, quienes así piensan (y escriben en consecuencia) parten siempre de una idea preestablecida y no cuestionada de una “realidad” que la novela debería sencillamente limitarse a registrar o reflejar, limitándose así a dar forma literaria a presupuestos ya elaborados por tal o cual ideología, postura política, creencia religiosa, posición estética, etc.; en este tipo de literatura, la novela funciona como una especie de estrado o pulpito donde, en lugar de testimonio, encontramos (en el mejor de los casos) mera argumentación, cuando no sencillamente propaganda. Claro que Sábato no es tan ingenuo como para pretender que el escritor, a la hora de sentarse a escribir, se desembarace de su ideología, de sus convicciones políticas o religiosas, de su personal visión de la sociedad, solamente postula que no son suficientes para dar nacimiento a una novela humana: pueden ser pretextos, pero no un fin en sí. Porque la novela debe ser, ante todo, una forma de indagación de la realidad -oscura, ambigua, retorcida, contradictoria- del hombre concreto (eso que Saer llama una “antropología especulativa”), no un simple muestrario de lo que ya se cree saber de antemano y que podría encontrar más adecuados canales de expresión: el ensayo, la nota periodística, el informe, la prédica edificante, el discurso proselitista.
Es que, si bien son necesarias para sentarse a escribir al menos dos o tres certezas, es más importante para el resultado la enorme cuota de incertidumbre, de riesgo, de movimiento inconsciente que implica sumergirse en el espacio resquebrajado y tambaleante de la ficción en un intento de ahondar en el sentido general de la existencia, una dolorosa tentativa de llegar hasta el fondo del misterio, para sacar, de esa exploración casi a ciegas, una imagen maltrecha, una verdad andrajosa y sangrante acerca del ser humano concreto, de su intemperie, de su laberinto, para terminar, muchas veces, derruyendo esas dos o tres certezas que fueron el punto de partida. Ni una arenga política, ni un panorama social, ni un sermón moralizante, apenas la voz áspera de un “yo” escarbando dentro de sí mismo para romper la costra implacable del mundo y testimoniar su drama: No nos da una prueba, ni demuestra una tesis, ni hace propaganda por un partido o una iglesia: nos ofrece una significación.

el mundo, las palabras


El escritor, el artista tiene una sola obligación: negarse a cualquier tipo de servidumbre. Ni acomodarse a las pautas de cualquier tradición, ni sumarse a los clamores de tal o cual gesto vanguardista: debe hacerse sus propias herramientas, (re)construir con sus propias fuerzas, con dudas y frustraciones, con inevitables avances y retrocesos, el lenguaje -personal y único- que le permita dar su testimonio, sin subordinarse a ninguna exigencia que no sea la de su propia obra, donde cada palabra está respaldada por el escritor-hombre, nada está dicho en vano, por simple juego o por pura destreza lingüística. Porque ni las recetas comprobadas ni la simple transgresión garantizan nada si no hay detrás un ansia irreprimible de examinar la condición humana sin ningún tipo de concesión. Y como cada tentativa es única, así también lo será el estilo del escritor que la lleve a cabo, ya que el estilo es el hombre, el individuo, el único: su manera de ver y sentir el universo, su manera de “pensar” la realidad.
Claro que para el viejo el “cómo” no es sólo una posición ante el lenguaje, ante sus posibilidades y límites, sino también, y principalmente, una actitud ante el mundo: porque la forma no deriva -valga la redundancia- simplemente de necesidades formales, es también el resultado de un conflicto que se despliega en el acto mismo de la escritura: el intento -siempre frustrado, siempre renovado- de hallar la síntesis entre lo subjetivo y lo objetivo, lo irracional y lo racional, lo imaginario y lo real, lo individual y lo comunitario; encrucijadas donde el artista no puede optar, sino que, si quiere dar un testimonio verdaderamente integral del mundo y de su tiempo, se verá obligado a mantener los contrarios unidos en un esfuerzo de dolorosa tensión, jamás resuelta. Lejos entonces de ser una simple concesión a determinada concepción estética, la forma es el modo en que el artista reordena el material resquebrajado que obtiene de su difícil tráfico con el mundo y los hombres para otorgarle un sentido, para tornarlo símbolo. Las necesidades formales no son, pues, solamente inherentes al funcionamiento interno de la obra, sino que vienen determinadas por una exigencia mucho más profunda que supera lo meramente lingüístico para internarse en el terreno de lo existencial: ese barro donde el escritor, el artista no puede dejar de meterse para, a cualquier precio, extraer, de entre las antinomias que lo atraviesan y que forman su sustancia más preciosa, la sangre impura de su obra: Frente a la onda escisión del hombre, el arte aparece como el instrumento que rescatará la unidad perdida [...] reino intermedio como es entre el sueño y la realidad, entre lo inconsciente y lo consciente, entre la sensibilidad y la inteligencia.

Lo que sostiene, entonces, la creación de una novela humana no puede ser, respecto al fondo y la forma, la preeminencia de uno de los términos, sino una sutil y tensa dialéctica, ya que, concluida la obra, el tema y la expresión constituyen una sola e indivisible unidad.

una ética, tal vez


Cerrando: el escritor no es, para Sábato, ni un hábil prestidigitador del lenguaje ni el portador verborrágico de tal o cual bandera, mucho menos un empresario de las palabras: no le queda más que ser apenas un testigo insobornable. Creo que queda claro entonces, para quien se halla aguantado este fárrago hasta acá, que una de las cosas que el viejo propone en “El escritor y sus fantasmas” es, a fin de cuentas, un camino para alcanzar una ética del trabajo de escribir, una ética de esa praxis liberadora que es la literatura y que involucra dialécticamente al sujeto y al mundo en constante tensión. Pero no una ética que regula esa praxis colocada, abstracta, por sobre el trabajo mismo de la escritura, sino que surge, concreta y siembre inacabada, provisoria, de la propia labor del escritor, y que debe rehacerse, con temblor, con furia, cada vez que, absurdamente, éste se enfrenta a la nítida opacidad del mundo, con el lenguaje como único medio para extraer, apenas, alguna lucecita que le ayude a indagar sin tregua en la turbia condición humana. Y ante todo, alcanzar esa ética implica, necesariamente, la libertad, la independencia y la rebeldía del escritor, como única manera de colocarse al margen de la degradación de la creación artística, la literatura al nivel de simple mercancía, propaganda, o juego.
C. J.

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