por Nicolás Lazo Jerez
NO CABE DUDA:
es ella. Camina como si jamás dejara de pensar en otra cosa o, más bien, como
si una nube se hubiera interpuesto para siempre entre su mirada y el mundo.
Naturalmente, el último tiempo se lo han hecho ver una y otra vez, sobre todo
durante los días previos a su encierro veraniego. Pero nada: parece imposible
interrumpir aquel aire distraído. Con su acostumbrado paso lento, terminó de
bajar la escalera y, mientras reprimía un bostezo, caminó hasta la línea
amarilla que demarca el borde del andén.
Transcurridos
algunos minutos, miró hacia el túnel y advirtió que, por fin, la luz del primer
vagón se acercaba poco a poco al punto donde lo estaba esperando. La imagen le
recordó un sueño recurrente en que ella, rodeada de una oscuridad penetrante,
estira el brazo hacia un leve resplandor que, sin embargo, nunca puede siquiera
rozar. El metro se detuvo y abrió sus puertas. Plaza Maipú era una estación
terminal, de manera que el tren quedó vacío y ella pudo elegir un asiento desde
el cual se veían las vías.
De
súbito, sintió el vértigo de la huida. Delante, todo se le presentaba bajo la
forma de un horizonte impreciso, el espacio en blanco donde tendría lugar una
nueva e insospechada vida. El túnel del metro constituía el punto de fuga hacia
donde se proyectaba el milagro de su propio extravío, como un agujero negro
cuyo umbral de entrada fuera el anuncio de una abducción triunfante, una
renuncia feliz. Cerró los ojos. Con la cabeza apoyada en el vidrio de la
ventana, imaginó que viajaba a bordo de un tren bala japonés en dirección a las
montañas más altas del planeta.
Por
el momento, no lamentaba en lo absoluto dejar de ver a los demás. De hecho, la
necesidad de un aislamiento total era lo que más la motivaba. Si en su casa
todo el mundo daba muestras de una insensibilidad y estupidez extremas, ¿por
qué habría de quererlos? Por un instante, vio a su mamá llorando junto a su
padrastro y sus dos medios hermanos. Experimentó un extraño placer. Segundos
más tarde, no pudo evitar sonreír cuando la escena dio paso a otra todavía
mejor: Cáceres, el más imbécil del curso, recibía la noticia de su desaparición
con una mezcla de perplejidad y arrepentimiento y se culpaba a sí mismo de la
tragedia ocurrida a la que durante meses llamó “Sailor Moon después de la bomba
atómica”.
La
idea de hacerse a un lado la sacó de un documental de la televisión española
que vio en You Tube, titulado “Hikikomori: recluso social”. Mejor dicho, los
casos que ahí conoció precipitaron la inminente decisión de encerrarse en su
pieza. Fundamentalmente, la sedujo la profunda radicalidad de la apuesta, la
fascinante arrogancia implicada en el gesto de darle un portazo en la cara a
quienes la rodeaban. No obstante, su mamá se opuso a que pasara todo el verano
en medio de un creciente y sombrío desorden. Pronto perdió la paciencia y le
dio un plazo de tres semanas para salir. Hoy se cumple la fecha fatal. Por eso,
la hija se levantó a las seis de la mañana y, sin que nadie la viera, escapó
sigilosamente por la ventana del baño.
Volvió
a abrir los ojos y comprobó que en el vagón había muchas más personas que
antes. Sin embargo, hoy nadie parecía reparar en ella. Se había quitado las
cintas del pelo, el collar con campanilla y las largas medias a rayas; en lugar
de ropa vistosa, se había puesto una camisa a cuadrillé y unos bluyines de lo
más comunes. Para ser sinceros, le resultaba agradable volver a confundirse
entre la gente. El deseo de sobresalir, tan insoportablemente adolescente a su
modo de ver, era ahora reemplazado por una firme voluntad de anonimato. Miró
hacia el exterior del tren. Al pasar por la estación Universidad de Chile, tuvo
el impulso de ponerse de pie: demasiadas veces se había bajado allí para
reunirse con su grupo de amigos frente al Eurocentro del Paseo Ahumada. En
cambio, esta vez acomodó la mochila entre las piernas y se arrellanó en el
asiento. Aún faltaba la mitad del camino.
A
lo largo de esas tres semanas, no había hecho prácticamente nada. Leyó y releyó
cada uno de los decenas de mangas que se apilaban dentro de su clóset. Dibujó
sin parar a los héroes y villanos de las series de animé que ella y sus amigos
veían. Escribió algunos poemas de pésimo gusto en que una atormentada hablante
se paseaba por la ribera del Shinano y se comunicaba exclusivamente con
animales y plantas. Navegó día y noche por internet, reprodujo cientos de veces
sus canciones favoritas de Hikaru Utada, Arashi y Kazufumi Miyazawa.
Fue
entonces cuando, siempre ayudada por Google y Wikipedia, descubrió que estaba
imitando el modelo japonés equivocado. Su verdadero destino no era convertirse
en una hikikomori santiaguina, sino seguir los pasos de los maestros zen,
quienes a su vez habían heredado, por medio de los monjes chinos, la tradición
budista de la India. Por lo visto, estaba llamada a preservar una larguísima
cadena de sabiduría. Con ese objetivo en mente, llegaría hasta la estación Los
dominicos –la última hacia el oriente– y, no bien hubiera salido a la
superficie, caminaría incansablemente entre los cerros hasta encontrar su
propio monte Fuji. Sólo así algún día podría abrazar el dharma o significado
universal.
Cuando
el operador del tren anunció el término del recorrido, bajó del vagón y comenzó
a subir las escaleras que la conducían hacia la salida. De pronto, notó que
algo andaba mal. Rebuscó entre el contenido de la mochila y confirmó su
repentina sospecha: había olvidado el cuaderno donde inauguraría su diario de
vida. ¿Cómo seguir sin él si allí iba a registrar los sucesos de su nueva
etapa? ¿Cómo reemplazarlo por otro si ayer en la tarde le dibujó una portada y
hasta escribió un breve e inspirador prólogo? Frunció el ceño; no había otro
remedio. Cruzó al andén opuesto y, con el aire distraído de siempre, emprendió
el camino de regreso.
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