[Micro-excursiones] es un cuestionario que va en busca de escritores, con el fin de conocer sus ficciones personales. Es una adaptación, algo transgredida, del cuestionario Proust. Las preguntas son simples e impersonales, pero a la vez pretenden ser un disparador. Es el primer cuestionario en donde las preguntas no importan. El merito y la inventiva corre por cuenta de los escritores.

[Autosemblanza


Cuando Fernando Bogado se le animó al mundo esa calurosa noche entre el primero y el dos de enero de 1984, su padre ya pensaba dejar de ser bombero y su madre quería comer sandía, saboreando los días libres del Registro de Propiedad en el que trabajaba. Aprendió a caminar sólo porque su tío lo forzó a mover los pies en el patio de su abuela, digamos, un territorio común, ya que la incipiente familia de Reinaldo Omar (le père) vivía en una casa creada casi ex profeso al fondo de esa propiedad de la calle San Carlos. Solía (¿suele?) meterse en cajas y cerrarlas por fuera, como si quisiera volver al vientre materno o esconderse y, directamente, no ser. Viviana (la mère) siempre lo dice: Nano -como lo sigue llamando a veces- se metía en las cajas o jugaba al contorsionista y se enredaba en las sillas. De chico, con su letra manuscrita de por sí horrible, mantuvo una relación cercana con varios diarios íntimos; por más poeta que intente ser, a veces busca la santidad de las primeras dos palabras que pronunció: “acua” y “tototo”, por agua y tomate. Ahora, escribe poesía, publicó algunas plaquetas, sacó su primer libro con lomo (Jazmín paraguayo. Poesía reunida 2014-2006), escribe en Página 12 y Le Monde Diplomatique, da clases de Teoría Literaria en la cátedra “C” de la UBA y, en otro orden de cosas, le gusta que lo abracen.

[Micro-excursiones]

1. ¿Qué condiciones se tienen que dar para que empieces a escribir?

Ninguna en particular. Escribo porque tengo que escribir: digamos, por obligación y por restricción de alguna percepción. Quiero decir: se escribe porque se debe, y eso puede tomar la forma de un deber impuesto por lo social (el mundo del trabajo, en mi caso, académico o periodístico) o impuesto por cierto modo de la percepción estética (que es, para decirlo mal y pronto, un modo de la piel). Escribir poesía parte de ahí, de esa captación de algo que tiene que escribirse. La ventaja de la poesía es que se escribe en contra de cualquier tipo de rutina de escritura: apesadumbrado por un mundo laboral que atosiga, por momentos, la poesía sigue siendo el único género que hace las veces de resistencia y, sin caer en desubicaciones biempensantes, es un poco compañera. Se puede escribir un poema y memorizarlo, un verso y aprenderlo antes de llegar a algún tipo de lugar o cuaderno que sea propicio para la escritura. Eso demuestra, a fin de cuentas, que se escribe contra las condiciones y no gracias a ellas.
 
2. ¿Cuál es tu héroe o antihéroe de ficción favorito?

Frédéric Moreau, protagonista de La educación sentimental. Cuando leí la novela, me pareció excelente, y la propia búsqueda del personaje me sigue pareciendo alucinante. Es, tal vez, el gran antihéroe de la modernidad: Moreau busca en toda la novela una experiencia, eso que siempre le pasa por al lado. Eso está también en Stendhal, está también en Kafka, en Camus, pero es en Moreau y Flaubert en donde lo encontré en sintonía con lo que me interesa. Es la primera vez, qué se yo.
Otro personaje que me cautiva: Oberdán Rocamora. Específicamente, en Los reventados. El final de la novela, el tono (¿qué es un personaje de novela sino un tono?) me siguen pareciendo logradísimos, fantasmal por corpóreo e inmediato –cosa que no le suele pasar a los fantasmas-. 

3. ¿Qué talento desearías tener?

El de algún oficio definido: electricista, plomero o gasista. Iba a decir “músico”, pero, pese a mis humores punks, estoy en eso. Y ojo: en breve me meto en una escuela de oficios y arreglo la otra cuestión. 

4. ¿Cuál es tu posesión más atesorada?

Un libro o una historieta, seguro. Por ejemplo: algunas primeras ediciones que para mí valen la pena tener, como la primera edición totalmente maltrecha por las lecturas de Diario de la Argentina (¿dije ya que me gusta Jorge Asís?), otras ediciones cuidadas de libros impensados, como el Diario de duelo de Roland Barthes y, en materia de historieta, el número 1, edición norteamericana, de la JSA de James Robinson. También tengo un número de Metal Hurlant, edición española, firmado por Jodorowsky –el dossier de “El Duna que no fue”: alucinante-. Después: cosas muy personales. Tengo el primer atado de cigarrillos Chesterfield que alguna vez fumé, una caja de zapatillas con todas las cartas que me han mandado –igual, sigo escribiendo cartas y cada tanto paso por una librería y compro sobres o voy al Correo Argentino y compro estampillas-, cosas así.

5. ¿Cuál es para vos la manifestación más clara de la miseria?

Siempre me produjo mucho pudor ver cómo a alguien se le rompe una bolsa de mandados o de supermercado y se le caen los productos recién comprados por la calle. No es una miseria en el sentido de lo miserable de alguna figura de poder, sino la miseria de la vergüenza, del desfile impúdico de quienes somos realmente, manifiesto, a veces, por lo que compramos. Peor si la bolsa que se rompe es la de una señora grande: no sé por qué, pero me parecen muestras desvergonzadas de nuestro interior estas oscuras postales de compra.

6. ¿Cuál es la cualidad que aprecias en los seres humanos?

La fidelidad. Y no hablo estrictamente de la amorosa, sino de la familiar, de la que viene con la amistad.

7. ¿Cuál es habitualmente tu estado mental?

Sereno y meditabundo. Por momentos me pongo también muy ansioso, pero me tranquiliza llegar a mi casa, leer algunas historietas –viejas, no tienen por qué ser nuevas- y me desconecto. O mirar algo por la computadora. Últimamente, me siento también muy eufórico, una sensación de plenitud que me invade cuando leo poesía y algo me deja sin aliento. Es un estar plenamente en el mundo que es muy agradable. Otro de mis estados usuales es la absoluta desconexión y el carácter huraño: al menos una vez al día necesito no estar en ese mismo mundo. Es una notable contraposición de estados, digamos, un ejemplo tonto de equilibrio.

8. ¿Cuál es tu idea de felicidad?

Cosas simples: una comida en familia o con amigos. Una buena merienda y un libro. Amar y que me amen.

9. ¿Cuál es tu mayor miedo?

Llegar a viejo y estar solo.

10. ¿Cuándo y dónde fuiste más feliz?

Tengo varios momentos. Uno de los más felices fue durante un viaje a Necochea con mis hermanos, mi prima, mi mamá y mi abuela. En el vagón comedor, a la noche, fui con mi abuela a tomarme un café con leche. Tenía 16 años. Llevaba en la mano Los premios, de Julio Cortázar: un libro que me cambió la vida, mi entrada oficial en la literatura “de grandes”, por decirlo de alguna manera. Me senté en una de las sillas del vagón, con el paisaje plano del camino por tren a la costa, apenas empezado el año 2000. Me senté con el café con leche y con ese primer atado de Chesterfield (que, como dije antes, todavía guardo), lo abrí y olí con fuerza el aroma amembrillado del atado. Saqué el primer cigarrillo y lo prendí, con la primera página de la novela ya empezada y el café con leche cerca. Mi abuela de frente, Perla, la mamá de mi mamá, que le tenía miedo a la oscuridad y dormía con una linterna de mano todas las noches. Pocas veces fui tan feliz.  

11. ¿Qué libro que hayas leído te hubiera gustado escribirlo vos?

Un montón. Pero creo que eso es más reconocimiento a mis congéneres que otra cosa: me encantan algunos textos que escriben poetas que rondan mi edad y están publicando, como Juan Francisco Moretti, Walter Godoy, Mariana Bugallo, Sebastián Goyeneche, Gabriela Clara Pignataro, Lautaro Collautti, Inés Rando, Malén Denis… Sus libros ya editados y los que aparecerán en breve me parecen geniales y no puedo menos que envidiarlos por lo que hicieron o pasarme noches releyéndolos, whisky y música en mano.

12. ¿Cuál es el peor libro de la última década?

Un montón. Hay cosas que han creado una suerte de micro-clima crítico, periodístico y literario que no se sustenta con la obra y que, estrictamente, funciona como un poderoso guiño hacia adentro de alguna de estas instituciones. Pero, si me apurás, cualquiera de los últimos de Aira. Y de los primeros casi que te digo que también, pero me falta leerlos.  

13. ¿Qué texto (cuento, poema o libro) no volverías a publicar? ¿Por qué?

Mis dos primeros fanzines “literarios”, Trilogía y Mar del Plata. Pecan de muchas cosas. Tampoco me parecía editar La paz desnuda, pero creo que, en tanto libro, tiene algunas cosas interesantes, por eso lo incluí en Jazmín paraguayo

14. ¿Qué disco te hace sonreír?

Kiss Me, Kiss Me, Kiss Me de The Cure. Me saca una sonrisa casi adolescente, me dan ganas de bailar, de que sea otoño siempre, de ponerme aros y salir con todo el pelo desordenado a la calle, cosa que hacía más a los 18 que otra cosa.

15. Si sufrimos un ataque de Godzila y tenés la oportunidad de salvar de sus garras a una banda o músico, ¿a quién salvarías?

A mi amigo Gabo Cuman, primero y principal. Después, no sé, depende el mes en que me agarres. Hay veces en que me juego por Fernando Cabrera, y te digo “sí, lo salvo a ese”, después elijo a alguien del otro lado, El mató un policía motorizado; Palo Pandolfo, Francisco Bochatón, que estarían como en el medio… Digamos, primero mis amigos, después vemos.

16. Si después de muerto volvés convertido en zombie ¿a quién morderías primero?

Pregunta difícil. Tomo la valoración de la vida como zombie de manera negativa, no así la del vampiro, que implica cierta cuota de erotismo a la que soy abiertamente proclive (pese a cierto uso indebido por parte de más de una franquicia de tan noble bestia). Habiendo dicho esto, mordería a algún estudiante de Administración o de Derecho de universidad privada: quizás le saque a la humanidad algún posible candidato del PRO del futuro o algún seguro conductor de programa con panelistas.

17. En tu última obra ¿encontraste la palabra justa para decir lo que querías?

Algunas sí, otras, no tanto. La palabra justa es la que le robo al otro: algo que escucho en la calle, o que forma parte de la expresión cotidiana de alguien, ese momento poético liberado de toda sombra que se da de manera inesperada y que es, efectivamente, la revelación de un cuerpo a través de la lengua… Qué se yo, por ejemplo, mi tío diciendo que, cuando manejaba el 53, había un señor ya viejo que “sabía” subirse en la misma parada todos los días. Esas cosas las guardo y en algún momento las ubico en un poema.
Fuera de eso, cuando leo lo que escribo, pocas cosas me convencen: me siento en falta con la lengua, como si hubiese hecho lo mejor para conseguir esa palabra justa y la cosa se me hubiera ido entre las manos. Hay una sensación de desconcierto, desesperanza y soledad para con el mundo que siempre me ronda y no puedo nombrarla. Soy cínico con eso: a veces me río, creo que de ahí viene cierta reacción graciosa de/en lo que escribo, de la falta, del límite, al menos, cierta risa que me puede llegar a generar a mí. Frente a la desesperación me rio, pero a no confundirse: frente a este mundo insoportable, oscuro y distante, lo único que nos queda es la ironía literaria.


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