La espera había sido un poco larga y bastante tuve que ahorrar para comprarme ese libro, esa corta pero valiosa pieza canónica de la literatura moderna —aun así valió la pena. Por fin lo tenía en mis manos. Ese día me fui al parque de la ciudad y me quedé hasta bien tarde a leer mi nueva reliquia. Cuando el sol empezaba a ponerse, me di cuenta que el regreso a casa se prolongaba y mejor valía regresarme en colectivo, pues quería continuar leyendo, no sólo en el camino, sino también en mi cómodo puff fiaca destinado a ese propósito.
           En esta ciudad el tránsito es intermitente; por minutos puedes estar en un embotellamiento en el que se te pasa la vida, y en cuestión de instantes, corriendo a velocidad supersónica por las principales calles y avenidas de Buenos Aires. Ese viernes no fue la excepción. Tan pronto me subí al colectivo, me fui al fondo a buscar espacio y calma para leer. No quería ser molestado mientras lo hacía, aun estando de pie. Me recosté de la ventana, y justo cuando me disponía a continuar mi lectura, noto como con una de esas intuiciones metafísicas que alguien me está observando. Era una chica de unos veinte años, de grandes ojos, gafas negras, cabello corto y piel lozana. Al dirigir mis ojos hacia su cuerpo, noto que tiene un libro que reposa entreabierto sobre sus piernas descubiertas. La chica no me miraba a mí, sino al libro que entre pecho y ventana yo sujetaba, también entreabierto, y que aún no había retomado.
        No iba a dejar que su inequívoca belleza y supuesta intelectualidad me distrajese de mi incipiente y seductora lectura, pero su mirada era fija e inquisidora, cual detective o periodista de Sucesos. Se me ocurrió inventarme un juego.

          El colectivo iba lentamente atravesando las arterias de esta fantástica ciudad, tratando de salir del centro hacia barrios menos congestionados y, posteriormente, hacia los suburbios de esta metrópolis. Las colas en la vía son, sin duda alguna, oportunidades valiosas para empezar a leer, continuar o terminar un libro. ¿Pero cuántas veces uno se encuentra con una mujer tan linda, a quien le interesa realmente lo que lees, al punto de ni mirarte a la cara con esos ojos flamantes negros?
          La chica había dejado de leer su ejemplar, marcó la página en dónde había quedado y cerró su libro. Por ratos disimulaba viendo hacia la calle y a los otros pasajeros, pero era evidente que su interés en ese momento era único e inequívoco: mi recién adquirido libro de crónicas. ¿Qué vio en él que le gustó tanto? ¿La portada, el grosor, sus páginas colmadas de palabras de principio a fin? Poco a poco se inclinaba y doblaba su humanidad desde su asiento hacia donde yo me encontraba para poder así ver mi libro; no obstante, me seguía siendo imposible saber si buscaba la página que aún tenía entreabierta o el título de la obra. De repente, era yo quien se quedaba mirándola hasta que ella se daba cuenta y de inmediato cambiaba la visual hacia otro lado. Luego volvía a su principal propósito.

          A manera de incitación, le acercaba el libro para que lo viera un poco, y cuando creía que podía hacerlo, se lo alejaba, arrancándole las raíces de sus esperanzas, así como quitándole un caramelo a un niño, uno que aún no se empieza a comer. Y en eso estuvimos por minutos, jugando al gato y al ratón, mientras el colectivo en donde viajábamos nos iba dirigiendo hacia la inevitabilidad, hasta que una señora algo mayor cambió la disposición del tablero de juego. La chica le cedió su puesto a la sexagenaria, provocando de esta forma la oportunidad menos intencional para acercarse más a su objetivo. No se lo iba a dejar tan fácil. Lo cerré y me pegué la portada al pecho, dejando sólo la contraportada un poco al descubierto. Aun así, mi rival intentaba acercarse más y más a mi cuerpo, con la única intención de ver mi libro. Ya empezaba a temer por él.
          Ella no podía ganarme.
        Luego me percaté que la brisa entraba de a ratos y con mayor ímpetu por las ventanas, lo que significaba que íbamos más rápido; ya habíamos dejado el embotellamiento atrás pero todavía seguíamos en barrios de gran circulación automotor. Más minutos pasaron y más intentos fallidos de su parte por querer poseer con su ojos negros mi preciado libro de crónicas. Me sentía como un torero, invitando a la elegante y salvaje bestia a arremeter con el impulso de su mirada a mi erario de hojas blancas y tinta negra. Un frenazo nos descolocó a todos los pasajeros que íbamos en el transporte y nos puso en preaviso para el futuro inmediato. La chica casi se cae de lado por haber estado mal parada, y hasta creo que se lastimó el brazo cuando la violenta inercia, producto de la fuerte sacudida, la llevó a apoyarse inesperadamente en uno de los tubos posa-manos dentro del colectivo.
          Me sentí mal por ella y justo antes de acercarme a ayudarla y preguntar si estaba bien, se incorporó de golpe, presionó el botón de parada y se acercó a la puerta más cercana de salida. Me dio mucha pena que fuera así como terminara nuestro secreto y divertido juego. Una especie de forfait a mitad del sexto inning con el juego a mi favor por una carrera.

         Cuando el colectivo se detuvo en la próxima parada, la chica se volteó hacia mí, o hacia mi libro —aun ahora no lo sé— así como para despedirse, supuse; sin embargo, en su mirada no había rastro de resignación, mucho menos de despedida, por más extraño que pareciera. Se bajó y se fue caminando de manera apresurada en la misma dirección en la que nuestro colectivo se dirigiría.
         Si había ganado el juego, entonces era una de esas amargas victorias. Luego vino el semáforo. Después la perdí de vista.
         Sabía que ya estaba más cerca de casa, así que decidí recostarme por lo que quedaba de camino, aún con el libro entre costado y ventana, y mis pensamientos en ella, tratando de disfrutar el trayecto. Me di cuenta que no había leído nada; tampoco quería seguir leyendo. Y nuevamente, las leyes físicas —y a veces trágicas— de la inercia hicieron su efecto en ambas direcciones, más atropellado y violentamente que pocos minutos antes. Todo pasó demasiado rápido como para recordar detalles. El colectivo había arrancado con su pujanza de corcel de hierro para que segundos después fuera el estruendo del choque lo que nos zarandeara bruscamente para adelante y para atrás. Fue poco después del terrible accidente que supimos que el camión que nos impactó trataba de esquivar a alguien y terminó estrellándose contra nosotros; no obstante, en el momento del siniestro, el aturdimiento, la desorientación y los dolores no me permitían saber con precisión qué acababa de pasar.

          El colectivero, quien sangraba por la sien, nos preguntaba con voz agitada y desespero si todos estábamos bien. La señora que ocupaba el asiento de mi antigua rival se aguantaba la frente y gemía de dolor al igual que muchos otros pasajeros. Un niño, quien antes dormía, ahora lloraba sin consuelo mientras sangraba delicadamente por sus labios; su madre, quien se tapaba un ojo con la mano, verificaba que no tuviera otra lesión mayor. Un hombre de mediana edad al parecer tenía el tabique roto, pues no dejaba de manar sangre oscura de su rostro hasta esparcirse sobre sus manos, tiñéndolas de un rojo escalofriante. A mí no me había pasado nada grave, más allá de simples contusiones al amortiguar los golpes con los brazos y las manos que segundos antes sujetaban el libro… mi libro, ¡MI LIBRO!
          No estaba por ningún lado. Miré debajo del asiento que tenía al frente, por el pasillo, hacía atrás, pero nada que lo veía. Las puertas del colectivo se abrieron y la gente empezó a salir de uno en uno, lo que dificultaba mi desesperada búsqueda si todos estaban de pie. Cuando casi todos habían bajado, me lancé al piso a escudriñar cada rincón hasta encontrarlo, sin prestar mucha atención a los que me preguntaban si estaba bien, qué se me había caído y otras cosas más que ni me molesté en escuchar entre voces y alaridos.
          Tanto que había protegido mi nuevo tesoro como para perderlo y no darme cuenta. Me levanté bruscamente, envuelto por la desesperación, y miré a través del vidrio. ¿Y si salió por la ventana a raíz del impacto? Me asomé pero la gente que rodeaba el transporte no dejaba ver bien hacia la calle; los gritos tampoco ayudaban a concentrase en la tarea, por lo que, apurado, me bajé por la puerta de atrás y di la vuelta al colectivo para continuar mi agitada búsqueda. Era difícil desplazarse entre la gente, pasajeros y curiosos, hasta que pude agacharme y mirar en todas direcciones para rápidamente darme cuenta que mi libro ahí no estaba. Luego, a muy pocos metros de donde me encontraba, la veo, con la misma mirada hacia abajo, sus cortos cabellos negros cubriéndole un poco el rostro, y mi libro sobre sus manos.

            Mientras me iba acercando a ella, vi que tenía una pluma fuente entre sus dedos y anotaba algo en una de las páginas. Luego alzó la vista justo en el momento en que me encontraba frente a ella, a sólo un palmo de distancia, y sin quitarme los ojos de encima (ahora sí me miraba fijamente con esas llamas negras) me entregó el libro en las manos. Y así como si nada, se volteó y me dejó ahí parado, sin siquiera pronunciar palabra alguna. La vi partir fría, triunfante, con el orgullo intacto, desprendida de toda humanidad, desapareciendo entre la multitud que aún rodeaba el epicentro del siniestro. No parecía de este mundo.
       Luego del accidente, y mientras me recuperaba del stress post-traumático, busqué minuciosamente página a página, palabra por palabra, qué había escrito esa criatura de cabellos negros y ojos grandes en mi libro, mas nunca encontré letras ajenas o frase alguna que no perteneciera a la edición. Ni siquiera tenía marcas o cicatrices irreparables, a pesar de haber sufrido una caída y golpe en el pavimento. Quizás su pluma no tenía tinta, quizás no sólo pretendía rayarme el libro y dejar evidencia de su victoria, la cual sí quedo indeleble entre mis pensamientos. Esa semana fue el insomnio el que me ganó el juego, pues entre el desvelo por terminar de leerlo y la carencia de sueño por pensarla se me pasaron los días hasta llegar a la última página. Luego que terminé de leer la crónica con la que cerraba ese repertorio antológico fue que pude dormir más tranquilo.

*   *   *

         Algunos años pasaron y después de haberme convertido en otra víctima de la literatura moderna y haber olvidado los detalles, un día, mientras bautizábamos mi primer libro de
relatos, conocí a varios de esos autores que habían sido escogidos para formar parte de la antología de crónicas que vivió la experiencia de un accidente de tránsito, la cual ahora reposa en un sitial de honor dentro de mi biblioteca personal. Muchos de nosotros quedamos en reunirnos días después en uno de esos tantos eventos literarios, a otros me los encontraba en algún café. Cada vez que podía les llevaba el libro para que me lo firmaran, pues antes que autor siempre fui lector. Algunos de esos cronistas y narradores, en su mayoría periodistas, me aventajaban en edad aunque no por mucho, pues la antología que todavía es uno de mis más caros patrimonios, recogía una amplia gama de escritores de la actualidad. A aquellos que no conocía, poco a poco los fui buscando, nuevamente entre reuniones, librerías, cafés y conversatorios en distintos lugares de la ciudad.

          Luego, un viernes cualquiera, me di cuenta que ya tenía casi todas las firmas y dedicatorias de esos cronistas, menos una. Busqué en el índice quién me faltaba, y el nombre de una mujer que todavía no conocía era el que resaltaba entre los demás. Esa autora que faltó a la fiesta.
          Regresé a la librería en donde había adquirido mi ejemplar años atrás y le pregunté al mismo librero que una vez me lo vendió, ahora amigo mío, por algún título de esta autora desconocida para mí. Su rostro expresó primero lo que sus palabras después. Aquella cronista, quien en su corta carrera dedicó más su tiempo al periodismo que a la literatura, había sido arrebatada trágicamente de este mundo hacía ya algunos años, en un accidente de tránsito, en un barrio de la ciudad de Buenos Aires. La pesadumbre superó a la pavura. Si el libro hubiese tenido una dedicatoria suya, habría dicho algo como:

          “Perdiendo también se gana, el premio que tienes en las manos siempre fue tuyo. Gracias por leerme.”

          Jamás me volví a sentir tan perdedor.


| sobre el autor |

Danny J. Pinto-Guerra (Caracas, 1988). Reside en Buenos Aires, Argentina. Cursa estudios de Letras en la Universidad de Buenos Aires (previamente en la Universidad Central de Venezuela) Profesor de idiomas, traductor y narrador venezolano. Influenciado notablemente por lecturas clásicas, la academia y un lenguaje coloquial que lo ubica en un contexto en el que resuenan voces del exilio, distopías y lo ambiguo, tanto por una sobriedad en su estilo como por los mismos elementos tragicómicos de las sociedades latinoamericanas. Motivado por la necesidad de la comunicación en todo ámbito desde su estadía en Japón, se dedicó a estudiar lenguas modernas desde la literatura universal. Inglés desde un Dickens o un Hemingway, francés desde un Saint-Exupéry o un Victor Hugo, sin dejar de lado a autores coterráneos como Cabrujas o Ramos Sucre,  quienes marcarían una constante disertación en su narrativa fervorosa. Ha publicado artículos de opinión y narrativa breve en Letra Inversa, Revista del domingo del diario Notitarde, en medios digitales como Guayoyo en Letras y el portal literario Digopalabra.txt, y en la revista Esta! de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. Recientemente fue le fue otorgada mención a publicación en el Concurso Transgenérico de la Sociedad de Amigos de la Cultura Urbana por su libro de narrativa breve Wild Pitch: disertaciones narrativas en cuenta de 3 y 2.

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