por Martín

Kris Tate
Ella se toma el tren desde la estación terminal hacia los suburbios (y así los nombraba, ya sea para imprimirle alguna cualidad de otro, o simplemente como continuación -en lo semántico- de la segregación geográfica). Lo hace como todos los martes y jueves, junto a una ventana abierta, inmersa en aquél espectáculo. No sabe si es la vuelta luego de una prolongada ausencia o algo relacionado a la serie «clima-fisiología humana-bichos de primavera», pero efectivamente se siente sola y repulsiva.
Ella nunca creyó en los encuentros casuales, estaba convencida de que su entendimiento tan extenso y último acerca de cómo funcionan las relaciones entre las personas arrastraría desde un primer momento cualquier posibilidad de. Y ella estaba orgullosa. Y ella era eso, se decía, tanto pasar penas y desencuentros unilaterales para qué, al menos dejame estar conforme con mi criterio de clasificación. Ya vi cada gesto, cada sonrisa. Todas las miradas, ya las vi. Los accidentes. Los suspiros. Sólo me quedan las palabras y esos diálogos inconducentes. Pero la gente es tan obvia.
La villa miseria quedó atrás: desde la ventana del lado izquierdo, y a esas horas, pasa desapercibida, como un caserío salpicando algunas lomas a una distancia prudente del camino principal. Pero no, estámos en medio de una ciudad, la ciudad no puede ser el monte, y menos en el año 2011. Qué es ese ruido. Qué olor más particular. No se si la capacitación nos hace más útiles o simplemente nos hace ignorar lo que para una persona normal sólo puede significar un peligro de muerte. Debería agregar eso a mi currículum: “Tercermundista”.
Le llegaban ahora los frentes de la Av. del Libertador, cruzando ese fresco y oscuridad que sí, prudentemente esta vez, había sido establecido tiempo atrás. Esos frentes le inspiraban una suerte de contradicción. No es como durante el día, pensaba, no son la fachada boba de una ciudad que se persigue su propia cola. No, ahora esas ventanas iluminadas bajan la mirada del horizonte, se encorvan y nos interpelan. Pero qué valor.
De tanto en tanto y bajo el influjo de las emociones que le producía la expectativa de un encuentro, ella se abocaba a la tarea de describir y explicar meticulosamente un aspecto de la realidad a quien fuere su próxima presa. Naturalmente, lo hacía dentro del marco de su propia imaginación: Yo te digo, lo que me pudre de la gente (como vos) es que siempre caen en lo mismo. Mirá, ¿Ves los arcos de ladrillo? Ya no hacen cosas así, porque... ¿Te das cuenta de lo precioso de este momento? Justo antes de que se ponga el sol, pero de verdad. Para ellos ya es de noche, pero ¿qué les pasa? Bueno, te explico, es cuestión de diez o quince minutos se suceden una tras otra más tonalidades del mismo color que en todo el resto del día. Por lo menos el cielo lo intenta.
En todo esto se detenía Victoria cuando el tren atravesaba la avenida, penetrando en la intimidad urbana. El espacio abierto desaparece en ese punto, los muros replican cada ruido y uno se ve inmerso en otra cadencia. Para ella no fue sólo otra cadencia: el nuevo escenario la arrojó nuevamente a la realidad con una violencia tal que sus párpados se abrieron más allá de lo esperado, haciendo público algún tipo de indisposición general. Fue allí cuando pasó revista -sin detenerse demasiado- al lenguaje corporal de las personas que, a su pesar, la acompañaban. No eran muchos. Su vagón parecía un vagón con cositas pintadas, bastante alejado del que ella recordaba como arquetípico: un mar de carne, gestos y publicidad corporal con pequeños detalles de vagón asomando aquí y allá. Entre las cositas pintadas había una pareja de señoras pelocorto, perla y telas negras que mostraban lo que nadie parecía demandar. Sus conversaciones me salpican. Qué fastidio. No. No quiero meterme en esto. Mirá ese pibe, ¿estará yendo o viniendo? Meh, nunca nos entenderíamos. ¿Me desea? ¡Qué manera de toser, señor! ¿Señor? Tuvo que desviar la mirada. Ni un instante pudo sostener el contacto visual con él. No se sintió incómoda al respecto, simplemente ¿cómo, al día de hoy, puedo ser tan evidente? Pidiendo atención a gritos. Qué necia. Y esa manera que tengo de abrir los ojos. ¿Qué hace mi uña del dedo anular entre mis dientes? Desaparecer, aquí y ahora. ¿Entiende usted, señor encanecido? Lo que me pudre de la gente es que siempre caen en lo mismo. Vuelven siempre al mismo recorte, y si no logran ponerlo en boca, dan vueltas alrededor. Siempre. Quiero saber qué pensas al respecto. Creo entender que la gente piensa cosas al respecto de las cosas, pero me vas a prestar atención, vos, viejo rosa, deseando que aunque sea una vez en la vida, tu día termine de otra manera. ¿Me ves cara de fesche Lola?

De algún modo, Victoria terminaba tocando la pianola para todos y nunca para ella misma.

Johnny,... wenn du Geburstag hat?
Faltaban unos minutos para las siete, se abrieron las puertas: primero el aire escapando, luego el golpe seco. Se levantó y se dirigió hacia la puerta. Esta es la estación, una antes que la mía.
Komm doch mal zu mir.

Se apuró, anticipó el cierre de la puerta que casi le toma la carpeta o el tobillo. El silbato, el ruido agudo del aire nuevamente y toda aquella escena de discontinuidad (que ella juzgaba como la ejecución deliberada de un homicidio a ella-tren, ella-posibilidad), la situaron en otra ciudad, hace 55 años. Victoria encontraba seguridad en eso. Encontraba el referente de aquello que muchas veces escuchó salir de la boca de su padre: sentirse parte de la historia. Claro está, nunca le quedó muy claro a la historia de qué o quién se refería.
Cuando vió el puente de hierro fundido y supo -por parte de un quiosquero- que tenía cruzarlo, se sintió contenida. Hace mucho que no siento esto, la última vez fue en san telmo. Yo te explico, en san telmo no hay ochava... porque,... lo que quiero decir es que los lugares reconocidos públicamente como relevantes, te ayudan a tapiar ese hueco que es el hueco de no tener vocación, llamale como quieras. ¿Me entendés, Facundo?
Mientras cruzaba aquel puente, pintado y repintado a falta de mejor idea, lo vió. Sentado allí abajo, con el pómulo sostenido por una mano y el codo sobre un tablero de ajedrez, que también funcionaba como tablero para otras partidas. Facundo se llamaba. Su foto de perfil no miente, es tan lindo como lo imaginé anoche. Las hojas del ombú que nacía en el centro del asunto le impidieron seguir con la mirada aquel intercambio que había entablado hace apenas un instante. El sonido que hacía al caminar por el puente era notorio, incluso más que eso: resonaban los pasos a esa hora.  Ese recuerdo habría de retornar en lo sucesivo de la vida de Victoria. Los golpes del herrero, lo sentencioso de ese martilleo.

-¿Cómo hacemos para que esto marche más que un paso? Se introdujo ella. Pensó que hablar así hubiese sido, en otra ocasión, un pase directo al anecdotario de los “fracasos fugaces”, pero dado que Facundo poco había hecho más que mirarla e insinuar una sonrisa velada, le pareció lo justo y necesario. Tampoco se olvidó ella del precioso detalle que encontró al darse cuenta de que él prefirió no anudar, a esa atmósfera que bordeaba lo patológico, ninguna parsimonia introductoria del orden del “¿cómo estás?, yo soy...” o alguna evidencia pública tal como “llegaste”, “acá estamos”.
Él no respondió inmediatamente. Él-responsable, él-tres-años-más-grande. Suspiró.
-Vos, ¿realmente no te das cuenta de lo difícil que te la hacés? Su voz era contenida. Ella creyó percibir una cierta dificultad para construir la pregunta. Se irritó, golpe directo.
-¿Perdón? Sentenció.
-Creés ser lo que pensas...
-Ah, no!-interrumpió con indignación de cotillón.
-...sin darte cuenta de que eso no existe.
-Adiós.

Victoria se alejó en dirección a la calle Rivera, dejándolo a sus espaldas. Lo último que protagonizó Facundo fue el ruido de la chispa de un encendedor que, tal vez, haya encendido un cigarrillo. No se volvió. Pensó y le pesó lo que ya conocía en esta vida. Fue suficiente el peso para no arrepentirse. Los adoquines húmedos le devolvían la imagen de ella-héroe. A pesar de tanta altura, no le alcanzó para volverse y ver el cigarrillo que ahora ella posaba sobre sus labios. que. reían. y repetían.


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Sobre el autor]

Martín, tiene 20 años y estudia psicología en la Universidad de Buenos Aires. Actualmente, está buscando algo mejor para hacer con su vida.

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3 comentarios:

Anónimo dijo...

No me ha gustado nada. He perdido el hilo varias veces.

Lo siento pero es asi

M dijo...

A mí me gustó. Me pareció argentino. Hasta me sentí identificada. Lo que sí, se deja entrever una ansiedad intelectualizante. Como un deseo de parecer algo que no se es o que se puede transmitir con notas más simples, más puras que vengan del sentimiento mismo. Como Victoria, en algún punto, pura cabeza este cuento. De todas maneras felicito al autor por la valentía. Me parece que es el Mitre, no sé por qué. Será porque me lo tomo...

Anónimo dijo...

calle rivera de coghlan papa

dani lo

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