por Jorgelina Diaz Suidini
Cada mañana es
igual. Si saliera algo de su cuerpo, una luz de sus ojos, unas directrices con
cada movimiento, ese algo sería absorbido por las pantallas.
Las pantallas se prenden y fueron sus
dedos. Como extensiones. Las extremidades parecen salir de su cuerpo como
extensiones ajenas. Ya nadie dice que toque un botón, pero lo toca.
Tiene unos dedos finos. El índice con la
pintura de uñas más descascarada. Comerse esa uña, esa, esa, esa, esa, a vos:
dedo que aprieta botones dedo que señala que dice que no, que rasca, que
masturba.
Aprieta y apaga. Lo primero que hace es
apagar el despertador. Después prende la luz de la habitación, luego la del
baño, tira la cadena. Se lava las manos con agua fría. Es una de las mejores
sensaciones: el agua fría en las manos, en pleno invierno. A frío, más frío.
Allí están. Lo gélido endurece, tonifica, afina. Las manos blancas, las manos
hechas manos otras vez, ahora suyas por un rato mientras las refriega con el
jabón líquido. Y después de secarlas, se toca la cara. Se palpa a los costados
de los ojos, debajo. El frío despierta, blanquea, hace llegar el tacto a los
huesos. Como si calara, sintiera, una aproximación al blanco óseo, a la dureza.
Si se rompen los huesos de una cara… qué pasa si se rompen los huesos de una
cara.
Una mañana de julio piensa en qué pasa si
se rompen los huesos de una cara. Entonces, si esa cara es delgada, la piel
debe romperse. Quedará un rostro cubista. Si la cara es rellena, si hay papada,
si sobra carne, la esfera seguirá siendo esfera, llena de huesos rotos.
Una cara con los huesos rotos, enyesada,
parece una pelota de hándbol.
Y el hándbol le hace acordar a la cal.
Mientras prende la hornalla para
calentar el café de la noche anterior. Y corta el pan en rodajas. Los pone en
la tostadora y baja el botón. Se dibujan líneas rojas o naranjas, del color del
fuego, fluorescente. El pan se tuesta. Las líneas rojas, la cal del gimnasio,
el hándbol. Aquella cosa blanca que manchaba el pantalón a la altura de las
rodillas, cuando alguna chica de la clase de educación física se caía al piso.
Eso que quedaba en las manos. Y la pelota, picando contra la mano fría en
invierno. Haciendo un deporte horrible. Tan mala para los deportes. Cuando las
manos eran suyas, dolían, moradas, contra la pelota, contra el piso, contra el
cuerpo de las compañeras.
Quiero aclarar, mientras ella abre la
heladera y se ilumina un poco del mismo resplandor ambarino que ilumina a los
limones del primer estante, que perdí el control de mí misma. Aclarar, aún, que
quien narra es de quien narra. Ahora puedo mirar desde afuera a la mujer
convertida. La absorta, mordiendo la primera tostada con jalea. Una gota de
jalea cae sobre el mantel de hule. La absorta piensa en la velocidad a la que
un niño corre a los brazos de un anciano en una propaganda televisiva de
complejos vitamínicos con sabor a naranja. Es, ¡ah!, la velocidad, la brevedad,
la rapidez, la complejidad de los pensamientos. Ahora dos para una misma mente.
Nos concentramos ambas en este concepto, el de la velocidad, porque nos
interesa. Una de ellas quiere huir, la otra teoriza, relata, inventa. La
pastilla naranja cae con peso hasta el fondo de un vaso de agua y la
efervescencia se dispara. Velocidad, cantidades, magnitudes. Nada de eso tiene
que ver con el sentido del gusto y por eso cuando termina el desayuno siente el
mismo hambre.
Siempre
el mismo
hambre.
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