por Franco Dall'Oste
Felipe tira la primera piedra. Plac!, se escucha, erró. “Ahora voy
yo”, desafía Juan. Él había calculado que como los otros tres tiros se le
fueron muy a la derecha, si apuntaba a la izquierda de su objetivo, quizás
pudiera pegarle. La piedra hizo una hipérbole perfecta y crash! hizo la cámara,
el objetivo fue alcanzado. “Voy ganando, 3 a 2” ,
le remarcó Felipe, como para que sepa que su nueva victoria no significaba una
amenaza para él.
El día era caluroso, el lugar se hallaba en silencio. Unas nubes se
veían a lo lejos en el horizonte, parecían hojas de hierro abalanzándose sobre
el campo. De la tierra subía un calor espeso, tedioso, que obligaba a Juan a secarse
la cara con el brazo a cada rato. La loma sobre la que se hallaban parados era
como una montaña para ellos, con sus senderos peligrosos, con su paisaje
hermoso, era su lugar preferido en las fronteras.
Felipe agarró otra piedra, y la lanzó con todas sus fuerzas hacia la
cámara consecutiva. El tiro pasó apenas a la izquierda, y se perdió del otro
lado del alambrado. Pudo escuchar cómo el misil caía por entre los arbustos que
crecían del otro lado, hasta que un sonido sordo golpeó el suelo, y el silencio
invadió de nuevo el ambiente. El aire estaba quieto, el sol pegaba con violencia
en la nuca. Juan buscó otra piedra en el suelo, entre medio de las bolsas, los
desperdicios, y al final encontró algo, una especie de pelota de plomo, o algo
por el estilo. Lo tomó con la mano, lo pesó sintiendo su presencia en su palma,
y finalmente cerró los ojos, llevando el proyectil hasta su frente. Suspiró un
segundo. Luego observó con desafío hacia su nuevo objetivo. Tomó carrera, y de
un zarpazo lanzó la piedra hacia adelante, evitando por poco caer sobre una
pila de bolsas olorosas en el impulso.
“Crash!”, se escuchó nuevamente. “Sí, ¡le pegué!, vamos tres a
tres”, dijo con entusiasmo. Mientras Felipe miraba la cámara que colgaba destruida
agarrada de un cable, unos pequeños ruidos comenzaron a oírse. Eran chillidos
eléctricos, apenas perceptibles. Juan miró hacia el poste anterior, aquel donde
estaba la cámara que Felipe había derribado, y observo cómo el aparato volvía a
su forma original, hasta quedar nuevamente en su lugar. “Bueno, ya se están
arreglando, ¿empezamos desde el principio?”, propuso Felipe. “Dale”, asintió
Juan, alegre por poder tener una revancha.
Bajaron por el sendero de aquella loma, y comenzaron a caminar
nuevamente hacia el otro extremo del alambrado. El suelo se sentía caliente, la
tierra blanca se pegaba a los pies descalzos de Juan. Felipe llevaba puestas
unas zapatillas agujereadas, “las encontré allá en la loma”, le contó a Juan
cierta vez.
“Mirá”, dice Felipe de repente, deteniendo a Juan con un brazo y
señalando hacia el cerco con el otro. “¿Lo ves?”, le pregunta. “¡No! ¿Qué?”,
exclama Juan, frunciendo las cejas. “Allá, del otro lado, entre el pasto, ¿no
lo ves? ¡Hay una de esas! ¿Cómo se llaman? Esas cosas redondas, como la que se
había encontrado tu hermano”, dice Felipe. “Mmmm… una… ¿pelota?” “Sí, eso” Juan
se acercó con sigilo al alambrado, mirando atentamente hacia el pastizal. “No
es una pelota, es un casco o algo así”, exclamó finalmente. Felipe lo miró con
un sesgo de odio, luego dio media vuelta, decepcionado. “Dale, sigamos” le dijo
a Juan.
El sendero daba varias vueltas, pasaba por encima de lo que en algún
momento fue un arroyo, y terminaba en el río. El alambrado seguía más allá,
hundiéndose poco a poco en la profundidad de su lecho, hasta perderse por
completo. Hacia el oeste, los postes con las cámaras se repetían, cada diez metros,
a lo largo de toda aquella franja. Juan nunca había estado más allá de la loma,
pero se imaginaba que el alambrado seguiría de la misma manera, así que tampoco
valía la pena aventurarse.
“Bueno, empiezo yo, por que vos empezaste la vez anterior”, dice
Felipe, y agarra una piedra lo más rápido posible, para que Juan no pueda
contradecirlo. Sin embargo, la tira tan apurado, que el misil no supera la
altura del alambrado, y termina por caer antes de siquiera alcanzarlo. “Bueno,
ahora sí voy yo”, se ríe Juan. Tira de nuevo, y nada.
El sol empieza a caerse por el costado. Juan se tapa con un brazo,
para ver bien su objetivo. Es la tercera ronda, es la tercera vez que intenta
derribar esta cámara, sólo lo logró en un intento. “¿Para qué sirven esas
cámaras?”, le había preguntado cierta vez a su madre, “para mantenernos acá
adentro”, le contestó. Para él solo estaban ahí como un juego. Crash! otra vez
vuelve a voltearla, y de paso gana el torneo. Felipe aún sostiene su piedra en la
mano, y mira hacia el suelo con enojo. Entonces corre unos metros hacia el
costado, en busca de la cámara anterior y lanza una piedra. “Mirá, sigue rota”,
dice Juan mientras el misil cae por un costado sobre los pastizales. “No puede
seguir rota”, dice Felipe aún resentido. “Sí sí, mirá, hace ruido, debe estar
rota”, responde Juan.
El sol comienza a desvanecerse. Un chillido se escucha en el lugar,
un ruido eléctrico que parece no cesar. La cámara larga chispas, hasta que
finalmente cae en seco sobre los pastizales. El silencio vuelve a reinar el
lugar. Los dos niños observan con sorpresa. Miran hacia el poste contiguo, y
luego al anterior: ninguno de los dos está mirando hacia ese lugar. Felipe se
acerca al alambrado, y mira los restos de la cámara. Luego lo mira a Juan, y le
pega en el hombro. “Ahora tenemos que jugar con una
menos”, lo reta.
1 comentarios:
Excelente cuento!
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