Él no duda en asimilarse cuando flaquea su desapego. Cada tanto vuelve a mirar los borradores perdidos en su cuarto. Los hace un bollito, rebotan en el suelo, los junta con arrepentimiento, estira el papel pasando las manos sobre los rugosos versos. Hasta que un día, son otra vez bollitos y el ciclo recomienza, porque no terminan sus frustraciones. Tantos hilos cortados en el mejor momento. Si atara los trocitos que le quedaron uno con otro, la mujer resultante le parecería una creación criminal y, deslumbrado, cedería al miedo a cortar sus dedos ante el menor roce. Es la novela que no logra escribir. Por eso las capitula en poemarios y en momentos cinematográficos que suele vivir de vez en cuando.
Sólo conozco a su última Ella y sé que aún se aflije al verla sonreir de esa manera: él baja la mirada y le roba el impulso de abrazarlo. Pero un corte de luz y cada vez es más tarde. Desconoce que ella se despegó la figura que lo espera en un antro sin ojear el reloj. Y sin embargo tiene la certeza de que tras dejarla allí sentada, corrió nuevamente a su hogar buscando dormir tranquila.
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