El estacionamiento del complejo está lleno de autos. Facundo estaciona lejos de la entrada y camina con su hija bajo el sol. Siempre tenés que mirar para todos lados, le dice. Acá los coches van despacio pero pueden salir de la nada, hay que estar atento. Josefina sonríe. ¿De la nada?, pregunta. Es una forma de decir, le explica Facundo sin terminar de entender si su hija lo está cargando. Siente la mano pequeña y transpirada en la suya, el tacto lo reconforta.
Están caminando hacia la boletería. Él le pregunta si lo extrañó y ella asiente. ¿Seguro? Sí, papá, dice riéndose. Te extrañé.
Facundo paga las entradas. Josefina pasa con tarifa de niño, todavía. Buscan dos reposeras libres cerca de la parte poco profunda. Ella tiene una mochila colgando de un hombro, rosa como su traje de baño y como la gomita que le ata el pelo. Adentro hay una bombacha, una toalla y una remera. Facundo piensa en el momento en que tenga que cambiarla. Ya es demasiado grande para el vestuario de hombres. Va a tener que esperar junto a la puerta, buscar a una mujer que le parezca confiable, pedirle por favor, esperar. Como hace unos meses en el baño de un cine, los cinco minutos más largos de su vida.
La pileta es enorme y está llena de gente. Tiene forma de L. La parte más profunda, anuncia un cartel, llega a los tres metros. Sobre ese extremo, el trampolín. La escalera sube lo suficiente para que incluso Facundo adivine el vértigo que debe sentirse desde allá arriba. La tabla se prolonga sobre el agua y la gente pasa. Uno por uno. Algunos se asoman y dudan un momento, pero miran hacia atrás y ven al próximo, que ya sube y bloquea la única salida. Entonces saltan, rebotan y al agua. Con los ojos cerrados, o tapándose la nariz, o los brazos bien abiertos y un grito agudo que se corta con el ruido de la zambullida. Pero hay otros más decididos, que no vacilan. La vista fija hacia adelante, la columna erguida, la carrera y el salto.
¿Puedo ir?, pregunta Josefina. Facundo se ríe. No, mi amor. Es para los grandes. Está prohibido para los chicos. Pero entonces mira de nuevo y hay un nene más joven que su hija. Un chico petiso y flaco que no tendrá más de siete años. Un hombre que debe ser el padre lo aplaude desde el agua. El guardavidas los mira a través de sus anteojos de sol. No grita, no toca el silbato, no hace nada. El chico saluda, sonríe nervioso, corre hasta el final de la tabla y se tira de bomba. El padre se sumerge y un instante después sale con el hijo agarrado a su cuello. Josefina lo mira de nuevo. Más tarde vemos, le dice él.
El pie de la L es la parte baja. Facundo camina con su hija hasta las escaleras. Trata de agarrarle la mano, pero ella sale corriendo y se le escapa. Te podés resbalar, la llama, pero Josefina no lo escucha. Él apura el paso y la alcanza cuando está por meterse.
Su hija quiere mostrarle todo lo que aprendió en las clases de natación. Pide que él diga un estilo y después nada de una punta a la otra de la parte baja. Facundo la ve ir y venir. Crawl, espalda, rana, perro. ¿Perro?, pregunta ella. Eso no existe, papá. Facundo le muestra, Josefina se ríe. Y después de un silencio ella mira de nuevo hacia el trampolín. ¿Ahora puedo? Él responde que no, es peligroso. Pero Josefina apoya los brazos en el borde y recuesta la cabeza. La boca fruncida, el cuerpo apretado. Él se acerca y le saca el pelo de la cara, pegado a sus mejillas por el agua. Más tarde, le promete. Ahora vamos a almorzar.
Hamburguesas con papas fritas y Coca-Cola. Facundo apenas come, mira el trampolín. Las mesas están cerca de la parte poco profunda, separadas del agua por una reja. El piso está lleno de comida aplastada y pegotes. Para volver al otro sector hay que enjuagarse los pies, así la gente no arrastra la mugre. De todas formas, el agua parece sucia. Una capa de aceite, de bronceador, que flota sobre la superficie y devuelve reflejos tornasolados. Una señora gorda salta desde el trampolín y al caer salpica las reposeras más cercanas. Dos mujeres la aplauden desde abajo. La siguen un hombre de la edad de Facundo, rubio y con mucho pelo en el pecho. Después una mujer en bikini, a la que se le desprende el corpiño por el choque con el agua. Alguien chifla y la mujer se tapa, se ríe.
Dos chicos, apenas más jóvenes que Josefina, se asoman a la tabla. El guardavidas se para y hace sonar el silbato. Facundo apoya su hamburguesa. Pero el guardavidas levanta un dedo y los nenes entienden antes que él que les está diciendo que salten de a uno, que lo único que no pueden hacer es ir juntos.
Josefina come la mitad de su plato. ¿Ahora?, pregunta. Hay que hacer la digestión, le contesta Facundo, en un rato. Vuelven a las reposeras, y ella se mete al agua, se acerca a dos chicas con timidez. Enseguida se hacen amigas.
Facundo lee pero no puede concentrarse demasiado, todo el tiempo mira por sobre el libro. Está todo bien, su hija parece divertirse, pero hay que estar atento al agua, a la multitud, al sol que empieza a bajar y lo adormece.
Después de un rato, las amigas de Josefina se van. Ella sale del agua y se acerca a su papá. Voy al trampolín, dice. Y es una pregunta pero también una afirmación. Él cierra su libro. Ella salta de un pie al otro. Está mojada y juega a imprimir sus huellas sobre el piso, está contenta.
Ya no queda tanta gente. En la cola hay unas diez personas y Facundo la acompaña. ¿Vas a subir?, pregunta ella. Él dice que no, que va a esperarla en el agua para ayudarla a salir. Puedo sola, se defiende Josefina. Es muy alto, mi amor, cuando caigas te vas a hundir. Ya sé que podés sola, pero por las dudas.
Detrás de ellos se ubica una mujer joven. La fila avanza, dan un paso. Josefina se da vuelta y la mira. La mujer le sonríe. ¿Vas a saltar? Josefina responde que sí. Qué valiente, dice la mujer, yo no sé si me voy a animar. Josefina mira al trampolín, los ojos le brillan. Yo te empujo si querés. Las dos se ríen.
Facundo aprovecha y le explica a la mujer que él prefiere esperar a su hija en el agua, que si ella puede cuidarla mientras suben, que si no le molesta... Ella lo interrumpe. Sí, no hay ningún problema, queda tranquilo. Es una linda mujer, piensa Facundo, y se pregunta si habrá venido sola.
Arriba, un chico salta, da media vuelta y cae mal. El sonido del cachetazo contra el agua hace que todos miren. El chico sale con la espalda y la cara rojas. De palito, le dice Facundo a su hija, tenés que saltar derecha, con los brazos pegados al cuerpo para caer con los pies. Sí, papá, le contesta ella con un hastío que aprendió de su madre, como si hubiera nacido sabiéndolo todo.
Ya están al pie de la escalera. Josefina se agarra de la baranda. Facundo mira a la mujer, que lo tranquiliza con un gesto. Él agradece una vez más y se tira al agua. Se agarra del borde con una mano y sigue a su hija con la mirada. Agarrate bien, le grita. Pero ella no parece escucharlo. La mujer, aunque no se pueda subir de a dos, va detrás de Josefina para atajarla en caso de que resbale.
Facundo mira hacia arriba, la luz lo ciega. Trata de hacerse sombra sobre los ojos mientras patalea para mantenerse a flote. Su hija ya está sobre la tabla y mira hacia abajo, asoma la cabeza con los pies firmes sobre la madera. Él apenas ve su contorno, recortado contra el sol que baja.
Josefina se asoma una vez más, calculando la distancia. Camina hacia atrás para tomar carrera. Corre, salta. Él cierra los ojos por un segundo, los tiene irritados por el sol y por el cloro. Escucha un grito, o una risa. Vuelve a mirar, y Josefina debería estar en el aire, a punto de caer, pero no. Tampoco se escuchó la zambullida. Arriba, la mujer se asoma a la tabla, mira hacia abajo. Facundo se queda inmóvil durante uno o dos segundos, sin entender. Después se sumerge.
Abajo no hay nadie, ni burbujas que suben, ni agua revuelta. Sólo el fondo celeste, pintado con rayas negras. Todo muy quieto, congelado. Facundo saca la cabeza y le hace señas al guardavida, que en un mismo movimiento se para, se saca los lentes y se tira al agua.
* * *
El guardavidas nada con movimientos ágiles, girando sobre su eje para ver en todas direcciones. Facundo baja hasta tocar el fondo con la mano, se queda sin aire y sale a respirar. La mujer está bajando las escaleras, la gente protesta. El guardavidas saca la cabeza y pregunta qué pasó, no hay nadie para rescatar. Él le explica: mi hija saltó, estaba en el aire, y después nada. No puede ser, responde el guardavidas. La mujer corre hacia ellos. ¿Dónde está?, pregunta. Ella la vio, dice Facundo, los dos la vimos.
No puede ser, repite el guardavidas. La gente se acerca a escuchar. Facundo mira a su alrededor. Recorre las caras de todos los niños. Se sumerge de nuevo.
Dos o tres empleados preguntan a la multitud si alguien vio a una nena saltando del trampolín, tenía una malla rosa. Facundo sale a respirar, está agitado. Excepto la mujer que subió con Josefina, nadie vio nada. Un gerente se acerca a preguntar qué está pasando. No puede ser, dice cuando le explican. Facundo sale del agua y va hasta su reposera. Su remera, su libro y la mochila de su hija siguen ahí. Le muestra las cosas y ellos le dicen que está bien, que en algún lado tiene que estar. La mujer está con él. Yo la vi, saltó, dice. El guardavidas y el gerente la miran. Ya avisamos en la puerta y llamamos a la policía, quédense tranquilos.
El público empieza a irse. Nadie más saltó después de Josefina. Yo la vi, murmura la chica, como si hablara para sí misma. Facundo les muestra la mochila una vez más. La abre, saca la remera, las colitas de pelo, la toalla.
Un policía, en la puerta, pide documentos a la gente que sale. Algunos no los tienen encima y protestan. Alguien llama a Facundo desde allá, para que diga si una nena morocha de pelo corto es Josefina. Él corre hacia la puerta, la ve y sacude la cabeza. La madre de la chica le sonríe con gesto comprensivo, sin soltar la mano de su hija. Otro policía revisa los vestuarios y un tercero el alambrado que bordea al complejo. Es imposible, repiten todos.
Suena el celular de Facundo, es la madre de Josefina. No la va atender ahora. El lugar está casi vacío, se está haciendo de noche. Quedan los policías y los empleados de un lado, la mujer y él del otro. Facundo la mira. Vos la viste. Ella se muerde el labio. Deciles que la viste, por favor. Sí, murmura la mujer. Pero después mira al piso y dice que no sabe, que no puede ser. Tenemos que tomarles declaración, interrumpen los policías. La mujer mira su reloj, se muerde el labio. Facundo sigue con la mochila en la mano, se da cuenta porque los dedos empiezan a dolerle de tan fuerte que aprieta. La deja sobre una reposera. El trampolín se asoma sobre el agua, allá arriba. Facundo camina hacia la escalera. Lo llaman, pero no se detiene. Sube rápido y se asoma a la tabla, se para en el borde, mira hacia abajo. Desde ahí parece más alto. El agua está demasiado quieta y el vértigo le nubla la vista. Pero cierra los ojos y salta.
Siente la velocidad de la caída en la boca del estómago, luego el golpe. Su cuerpo se hunde y él abre los ojos. Las burbujas se despejan, se disparan hacia arriba. El agua, el fondo celeste, las rayas negras. Nada más.
*este cuento pertenece a Acá el tiempo es otra cosa (Interzona, 2015)
| Sobre el autor |
Tomás Downey nació en Buenos Aires en 1984. Es guionista, egresado de la ENERC, y autor de una novela aún inédita. Ganó el Primer Premio en género cuento del Fondo Nacional de las Artes, edición 2013 con el jurado integrado por José María Brindisi, Mariana Enriquez y Guillermo Saccomanno y fue finalista en 2016 del Premio Hispanoamericano Gabriel Garcia Mrquez. Publicó Acá el tiempo es otra cosa (Interzona, 2015) y El lugar donde mueren los pájaros (Fiordo, 2016)
1 comentarios:
Un precipicio
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