por Ana Catania


Dicen que te casás. Con ella. Que lo harán en diciembre: una boda de verano, iglesia y salón. Y yo pensaba que eras la clase de hombre que rechaza las invitaciones de casamiento de sus amigos, que jamás bailaría un vals, intercambiaría anillos de compromiso, juraría amor eterno. Pero una vez más parece que me equivoqué. Con vos estuve equivocada de principio a fin. Desde siempre.

            La última vez que nos vimos cantabas en ese bar de calle Viamonte. Yo me senté, sola, a un costado de la barra. Ella tomaba fotos con su cámara profesional. Se la veía ágil, graciosa, así en cuclillas. Apuesto a que el vestido blanco le sentará perfecto. Ella es del tipo de mujer que nació para entrar en un traje de novia, y lucir como ninguna la coronita de flores naturales y el velo transparente. ¿Llevará un ramo de orquídeas o de crisantemos? Mi madre dice que las orquídeas amarillas son las mejores flores para una boda.

            Esa noche te vi besarla; tus manos bordearon su nuca. Fue como si me hubieran dado un sopapo en la cara. Me acurruqué dentro del abrigo y cuando fue oportuno arremetí hacia el baño. Con el saco puesto me bajé los pantalones, me incliné sobre el inodoro e hice pis. Traté de contener las lágrimas, algo que se hizo imposible al escuchar el agua que caía entre mis piernas. Luego esquivé el espejo y salí disparada de ahí. Caminé directo hacia la puerta, abriéndome paso entre la gente que saltaba con la banda principal, una de rock.

Afuera estabas vos, apoyado contra una de las columnas. Fumabas lento, trazando círculos blancos en el aire. Me pareció que tu cara se iluminó al verme. Y tus labios se estiraron a más no poder; cuánta provocación hubo en ese gesto. Me abrazaste y te abracé. No me acordaba de vos tan alto. Dijiste gracias por estar hoy. Lo hiciste con una voz demasiado solemne, artificial. Ese impostado gracias por venir que repetirás con los ciento y pico de invitados el día de tu boda. Me pareciste increíblemente lejano, como alguien que se encuentra al otro lado del río. Un punto pequeño, distante, pasajero. Te pregunté qué hacías fumando. ¿No era que lo habías dejado hacía siglos? Dijiste que era el cigarrillo del debut, que antes de salir te habían invitado con whisky, que es bueno para aclarar la garganta. Yo crucé las manos en el pecho sin cruzarlas.

Te pregunté por el cover. Que lo tenía de algún lado. Temptation, dijiste. New Order, claro. Y pensé cuán oportuno. Preguntaste cómo estaba yo, qué era de mi vida: esas formalidades terribles. Fui monosilábica. Repetía te quiero, pero no me animaba. Vos no hablaste de ella. Fuiste superficial, astuto. Perdón. Me esperan adentro. Y frenaste un taxi sin que yo te lo pidiera. Tenés un viaje largo hasta tu casa. Sí, igual voy para otro lado. Se me hace tarde, mentí. Debería haber bajado la ventanilla antes de que el auto se pusiera en marcha, y decirte algo; si tan sólo hubiera sabido que iba a ser la última vez que nos veríamos. ¿Pero decirte qué? Por el espejo retrovisor te vi machacar la colilla en la pared y abrir la puerta del bar.

            Y ahora te casás. Si me lo hubieran contado hace tres años me habría reído como loca. Hubiera sonado tan ridículo como hacer un viaje al Polo Norte. ¿No eras, acaso, el amante esquivo, encantador como una serpiente; el tipo imposible de aferrar; el espíritu libre, desapegado? En el fondo yo no era tan distinta a vos. Cuando nos conocimos te dije que lo nuestro iba a quedar en el orden de lo platónico. Vos sonreíste en silencio. Un silencio perfecto. Me tomaste del brazo y caminamos por Rodríguez Peña, empujados por una brisa de comienzos de otoño. Fue una noche hermosa. Cenamos a la luz de una vela, tomamos vino y compartimos el postre. Nos hicimos confesiones y nos regalamos cosas mutuamente. En ningún momento dijimos cuánto nos gustábamos.

            Hacía frío y caían gotas como pequeñas descargas eléctricas, la noche que nos besamos. Al oído me dijiste que adorabas mi modo de pronunciar las eses y yo me reí. Vos querías que tomara la iniciativa: en eso creo haberte leído bien. Pensé que iba a amanecer enferma, resfriada; entonces cubrí mi boca con las manos y aspiré mi propio aliento. Vos me alejaste y me miraste fijo a los ojos; se hizo un silencio que esta vez me dolió en el alma. Mi cara tembló y tus labios buscaron los míos. No volví a verte en semanas.  Fue un invierno cruel ese.

            Nunca te conté de aquel día en el cumpleaños de N. Vos no habías ido. Pero yo te esperaba. Está de viaje de trabajo, dijeron. Ella fue sola. En esa ocasión, en casa de N, la aceché como una pantera. Estudié todos sus detalles, sus gestos, sus movimientos, la elección de sus palabras. Cada segundo que transcurría se hacía parte de un sueño fatal, tentador. Me mantuve apoyada contra la pared, siendo y no siendo yo. Rogué que exhibiera alguna debilidad, algún signo vulgar; que se revelara de un momento a otro. Detrás del oro debía esconderse el barro, inferí. Pero no. Tu futura mujer salió virgen, airosa.

            Y ahora me dicen que te casás. Con ella, que irá de blanco inmaculado. Yo, por mi parte, ese sábado de diciembre, vestiré de negro. Buscaré en mi placar el vestidito sin mangas que usé para mi graduación y para el entierro de mi padre. Compraré una botella de Chianti, me recostaré en la cama, debajo del ventilador de techo, y brindaré por ustedes dos, los recién casados. ¡Salud! Pondré alguna de las canciones que nos grabamos, las que solíamos escuchar a oscuras. Como esa vez en el campo: las puertas de tu coche abiertas, el estéreo encendido. Vos hundiste tu nariz en mi pelo y respiraste profundamente. Te abriste la camisa, yo me quité las botas, bajé el cierre de tu pantalón, me desabrochaste el corpiño. Con una mano me tomaste del cuello, violentamente; con la otra separaste mis piernas. Más tarde caímos en un sueño liviano. Cuando cerré los ojos sonaba Leonard Cohen, Take this Waltz. Prometo que la volveré a escuchar cuando estés conduciéndola a la pista, y anuncien por micrófono su primer baile como marido y mujer. Recordaré cómo esa noche de primavera fueron nuestros cuerpos los que bailaron un vals entre el pasto alto. Me pregunto, ¿dónde habrás hecho el amor con ella por primera vez? ¿Contra la pared de tu cocina? ¿En el sillón de su casa? ¿En la habitación de un hotel? ¿Cuán atrevido fuiste? ¿Cuán gentil? ¿Cuán entregado?

Pero no te preocupes por mí. No estés triste. No es mi intención arruinar el día más feliz de tu vida. Vestida de negro ¾ que no significa necesariamente ir de luto, ¿o sí?¾ esperaré a que mi amante toque a la puerta. Serán los golpes de la salvación. Él es un hombre generoso, práctico; de manos anchas y ásperas, como las de un obrero. De alguien que hace. No lo escucho hablar, ni él a mi. Pero no hay problema con eso. No nos reclamamos, no nos lloramos, no esperamos nada el uno del otro. Aprendí a recorrer mis treinta y pico así de audaz y ligera. Pero unas horas antes de que él llegue, romperé tus cuatro, cinco cartas. Debería haberlo hecho hace tiempo, lo sé. Esa noche finalmente lo haré. En partes irreconstruibles.

Entre ellas la última que escribiste. La del verano pasado. Me contabas que R había muerto. Tuvimos que dejarlo ir, decías. Era la primera vez que te escuchaba hablar en plural. Vos y ella simulando un todo va a estar bien, hay que hacerlo por el bien del animal, ya vivió una vida larga y hermosa. La primera noche que dormí en tu cama, R saltó entre mis piernas y dibujó círculos en el colchón, hipnotizándome. Cuánto de vos había en él. O de él en vos, mejor. En mi desnudez acaricié la suya: negra y tersa. Me sentí vibrando cerca de su corazón salvaje, cerca de tu corazón salvaje. Yo murmuré; él maulló.

            Entonces, esa noche de verano, no dentro de mucho, romperé tus cartas reconociendo la tentación de arrojarme al tacho de basura segundos después. Buscaré recuperar un pedacito de papel, algo mínimo, donde se lea tu letra imprenta, infantil y fría. Después de haber bebido lo suficiente, de haberme vaciado, abriré la puerta de mi casa y lo recibiré a él, a mi amante. De jean y camisa a cuadros, lucirá como un cowboy del lejano oeste. Me tomará por sorpresa y me pondrá contra la pared. De espaldas.

Cuando esté bajando el cierre de mi vestido negro, con una lentitud que quema, vos estarás esperándola en el altar. Se mirarán fijo a los ojos e intercambiarán votos de amor. En la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte los separe. Amén. Recibirán la bendición de Dios, como ella quiso. La que alguna vez fue una niña católica, la niña santa. Cuando mi vestido esté cayendo sobre la alfombra, ustedes saldrán de la iglesia bajo una lluvia de pétalos de rosas o granos de arroz: los novios saludarán en el atrio. Cuando él me esté llevando con los ojos tapados a la cama, ustedes entrarán al salón con una canción que esté de moda., Qué vivan los novios los invitados exclamarán en un coro desparejo; algunos ya habrán bebido de más. Al igual que yo, que borracha, con una urgencia que lastima, tomaré a mi amante del cuello. Él buscará besarme o morderme. Y yo jugaré a resistirme. Vos pasarás tu brazo alrededor de su cintura y mirarás hacia abajo, hacia ella, tu flamante esposa. Se deslizarán a lo largo y ancho de la pista al ritmo del Danubio Azul. Y yo cantaré a Leonard Cohen en silencio.

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