por María Florencia Giménez
by Silvia Bolognesi |
Me acuerdo de algunos viernes, en verano, cuando la tierra estaba húmeda. Subía a la máquina, en la parte de atrás. Papá la ponía en marcha y los pajaritos se empezaban a amontonar tras su paso, tratando de agarrar todas las lombrices que la rastra iba removiendo. Creo que desde ese lugar preferencial aprendí que hay pájaros de todos los colores: azules, verdes, marrones, negros, rojizos.
A veces me distraía un poco, y la abuela decía que eso era peligroso. Ella me pedía que me agarrara fuerte. Yo lo hacía cada vez que me acordaba. Otras veces, me dedicaba a contar cuántas lombrices pegaban saltos y eran cazadas. Pero me terminaba encorvando algo más de lo que debía. Menos mal que desde ahí se veía la casa. La abuela me miraba, abriendo la boca muy grande, para silabear a-ga-rra-te mientras amontonaba parte de la cortina con el puño de la mano. Papá no se daba cuenta de lo que pasaba, él iba adelante, yendo y viniendo en zig zag, mirando los cerros. Siempre nos movíamos más lento cuando estábamos de frente al Aconquija. En cambio, cuando teníamos que girar hacia la ruta, ahí lo hacíamos rápido. Entonces tenía que sujetarme bien fuerte, se me acalambraban un poco las palmas de las manos y algún que otro mosquito tenía la suerte de picarme e irse volando despacito.
Las últimas veces ya había aprendido a ponerme algo de tierra seca en los brazos, porque a los mosquitos no les gustaba posarse sobre mi piel cuando estaba con polvillo. Zequi fue el que me enseñó esa trampa, porque cuando él se cansaba de ladrarles se iba a rechinar al charco de barro. Volvía después muy contento, corriendo y ya no lo molestaban más. Se ponía también a cazar las lombrices, yo lo dejaba un ratito, después ¡Shú shú, juera! Porque me espantaba los pájaros y así no tenía gracia.
Me quedaba ahí toda la mañana. Hasta que la abuela salía a la puerta con la cuchara de madera y la hacía sonar contra la regadera. Ése era el llamado a almorzar. Zequi siempre estaba sentado de antemano al lado de ella, esperando que hiciera el ruido, para también acompañarlo con ladridos. A mí me gustaba, una vez que la veía de espaldas, saltar desde la chapa y hundir los pies en la tierra. Después corría rápido porque papá me retaba y no quería que me gritara muy de cerca.
Mamá llegaba cuando ya todos estábamos sentados a la mesa. Estiraba el delantal de maestra y lo dejaba colgando en la ventana de la habitación. Me encantaba cuando la abuela hacía humita, yo le pedía que le pusiera un poquito de azúcar a la mía.
Después de comer todos se iban a dormir a la siesta, Zequi también. Yo me quedaba despierta y aprovechaba para irme en bici campo adentro. Allí me disponía a bailar. O al menos intentar bailar zambas como hacía mamá. No me animaba a robarle el pañuelo y usaba en su lugar una hoja ancha de ficus. Me reía sola porque no me salían bien los movimientos, todavía los sentía extraños a mi cuerpo. De a poco iba dejando que la brisa me hiciera dar vueltas hasta caer en el pasto. Hasta un ratito antes de que se hicieran las tres. Entonces ya tenía que volver rápido para acostarme. Así, en casa todos pensarían que yo también había dormido la siesta.
Venían a despertarme cuando eran casi las cuatro, para merendar. La abuela hacía tortillas y compraba la leche recién ordeñada. Mamá después me tomaba lección y me enseñaba cosas nuevas.
La noche era fresca, a veces teníamos visitas en casa. Traían empanadas, tomaban vino y tocaban alguna zambita. Mi tío tocaba la guitarra, papá el bombo y mamá cantaba, con la voz dulce, eres la tempranera, niña primera, amanecida flor, suave rosa galana. De a poco empezaba a sonreírme, con las mejillas rellenitas de orgullo, la más bonita tucumana.
Papá, que no solía cantar, empezó Al bailar esta zamba fue así la invitó a bailar con su pañuelo a mamá, que rendido te amé. Los miraba, la veía a ella y me daba cuenta de que yo no podía todavía hacerlo así. Me faltaba mi compañero. Mía ya te sabía, cuando por fin te coroné. Sonreían entre ellos y después me espiaban.
Más tarde mamá me llevaba de la mano hasta la cama. Mirábamos por la ventana, a ver si a través de las copas de los nogales se veía la luna. Lunita, lunera, la saludábamos. Y después me regalaba un beso en la frente y me decía que esa música la iba a llevar siempre en mi voz, porque éramos nosotras. Me sonreía suave y corría la cortina que hacía las veces de puerta, apagando así la luz de mi cuarto. De a poco escuchaba cómo las voces, la música y el crujir de los vasos se hacían más tenues, me iban arrullando.
Siempre recordaba esos días cuando salía de viaje, lejos también de la ciudad. Me había ido del campo, buscando más oportunidades. Pero cada vez que subía a la ruta, ya estaba de vuelta en el amarillo, el verde y el marrón, los colores de mi tierra. Esta vez íbamos camino del sur, en un viaje de largas horas. Yo me iba con el té de manzanilla a la parte de atrás de la camioneta y me quedaba con la cabeza apoyada en la ventana. Un día de éstos, cuando termine la gira, voy a ir a visitar a mamá al campo.
La noche iba avanzando, la sentía en el frío de la ventana y un poco en los pies. Me levanté a buscar una de las camperas para abrigarme. Estaban todos guitarreando adelante, no se daban cuenta de mi silencio. Quizás por estar tan acostumbrados a escucharme cantar. La vocecita dulce como la de la mamá decía el tío José. Sonreía al pensar en esas noches con la luna más grande de nuestro país. Fui rápido por la campera de Mauricio y volví a mi asiento. Él estaba tocando el acordeón, no le iba a dar frío. Y si le agarraba, que viniera a buscarme a mí.
Desperté cuando ya era la segunda mañana, Mauricio no estaba a mi lado y se escuchaban voces que venían de adelante. Me estiré la ropa, el pelo negro recogido. Y caminé por el pasillo despacio, bostezando al llegar hasta ellos. Me miraron todos, menos él que estaba cebando los mates con cuidado. Ahí ta la chinita. Siéntese, mija. Me decía el tío José. Mauricio levantó la mirada, en silencio y le pedí que me pasara la guitarra. Le canté Como un pájaro libre, de libre vuelo, como un pájaro libre, así te quiero. Él siguió quieto, callado, dudando. Yo trataba de despertarle los ojos con mi voz, los míos ya no querían acobardarse más. Dejé de cantar, me puse a tararear, hasta que por fin se levantó diciendo: ¿Tamo bien con el tiempo, qué no, José? Vamo a parar esta noche en un restorán bien bonito. Todos aprobamos la propuesta. Después, el tío José y mis primos me miraron, cómplices con su silencio, se había dejado entrever su vergüenza. Hice sonar más fuerte la guitarra, ¡Esa, una chacarera doble, mija!
La gira la habíamos empezado algunas cuántas semanas atrás, y nos quedaban todavía unos meses más. Habíamos por fin tenido suerte con un disco hecho a pulmón con el tío y mis primos. De boca en boca y de radio en radio, de a poquito nos fuimos haciendo un lugar en las peñas y de ahí, a los teatros municipales. Decía el tío José que la mamá había sido bien bruja por haberme hecho cantar desde chiquita. Andábamos descubriendo nuevas ciudades, en el centro, oeste y sur.
El norte lo íbamos cargando nosotros. Y el este lo trajo a Mauricio. Lo conocí en una peña en Paraná, pero él era de Paso de los libres. Tocaba el acordeón, chamamé desparramaba por todo el litoral. Sapucay y lo quise para mí. Nos dijo que una gira entera nos podría acompañar, después se tendría que volver. Necesitaba su tierra, se sentía libre, pero quería estar allí.
El tío José me contó después que Mauricio le tenía miedo, o más bien algo de recelo, a confiar en el amor de una mujer. Quizás por la triste historia de la que había sido testigo con su padre, o por el engaño del que él había sido víctima algunos años atrás. Desde entonces había empezado a tocar chamamé orillero, esa mezcla rara entre chamamé y tango. La música lo obsesionó, y así se fue perfeccionando, hasta empezar a recibir invitaciones de casi todas las peñas en el litoral. Fue eligiendo a cuales ir a tocar, desoyendo consejos, porque no quería dejarse llevar por nada. Solo él era el dueño de su destino. Yo no conocía aún ese silencio.
Eligieron un restorán de la ruta, con las cortinas a cuadros y algunas mesas afuera. Entraron despacio, palmas y salió un hombre para darnos la bienvenida. Le traemos música, compay, ¿habrá unas buenas presitas para nosotros? La sonrisa del hombre fue instantánea y llamó a la hija para que nos preparara la mesa y las bebidas. El tío José fue hasta la parrilla a ver la carne. Con mis primos nos fuimos sentando, Mauricio tardó en llegar porque fue trayendo algunos instrumentos. Lo quise seguir pero mejor depué, depué, cuando toque bailar una zambita.
Casi no probé la comida. Quería estar ligera para él, pero cuando empezaron a tocar chamamé y bailecito parecía que Mauricio se olvidaba de la invitación. Corrí a la camioneta, tomé mi violín y los interrumpí en un silencio coplero. Toqué una zamba, para que me mirara, también la canté, y por último sonreí, para que se animaran a tocar otrita y hacernos el espacio para bailar. Iba a ser nuestra primera zamba, estaba nerviosa, como nunca antes.
La hija del dueño estaba apoyada en el mostrador cuando empezamos a bailar. Si es dulce como esa niña. Tenía la misma cara y los mismos gestos que yo cuando era chica. El tío José le hacía señas para que nos mirara los pies y los brazos. Ella no le hacía caso, estaba prendida al aire de los pañuelos, siguiéndoles el recorrido entre nosotros. Viendo cómo se enroscaban, los liberábamos y ellos se extendían. Eran pájaros, de distintos colores, el mío era carmín y el de él, azul. Y airosa cuando la bailan. Mauricio me miraba con los ojos secos, y yo le contorneaba la piel de mis párpados y de mis hombros. El violín nos hacía girar con movimientos repentinos, después, suave, arremolinaba el pañuelo en mi pecho. Si te gana el corazón. Él me perseguía y yo le acercaba apenas la punta de mis pies y de mis brazos. Cuando estaba empezando a callar la zamba, nos acercamos, con el torso enfrentado y él dejó que los pañuelos cayeran entre nosotros, desde las manos hasta el pecho. Esa zamba es tucumana. Finalmente fue silencio, y se animó a susurrarme en el oído que a la noche iría por mí otra vez. La niña se subió de un envión al mostrador, sonriente porque ella había sido la primera en darse cuenta: no era sólo un baile.
Después ellos se quedaron guitarreando, yo charlé un ratito con la pequeña, que había quedado fascinada con el baile. Le regalé mi pañuelo, para que practiqués en las tardecitas, con un chico que te guste. Y me fui a la camioneta.
En la madrugada sentí un brazo sobre mis hombros. Era Mauricio, sonriéndome, con un poco de aliento a vino y las yemas de los dedos algo aplastadas. Me chistó para no despertarme del todo. Me susurraba unas lindas coplitas, bien pícaras, de ésas en las que hay que tener la palma de la mano cerca para que no se noten las risas. Ahí me di cuenta. No me quería dormida a mí, quería que el resto lo estuviera, para que nosotros fuésemos los únicos despiertos, y en movimiento. Lo separé. Vaivén: él va y me dice ven, en la parte de atrás de la camioneta, como dos adolescentes.
¿Me bailás otra zambita si yo te la recito? Y empezó: Si es redondita y jugosa, separaba la tela de mi pollera, de mi camisa, para hacerle espacio a sus manos, lo mismo que una naranja, me daba escalofríos, la piel se volvía como la cáscara del cítrico, si es noche cerrada el pelo y me desprendía la hebilla. En seguida volvía a mi cuerpo, tenía las puntas ásperas de algunos dedos. Después de recorrerme, finalmente me daba la razón: esta moza es tucumana. Yo me movía despacito, sobre sus piernas. Él iba, al respaldo del asiento y yo volvía. Éramos el silencio, lo suave, y nos quedábamos así, prendidos del cuerpo. La zamba es como un camino, distancia por dentro, destino de andar, enamorando pañuelos... le susurré cuando ya estábamos con el aliento aliviado, un momento antes de quedarnos dormidos.
El resto de los días Mauricio siguió comportándose igual. Era un diurno silencio. En las peñas había algunas miradas cómplices, relajadas cuando tocábamos. Yo cantaba sin mirarlo y cerraba los ojos cuando era una zamba. Sólo teníamos las noches para hacerlas intensas. Las últimas veces ya ni siquiera nos importaba si alguno de mis primos o mi tío estaban despiertos. Era el momento en el que por fin Mauricio se dejaba ser. Y lo hacía solamente conmigo. Pero nunca me habló de su pasado, ni de sus miedos. Me sentía intrigada y quería seguir sintiéndome así, por eso no le preguntaba, por eso acallaba todos mis impulsos cuando estábamos bajo el sol. Para que después él me buscara en la madrugada.
De a poco fueron pasando las semanas. Primero cuatro, como siempre, luego fueron seis, ocho, y hasta once. Me miraba la panza, todavía no se notaba. Pero no sabía qué hacer, tenía miedo, quizás él también. Pensé que lo mejor podía ser esperar hasta el último día para contarle, faltaba poco tiempo.
Las últimas noches yo había estado muy quisquillosa según Mauricio. Y eso no le gustaba, me pedía que no lo dejara solo por la noche, que necesitaba su zambita. Pero ya no me recitaba y yo le hablaba poco. Ese domingo fui todavía más cuidadosa con las palabras que elegí para revelarle lo que me estaba pasando. Me miró con los ojos húmedos, como nunca lo había hecho. Dijo que estábamos muy lejos, los dos asentados en nuestras tierras. Pero teníamos la música para hacerla llegar. ¿Como las sombras del pañuelo, le va anudando distancias? Le pregunté, cantándole esos versos, para que no se sintiera con culpa. Mauricio sin embargo completó la letra: si te consuela y te miente, esa zamba es tucumana. Entonces mis ojos también estuvieron húmedos. Levantamos la sonrisa, pero de un solo lado, porque no sabíamos muy bien qué hacer. Fuimos dejando la vista perdida entre las sombras de los árboles que se veían a través de la ventana. Luego su mano me cubrió con todos los dedos el vientre. La mía apretaba bien fuerte un pañuelo, sobre su pecho.
Ese jueves fue la última peña, estuvimos en Bahía Blanca. El tío José trataba de convencer a Mauricio para que después viniera con nosotros, y le dejaron la dirección de mi casa en Famaillá. Pero entre burlas y despistes él se encargaba de dejar en claro que se volvía a Corrientes. Apenas podía contestarles, tenía la voz quebrada, o más bien, acobardada. Nosotros no hablamos, tampoco nos miramos, él solamente giraba para buscarme la panza y volteaba la vista hacia otro lado, mordiéndose las uñas. Después se acercó al tío José, le proponía una zamba que no teníamos pensado interpretar. Le pidió que la tocaran ellos, para bailarla conmigo.
Empezó a sonar la tempranera. Nuestros pañuelos iban lentos, suaves, tristes, como la zamba. Lloro amargamente, aquel romance adolescente. Cerraba los ojos, me dejaba llevar por el recuerdo de esa primera noche en la camioneta. Los volvía a abrir y él seguía ahí, tratando vanamente de perseguirme. Dura tristeza oscura, gentil amor que no supe retener. Me escapaba, girando alrededor de él, para que me tomara por la cintura y me dijera Oye, paloma mía, esta tristísima elegía. Quedaban prendidos los pañuelos y sellada nuestra despedida.
Esa noche nos agasajaron con unas habitaciones del club donde tocamos. Ellos en una y yo tenía un cuarto para mí. Estuve escuchando las guitarras, el bombo y el acordeón hasta quedarme dormida, todavía con las luces encendidas. En la madrugada nadie vino a despertarme. Y por la mañana Mauricio ya no desayunó con nosotros en el bar del club.
Recién entonces les conté al tío y a mis primos. Volvimos callados a la camioneta, les dije que no quería ir a casa, en la ciudad, seguiría camino con ellos hasta Famaillá. El tío José me dio un abrazo, dulce, suave.
La vuelta hasta el Tucumán no fue silenciosa, me contaron lo poco que sabían de Mauricio, me di cuenta de que él nunca me había dicho dónde vivía. ¿Ellos quizás...? No les pregunté, sólo suspiré. Hablamos de las fiestas, los carnavales y la semana santa, después deberíamos descansar y empezar a pensar en la próxima gira, quizá hasta un coro tengamo, ¿qué no? Jajaja bromearon.
Llegamos a los dos días, de tardecita casi. Me bajé en la casa, ellos siguieron camino. Toqué el timbre, y mamá, como hacía la abuela antes, se asomó por la ventana. Estaba asombrada con mi visita, hacía largos años que no pasaba por ahí. Tenía algunos alumnos en la cocina, todavía seguía enseñando, aunque ahora eran clases particulares. Le dije que la esperaría afuera.
El campo se veía más chico, habrían ido vendiendo algunas hectáreas de a poco, y el arroyo parecía haberse evaporado entre los brotes de soja. En la parte de atrás de la casa se veía una chapa oxidada. Los pájaros recordé y empecé a mirar alrededor. Se apoyaban algunos en los alambres que dividían el campo, eran tordos, negros. Me senté a esperar los colores mientras rascaba la tierra, buscando las lombrices para usarlas de señuelo.
Recién al rato volvió mamá, riéndose porque me había embarrado como cuando era chica y tenía que regañarme. Nos sentamos a tomar unos mates, papá llegaría más tarde. Le conté todo lo que había hecho en la ciudad, aunque obvié quizás algunos detalles. Pero ella sabía que yo había vuelto por otra cosa, instinto de madre, mija. Y ahí le hablé de Mauricio, se iba a enterar por boca del tío José si no. Mamá me miró, sonriendo de a poquito y me abrazó. Me preguntó si él no iba a volver. Le dije que era un hombre de su tierra y nuestro lenguaje era la música. Si volvíamos a hacernos piedra y camino entonces sí. Mamá me dijo que nos cuidaría, después ella le contó a papá, y él no me habló durante algún tiempo.
Hasta abril, dos semanas después de Semana Santa. Atolondrada llegó Aimé, con el nombre del viento del sur que la trajo hasta mí. Y, como cuando estaba en la panza, una vez afuera, también quería seguir escuchando a su abuela cantar, mientras yo tocaba el violín y el abuelo, el bombo. Aimé es el viento de un pañuelo, es la pasión de una zamba.
Todos los viernes venían por la noche el tío José y mis primos a guitarrear. También empezaron a hablar de volver a salir de gira. Yo estaba llena de dudas, no por Aimé, sino por la nostalgia, la distancia va conmigo, como un largo andar. El tío José hizo hasta lo imposible por convencerme, mis padres también me incentivaban a largarme otra vez a vivir de nuestra zamba. Por fin acepté, pero con la única condición de que fuese recién en septiembre, cuando vuelven las flores y el calorcito primaveral que protegería a mi niña.
Cuando llegó el día, el tío José estacionó la camioneta en la puerta de casa y se hizo anunciar con la melodía de una chacarera doble. Dijo que ya teníamos varias peñas listas para recibirnos otra vez. Lo contaba con una mirada cómplice hacia mi pequeña, todavía algo abrigada entre ponchos.
Ese viernes habían llegado bien temprano, todavía se veía el atardecer en el horizonte. Estaban mis papás, el tío José y mis primos, con las guitarras y el bombo. Pero fue después de comer que empezaron a guitarrear. Entonces yo salí de la casa, me largué a caminar, cantando despacito. Veo el campo, el fruto, la miel. Y estas ganas de amar. Sentía cómo se me cerraba la garganta. No me puede el olvido vencer. Se veían unas luces en la ruta. Un auto se detenía para escucharme cantar. Hoy como ayer, siempre llegar. Alguien se bajaba para responderme: en el hijo se puede volver.
La zamba mía se hizo carne en la voz de Mauricio.
[Sobre la autora]
M. Florencia nació la noche de un domingo, cuando el solsticio de invierno. Tenía la piel púrpura, de a poco fue volviéndose morena. La cobijaron en el barrio de Caballito, Buenos Aires, la sonrisa dulce de una tucumana y el orgullo tanguero de un porteño de ayer.
Publicó "Cantata" en 2013, libro de cuentos, la presentación será el miércoles 27 de noviembre a las 19hs en el Club Cultural Matienzo (Pringles 1249)
Ella es. Porteña: guía de turismo. Latinoamericana: licenciada en letras. Mujer: creadora. Todo gracias a la tierra. Es ella.
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