por Maumy González
Apareció de un día para otro, o por lo menos ellos la notaron así, de un día para otro. Estaba en un rincón del comedor, justo antes de entrar a la cocina. Él fue el primero en verla.
—Mira lo que hay acá —dijo.
—Ajá —dijo ella y siguió picando las cebollas para las arvejas. Era domingo y estaba retrasada con la cena.
—Qué extraña —insistió él. Ella detuvo el cuchillo y miró hacia atrás.
—¿Qué es?
—Una araña —dijo él. Estaba junto a la puerta y observaba algo por encima de su cabeza. Ella dejó las cebollas y se paró junto a él. Miró en la misma dirección. Sí, había un bicho blancuzco, alargado, de seis patas. Las de adelante eran mucho más largas que las de atrás. Estaba inmóvil en el centro de la tela.
—Parece que estuviera haciendo la siesta —dijo ella.
—A mí me parece que está esperando la cena.
—Deberíamos fotografiarla —sugirió ella.
—Deberíamos matarla —dijo él.
—No, pobrecita. Las arañas se comen a las cucarachas.
—Ésta, a lo sumo, comerá mosquitos.
—Déjala en paz. Mañana la saco a la terraza.
Ella regresó a las cebollas. Él buscó la cámara y le sacó algunas fotos al bicho. Con el zoom se le notaban tres pares de ojos negros, como piedras de obsidiana. Era bastante rara, más parecida a un insecto palo en versión reducida que a una araña propiamente dicha. Apenas podía distinguirse en contraste con el blanco de la pared de fondo. Se olvidaron de su presencia hasta la noche siguiente.
Él leía sentado a la mesa. Afuera lloviznaba y el viento frío azotaba las cortinas. Ella fue a cerrar el ventanal de la sala. De regreso a la cocina se detuvo en el rincón.
—Me parece que creció —dijo. Se había puesto en puntas de pie y miraba la tela.
—¿La araña? —dijo él sin levantar la vista del libro.
—Sí, la araña. Tiene el culito más gordo.
—¿Te parece?
Ella veía cómo la araña hacía girar una mosca entre las patas delanteras, envolviéndola en un capullo blancuzco.
—Parece que atrapó su cena —dijo. Se apartó del bicho y se metió en la cocina. Arriba de la mesada había rebanadas de berenjena y una fuente con migas de pan.
Él dejó el libro, volvió a buscar la cámara. Ella se ajustó el delantal.
—¿Qué haces? —preguntó.
—Grabo a la araña. Es muy rápida, ¿no crees?
—Deberías dejarla tranquila.
Él la ignoró, grababa mientras ella iba rebozando las berenjenas.
—¿Las quieres fritas o al horno? —preguntó ella.
—¿Qué?
—Las berenjenas, amor.
—Como quieras —dijo él, y siguió grabando.
La siguiente noche la araña estaba en el mismo lugar. Ellos cenaban sopa de tomate y tostadas. Él sorbía su sopa con la vista fija en el plato.
—Está más grande —dijo ella. Miraba hacia el rincón.
—¿Quién? —preguntó él sin dejar de sorber.
—La araña, ¿quién más va a ser?
El bicho crecía y al mismo tiempo ampliaba el alcance de la tela. Había restos de moscas y mosquitos arracimados a su alrededor. Él mordisqueó una tostada. Ella regresó a su sopa, removía el líquido rojo con parsimonia.
—Mañana la saco a la terraza —dijo.
La araña continuó ampliando su colección de cadáveres colgantes mientras ella la observaba. La mayor parte del tiempo el bicho estaba impávido. Cada tanto, ella se acercaba al rincón, se ponía en puntas de pie y soplaba la tela. La araña abría las patas delanteras, como si fueran tenazas, y giraba, alerta. Si no volvía a correr aire regresaba a su posición, quieta en el centro de la maraña de hilos casi transparentes. Él ni siquiera la miraba de reojo, se limitaba a seguir leyendo mientras esperaba la cena.
Un mes más tarde, también domingo, salieron a hacer las compras. Era un anochecer de otoño y los fresnos dejaban caer una lluvia de hojas secas sobre la calle. Un espectáculo que solían disfrutar de ida y vuelta agarrados de la mano. Sin embargo, esta vez, él cargaba las bolsas y ella lo seguía despacio.
—La araña está más grande —dijo. Él continuó caminando en silencio. Las hojas secas crujían bajo sus pies—. La tela ya llega a la puerta de la cocina —insistió ella y él se detuvo.
—Hoy la mato —decretó.
—No, pobrecita —dijo ella, sacudió la cabeza como si espantara un enjambre—. A ver si encima nos ganamos un mal karma por matar al bicho.
Él la miró fijo.
—Entonces, no molestes más con el tema.
Siguió andando. Al llegar al apartamento, pasó derecho al comedor y dejó las bolsas sobre la mesa. Fue hasta el rincón. La tela y los capullos cubrían ese sector como un adorno navideño fuera de tiempo.
—Me voy a ocupar —dijo él.
—No la mates —pidió ella.
—¿Y qué quieres que haga?
—Llevarla a la terraza.
—Ya es muy tarde —se excusó él.
—Haz lo que quieras. Yo me voy a duchar.
Al salir del baño le extrañó el silencio. Mientras se vestía, chequeó la hora. Eran las nueve, tendría que apurarse con la cena. Regresó al comedor. En el rincón, colgando del techo, justo antes de la puerta de la cocina, vio un capullo blancuzco y grande que giraba, pesado. Agazapada en su rincón, la araña dejó de mover las patas delanteras. Ahora, los tres pares de ojos negros la miraban directo a ella.
| sobre la autora |
Maumy González
(Venezuela, 1974)
Es ingeniera y escritora. Desde el 2005 vive en Buenos Aires. Sus textos han sido publicados en revistas y suplementos literarios. Todas las mañanas un muerto (La Letra Eme, 2014), su primer libro de cuentos, recibió Primera Mención Honorífica por el Fondo Nacional de las Artes (Argentina). Actualmente prepara un nuevo libro de cuentos y escribe una novela sobre un mundo distópico; es Secretaria de Difusión de la revista literaria La balandra; co-coordina el Ciclo Ficciones en el Centro Cultural de la Cooperación “Floreal Gorini”; dicta talleres de narrativa, colabora en la prensa y difusión de nuevos narradores, y lleva adelante el blog #LaAquateca (www.aquateca.com.ar), como un espacio de intercambio de herramientas sobre la creación literaria.
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