La noche soy y hemos perdido.
Así hablo yo, cobardes.
La noche a caído y ya se ha pensado en todo.


A. P.



No tenía salvación: no había aprendido a mentirse, a resignarse, a olvidar, supo escribir Enrique Molina, alguna vez, sobre ella. No quiso, quizás, Alejandra, aprender: mentirse, resignarse, olvidar, además de una cobardía, hubiesen significado abandonar el punto de tensión extrema de donde surgía su escritura; centro imposible que fue a la vez elección y condena; lugar del éxtasis, de la herida, un lugar que obra como llamamiento.
Muere el 25 de septiembre de 1972. Releo en las últimas páginas (371-453) de su Poesía Completa (Lumen, 2004, ya bastante desgastado por tanta mochila y colectivo, pero todavía fiel) los poemas no recogidos en libro que van desde 1971 hasta el exceso irrevocable de seconal. De noche, pues, releo y releo. Contemplo. Escarbo. Marco, subrayo. Busco y me pierdo. Habla. Trato de escuchar. Habla, resueno sus ecos. Trato de entender. No obtengo mucho. Esto: creo encontrar, como una savia que tiembla y fluye entre los intersticios luminosos de sus poemas, la intemperie en la que tuvo que sostenerse para hacerlos posibles.



la lengua natal castra
la lengua es un órgano de conocimiento
del fracaso de todo poema
castrado por su propia lengua

Ese conocimiento, hundirse en esa evidencia, la instaló en la incertidumbre más helada, y de ese desajuste, de esa carencia, de esa imposibilidad, estaba hecha su poesía; y por eso su trabajo, esos ladridos contra el silencio del espacio al que se nace. ¿Podemos entender lo atroz de esa constatación, de esa fracaso? mi lengua no sabe, escribió, y ahí está todo, terriblemente concentrado, definitivo. ¿Lo que no sabe? los nombres precisos y preciosos / de mis deseos ocultos. Eso. Lo que nadie, en definitiva, sabe. Y eso es lo que necesita para no caer: aprender / las imágenes / del último otro lado. Porque ella escribía para decirse, no simplemente para decir. Ahí radica toda la diferencia, la distancia que separa, de la patética frivolidad de aquellos que suponen un juego la poesía, la aventura sagrada de Pizarnik. Un juego, sí, dice ella, pero peligroso, nos advierte.
Trabajar desde lo indecible, contra lo indecible. El poeta no es, entonces, el que sabe, seguro y henchido y ágil, hablar, sino aquel que conoce las minúsculas traiciones de que está hecho el lenguaje, las grietas ínfimas que atraviesan el suelo –en apariencia firme- de esa patria amada y enemiga, plagada de maravillas y trampas: el poeta temeroso del lenguaje, acechado por el lenguaje, trabajando, sin descanso, en la castración, en el miedo, en el borde mismo del silencio sucio. Ella, Sombra, la poeta en la triste espera de una palabra / que nombre lo que busco.
Pero, si, según Sombra, todo lo que se puede decir es mentira, ¿para qué la poesía, pues?, ¿para qué, a pesar de todo, hablar?
(la experiencia poética: no plenitud ni fácil deleite. búsqueda trágica: perderse en un desierto negro para escribir la noche, palabra por palabra. por eso, supongo, al leerla, la sensación de no poder, de nunca llegar, y, al mismo tiempo, a pesar de la frustración, el resplandor terrible de sus hallazgos. detrás del poema, otro poema que nos va ardiendo secretamente, imperceptible. no suena: se incrusta en nosotros como una espina de agua y hace, callado, su tenue trabajo)

Oh cubre con más cantos la fisura, la
hendidura, la desgarradura.

Entra al lenguaje y lo devastado, nunca el jardín, la está esperando, lleno de amenazas. Pero sólo ahí, en lo imposible y su aridez implacable, podía llegar a hacerse con sus voces una voz única que lograse –destello frágil y fugitivo- el encuentro; atestiguando la disolución, llegase, tal vez, la comunión, la reparación. Le queda, entonces, trabajar arduamente en un espacio –el poema- que se sostiene, filoso y endeble, siempre al límite de la descomposición, de la caída; espacio de la curación trazado delicadamente con el mismo instrumento que, sin piedad, la hiere. en poemas que no fluyen yo naufrago: el riesgo, ineludible, de estancarse, acorralarse, ahogarse en el poema: escribir es tratar de abolir la incertidumbre, la tenebrosa ambigüedad del lenguaje, la fisura, la hendidura, la desgarradura: poder decirse, fluir, finalmente, con palabras que no oculten ni falseen: el poeta es quien trata de extirpar del lenguaje lo carcomido para recuperar los gestos primarios / de las pasiones elementales.
Junio, 1972, estas palabras: Si pudiera comerme la lengua, si pudiera ahogar en un agua negra mi memoria soleada. Y el 17 de septiembre: Y nada será tuyo salvo un ir hacia donde no hay dónde. ¿Palabras de desesperada, de suicida? No es tan sencillo. Palabras, más bien, de quien está lastimada en su centro más puro y quiere sanarse. Palabras de quien es plenamente consciente de que el jardín, la más alta promesa, podrá alcanzarlo únicamente pagando el precio más alto. No la muerte, no: el dolor de trabajar -sin descanso, sin compasión, sin esperanza-, contra / la / opacidad, para que vida y lenguaje vuelvan a coincidir, aunque más no sea una vez, un instante, en el centro –ardiente, oscuro- del poema.
Precario intento, la poesía, de restaurar, reconstituir la luz y la oscuridad; la vida y la muerte; el amor; el mundo.
(el trabajo consiste en no abandonar nunca la vigilancia: estar siempre atentos a las emboscadas, los sabotajes, las invasiones, las traiciones. ella escribe para que otra vez las palabras vuelvan a ser luminosas (y peligrosas). una poesía que expulse a los intrusos; que destierre las cenizas; que nos saque de la niebla. cuando leo a pizarnik siento sus ansias de purificación: quiere un silencio al fin limpio de palabras putrefactas; un silencio que sea revelación y libertad y verdad; un silencio que sea espada y armadura contra los funestos; un silencio sangrando de músicas)

Coger y morir no tienen adjetivos.

Subrayé esta sentencia con que termina un poema que empieza: escribiendo / he pedido, he perdido. El poema, el sexo, la muerte: ceremonias inadjetivables. Los poemas de Sombra hablan todo el tiempo de eso; son eso: una ceremonia. Exorcizar, invocar, conjurar: hacer un lugar nuevo donde su voz ya no sea nunca más la fantasma / que se arrastra por lo oscuro. Para Alejandra Pizarnik el poema es un lugar resquebrajado donde lo extraño es alimento. Su poesía se nutre de las imposibilidades de la poesía:
Sólo buscaba un lugar más o menos propicio para vivir, quiero decir: un sitio pequeño donde cantar y poder llorar tranquila a veces. En verdad no quería una casa; Sombra quería un jardín.
- Sólo vine a ver el jardín –dijo.
Pero cada vez que visitaba un jardín comprobaba que no era el que buscaba, el que quería. Era como hablar o escribir. Después de hablar o de escribir siempre tenía que explicar:
- No, no es eso lo que yo quería decir.
Escribir, coger, morir: ceremonias para erigir el jardín inaccesible.
(quedaron, cuando se la llevaron, trazados en el pizarrón de su cuarto de trabajo, estos versos, que, me parece, lo resumen todo:

criatura en plegaria
rabia contra la niebla
)

3 comentarios:

lucas garcia dijo...

buen post
+10

la prometida del rey de los locos dijo...

Te confieso que siempre sentí celos de ese amor que tenés por Alejandra… pero cómo admiro la manera en que ofrecés esa intimidad al público. ¡Cómo te admiro los amoríos literarios! ¡Y qué bien que escribís, hijo de puta!

mL dijo...

jajajaj..me sumo a lo que dijo "la prometida..."
me encanta como está escrito, pero lo del amor lo entiendo porque también es un poquito mía.

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